miércoles, 26 de diciembre de 2007

Papeles.

Artículo publicado en Vistazo a la prensa en junio de 2004

En un país en el que cualquier colectivo mínimamente organizado se planta en plena Gran Vía y corta el tráfico exigiendo -por poner un ejemplo- la supresión de aranceles en la importación de pipiritañas somalíes, resulta que hay quien le está sacando punta al hecho que unos cientos de inmigrantes se encierren en varias iglesias de Barcelona exigiendo su regularización administrativa.

Y no están pidiendo un yate, un jamón serrano y un chalé en la Costa Brava, que a eso sí le sacaba yo punta. Sencillamente están solicitando que se les permita trabajar de acuerdo con la ley. Es decir, con papeles. La mayoría ni siquiera pide trabajo que, aunque ilegal y precario, ya lo tienen en muchos de los casos. Piden un puñetero sello en un trozo de papel que les confirme su existencia.

Es evidente que un país ha de reglamentar la inmigración y que sería contraproducente aceptar más mano de obra de la que se necesita. Pero entonces, no me sé explicar por qué muchísimos empresarios de determinados sectores manifiestan tener graves problemas para cubrir los cupos de trabajadores que les son necesarios. Mientras, obtener un permiso de trabajo se convierte en tal odisea que ríanse ustedes de Ulises.

Quien quiera hacer una prueba, bien por pura curiosidad, bien por solidarizarse con la opinión de éste que les escribe, que se presente en las oficinas de los servicios de recogida de basuras de cualquier ciudad española, o en los invernaderos de Almería -por poner sólo dos ejemplos de los muchos que se me ocurren-, y que una vez allí pida trabajo. La respuesta, cuando el responsable se asegure de que no le está usted tomando el pelo, pues no están habituados a ver a nativos de esta tierra en esos lugares, va a ser la de “¿Cuándo quiere usted empezar?”. Y es que cada vez hay más empleos que son llevados a cabo de manera casi exclusiva por inmigrantes. Empleos de los que parece que los españoles huyamos como de los dentistas.

También pueden sentarse a tomar un cafetito en cualquier terraza de Las Ramblas. Si les atiende uno de la tierra corran a la vecina Calle Pelayo, a la administración de lotería El Gato Negro, y compren ustedes un decimito, porque al haber sido atendidos por un camarero nacional acaban de darle de patadas a las más elementales leyes de las probabilidades matemáticas.

Y no deja de ser chocante que ante este panorama los inmigrantes tengan tantísimos problemas para obtener el documento que les permita vivir y trabajar de manera legal.

Cuando cumplir las leyes es tan complicado, éstas se acaban quebrantando. Un ejemplo a modo de botón de muestra: Desde que en España los precios de los seguros de los automóviles se “homologaron” con los precios europeos (vaya manía con homologarnos todo menos el salario) transitan por nuestras carreteras, según datos de las propias compañías aseguradoras, más de un millón de vehículos sin el seguro obligatorio, incumpliendo así la ley. Estarán ustedes de acuerdo en que un vehículo sin asegurar es bastante más perjudicial para la sociedad que un inmigrante sin permiso de trabajo. Sin embargo no expulsamos del país a todos aquéllos que conducen vehículos sin asegurar. Y si no lo hacemos es porque en los estados de derecho, se condena o sanciona a aquellos que hayan atentando contra un bien jurídico protegido, en función del perjuicio social causado. ¿Tanto es el perjuicio social que ocasionan, como para expulsar a aquél que trabaja en aquello que nosotros no queremos ver ni en pintura, pero que no consigue hacerlo de acuerdo a las leyes por las mil trabas que le ponemos?

Algún malpensado –y yo entre ellos- podría llegar a creer que hay a quien conviene que existan inmigrantes ilegales a los que explotar. Como mínimo debió interesar a aquéllos que legislaron determinados preceptos de cierto reglamento que desarrollaba la Ley de Extranjería, preceptos que el Tribunal Supremo tuvo que anular, a la vez que recordaba a sus señorías (en minúsculas con toda la mala intención del mundo) que lo que nuestra Carta Magna define como “derechos inalienables a la persona” no son patrimonio exclusivo de determinados ciudadanos.

Que no pueden ponerse fronteras al hambre nos lo vienen demostrando los cientos de ahogados que fallecen regularmente en vanos intentos de llegar en patera a nuestras costas. Que un ser humano no puede ser tachado de ilegal por los papeles que no lleve en su cartera nos lo tendría que demostrar el hecho indiscutible de que un inmigrante es antes que eso una persona, igualita – y perdonen la insistencia- a la de los “derechos inalienables a la persona” que la Constitución Española establece y debiera además garantizar.

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