martes, 4 de enero de 2011

La puñetera ley antitabaco.


Anda uno estos días, con la nueva ley antitabaco –o quizás debiera llamarse “ley antifumadores”- recordando viejos tiempos, cuando con quince o dieciséis años se tenía que ir a la montaña de detrás de casa a fumar. Antes, para que no lo pillara su padre y le soltara un bofetón que le hiciera tragarse el pitillo detrás del humo. Ahora, por imperativo legal.


Sepan mis queridos reincidentes que un servidor de ustedes es un exfumador reconvertido de nuevo en fumador y con verdaderas ansias de volver a ser exfumador, pero piensa que esta nueva ley -además de marcarnos a los fumadores con una estrella de David en la manga de la chaqueta- limita el derecho que debiera tener todo fumador de atiborrarse de humo hasta las trancas, derecho que debiera ser inalienable si en nuestras aspiraciones y exhalaciones nicotínicas no perjudicamos a nadie que no sea de nuestro bando.


Cada día un servidor, a media mañana, tenía hasta anteayer la costumbre de tomarse veinte minutitos de descanso en una cafetería justo al lado de su lugar de trabajo. En esos veinte minutillos, se tomaba un café, hojeaba la prensa y se fumaba un pitillo con tranquilidad, pues desde hace ya unos añitos le prohibieron fumar en su lugar de trabajo. Desde que entrara en vigor esta segunda y puñetera ley, para qué narices voy a ir a tomar un café si no puedo acompañarlo de ese placentero cigarrillo que ya tampoco, desde enero de 2006, puedo fumar en mi puesto de trabajo, aunque éste estuviese en el último despacho más alejado del mundo mundial y que sólo pisaba el que se equivocaba de pasillo. Porque más que un café, lo que le pide el cuerpo a quien les escribe es fumar un pitillo, que en el trabajo –insisto- tampoco puede fumar, ¡leñe! ¿Quién pierde? Además de un servidor, que sale a la calle diez minutos a fumar un pitillo a un grado bajo cero y vuelve disparado y muerto de frío a su mesa de trabajo, el propietario de la cafetería, que según me comenta algún colega no fumador que se ha pasado por allí a ver qué se cuenta, está más solo que la una y mata la mañana viendo culebrones venezolanos en una tele que antes de la entrada en vigor de esta ley nadie miraba salvo cuando jugaba el Barça. Aquella cafetería era un lugar habilitado para fumadores, y ningún no fumador era obligado a punta de pistola a entrar en el local. En la misma calle existen un par de lugares más donde podían, y pueden, asistir los no fumadores sin que los apestados, que diga los fumadores, les contagiemos nada.


Las incoherencias de esta ley, que prohíbe incluso fumar en algunos espacios abiertos, tienen, al menos, su lado positivo. Provoca situaciones divertidas. Acérquense a un hospital con un recinto amplio y comprobarán lo distraído que es ver cómo los pacientes en pijama acarrean el chisme ése donde les cuelgan el suero y sortean los taxis , las ambulancias y los baches hasta llegar a la calle a echar un pito, haciendo equilibrios con el brazo libre (el otro lo tienen claveteado con viales y agujas varias) aguantando esa especie de percha de la que pende la bolsa con el goteo, el mechero y el tabaco; por no hablar de lo beneficioso que resulta a las listas de espera de la sanidad pública que el personal sanitario que quiera echar un pitillo cuando le toque, invierta una minutada importante en salir hasta el quinto pino para calmar sus ansias nicotínicas y en desandar lo andado para reintegrarse a su lugar de trabajo, que en el caso de los sanitarios fumadores, y en virtud de la ley de Sir William Perry Murphy, se encuentra siempre en la última planta y en el lugar más alejado de la puerta.


Evidentemente el tabaco es malo, como lo es el grisú de las minas, y jamás ninguna ley ha prohibido a un minero bajar a la mina, por mucho que luego, al cabo de los años, el médico prohíba al minero jubilado (aquejado de la consecuente silicosis inherente a todo minero jubilado) que fume ni un solo pitillo. Manda Trillos, que diría un huevo.


La anterior ley nos concienció a todos que debemos respetar los espacios sin humo, que quien no quiera fumar tiene todo el derecho del mundo a que no contaminen su ambiente, pero, dicho esto, ¿por qué no nos permiten a los fumadores mayores de edad reunirnos en tabernas y tascas atiborradas de humo a aspirar todo el humo que nos dé la gana?


Los defensores de la ley afirman que el gasto sanitario que en el futuro ocasionaremos los fumadores, y que luego habrán de soportar todos los contribuyentes, bien justifica la medida. A quien esgrima tal argumento le respondería quien les escribe con otros dos.


1) Los fumadores contribuimos al sostenimiento del país de forma excepcional, que sólo hay que ver cuánto pagamos en concepto de impuestos por cada paquete de tabaco que adquirimos. Para que se hagan una idea, un paquete de tabaco en un “duty free” o en países con reglamentación tributaria especial como Andorra, cuesta prácticamente la mitad que en un estanco. A pocos números que hagan comprobarán que la cantidad ingresada en las arcas estatales a costa de los fumadores no es moco de pavo real, ni siquiera de pavo común.

2) Si damos por cierto el dato esgrimido hasta la saciedad por las autoridades sanitarias de que los fumadores, por término medio, vivimos diez años menos que los no fumadores (exceptuando, claro está, a los no fumadores a los que atropella un tren, o a los que les cae un tiesto en la cabeza cuando pasean tranquilamente por la calle, o los que fallecen víctimas de cualquier desafortunado accidente) eso significa que el Estado va a ahorrarse de pagarme diez años de la pensión que un servidor se ha currado desde hace tiempo, que no en vano lleva cotizando desde los 17 años. Esos diez años de ahorro, más lo que lleva ingresado al erario en impuestos especiales del tabaco, a buen seguro compensan los eventuales tratamientos que en su día le deban practicar a un servidor si no le cae antes una maceta en la calva o lo atropella un mercancías.


Por no alargarme más, sólo tocaré de soslayo la discriminación que sufrimos los fumadores respecto al resto de drogadictos. La Seguridad Social paga la parte que le corresponde de los medicamentos que ayudan a desintoxicar a los alcohólicos, o a los cocainómanos y heroinómanos -que ni siquiera han pagado impuestos cuando adquirían su droga- mientras que los tratamientos para los que pretenden dejar de fumar tienen unos precios que hacen intuir que las pastillitas de marras las diseña Louis Voitton, las envasa Prada y las vende el Santander Central Hispano, previa contratación de un crédito hipotecario.


Y puestos a ser puntillosos con la salud del prójimo, sugeriría a las autoridades que controlasen con rigor los vertidos y emisiones de algunas empresas, que se pusiesen las pilas de veras ante las iniciativas como el protocolo de Kyoto, que resuelvan el problema de los fosfoyesos y los cementerios nucleares, que den ejemplo y doten a los servicios públicos de vehículos eléctricos, que se rompan la crisma ideando sistemas que reduzcan la contaminación en las ciudades, o ¿acaso los excesos de emisiones CO2 no fastidia los pulmones de todos, de los que fuman y de los que no?



En definitiva, que sean imaginativos de una puñetera vez, que para eso se les elige y se les paga, y que no jueguen la baza fácil, la de prohibir sin más.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

En la meva modesta opinió, el que hauriem de fer es prohibir la venta de tabac.

Anónimo dijo...

bona opinió, però dubto que vulguin prohibir la venta del tabac ja que s'han de mantenir els 35000 cotxes oficials que circulen.
El sr. Ernest Benach t'ho dirà,que va invertir 110.000 euros del "pot" i 20.000 euros mes en personalitzar-lo.