jueves, 29 de mayo de 2008

Contra la subida de los carburantes.

Artículo publicado en Vistazo a la Prensa en Mayo de 2008


Un servidor, que suele huir como del diablo de las cadenas de mensajes propagadas por Internet, acaba de enviar a su numerosa lista de contactos un mensaje en cadena, eso sí, teniendo la debida precaución de incluir a los destinatarios en el apartado CCO (copia oculta) de su programa de correo, a fin de que queden ocultos a los ojos de Spammers, o recolectores de direcciones electrónicas a las que enviar luego correo basura, precaución -ocultar a los destinatarios- que siempre debiera observarse cuando se reenvía un mensaje en cadena.

¿El motivo? No sé si noble, pero sin duda práctico. Intentar que la acción de protesta ante la espectacular subida del precio de los carburantes no se quede en el siempre socorrido –aunque inútil- derecho al pataleo, habitualmente acompañado de una reiterada sarta de juramentos en arameo –sánscrito en el caso de los más intelectuales- y una no menos extensa lista de imprecaciones y palabras malsonantes cada vez que acudimos al surtidor. Si tienen interés por la idea, les ruego a mis queridos reincidentes que sigan leyendo.

Hará cosa de unos meses, se empezó a distribuir por Internet un mensaje en cadena que proponía una fecha concreta en la que nadie debería repostar combustible. Aquel día señalado debía servir como medida de presión y toque de atención a las compañías petroleras. El correo electrónico presentaba una serie de cifras que ponían de manifiesto que un solo día de abstinencia gasolinera reportaría pérdidas significativas a las compañías. Un servidor, que además de ser de letras sólo entiende de economía lo justo para llegar -y no sin ciertos equilibrios- a fin de mes, le pareció aquella campaña una enorme chorrada, pues qué más les dará a las compañías que pospongamos desde el jueves hasta el viernes nuestro paso por taquilla si finalmente acabamos pasando, pero ésta que a continuación les comento, sí tiene visos de éxito –al menos en teoría- siempre y cuando seamos capaces de organizarnos. Las cifras manejadas en ese e-mail expresan que, reenviándolo a todos nuestros contactos, puede llegar a trescientos millones de destinatarios en sólo ocho días. Les cuento.

Quienes quiera que hayan diseñado la campaña han elegido dos empresas en las que proponen que no se reposte combustible jamás de los jamases bajo ningún concepto. Éstas son la inglesa BP y la norteamericana Shell. No me pregunten que por qué ésas y no otras porqué no tengo ni puñetera idea, pero el quid de la cuestión reside, precisamente, en que todo quisque se concentre en hacerles el vacío exactamente a las mismas empresas, si no, no funciona.

Evidentemente, si nadie reposta en esas gasolineras, éstas tendrán que reaccionar bajando precios o tendrán que meter la gasolina en lavativas hipoalérgicas y con ellas hacer lo que ustedes se imaginan. El día que el señor BP y el señor Shell se avengan a razones, quizás podamos plantearnos volver a su redil y decirle al señor Repsol y al señor CAMPSA que, o va bajando precios más que don BP, o que ya le puede ir comprando a éste sus lavativas usadas.

Estarán conmigo en que es un planteamiento un tanto ingenuo y que su aplicación es tan utópica como la bondad innata del ser humano, pero algo habrá que hacer cuando otra vez somos, exclusivamente, los sufridos consumidores los que hemos de sostener, a base de rascarnos aún más el bolsillo, la codicia sin freno de los productores y distribuidores de crudo y la anuencia –no exenta de responsabilidad en muchos casos- de nuestros adorados políticos.

Si a todos nos parece de recibo que la crisis energética la hemos de padecer exclusivamente los consumidores, no hay nada que hacer. Pero habrá quién piense que no es descabellado exigir a las empresas que ellos también contribuyan con su granito de arena y que, en tanto no escampe el temporal, reduzcan, ni que sea una pizca, sus espectaculares ganancias y que los gobiernos revisen la fiscalidad de los combustibles para que no seamos sólo los ciudadanos de a pie –cualquiera saca el coche- los encargados de soportar esta disparatada escalada de precios.

Y si en un acceso de vanidad le pasa por la cabeza a quien les escribe que quizás el señor BP o don Shell bien pudieran ser uno de sus queridos reincidentes, sólo decirles que no hay nada personal en este artículo, que un servidor no es más que el mensajero que, por suerte, tiene derecho a repostar su vehículo en el surtidor que le dé la gana, y que el día en el que sus precios sean mejores que los de los demás, quien les escribe estará encantado de utilizar de nuevo sus servicios. Mientras eso no suceda, miren bien la foto que ven en el ángulo superior derecho de esta página, porque ya me han visto bastante en sus gasolineras. Por mucho que esta iniciativa quede en nada -que duda mucho un servidor que esta pataleta sobreviva a valores tan sagrados como la comodidad y el desánimo de creer que uno sólo es uno y no parte de todos, y por mucho que todos sí podríamos- esta campaña sí ha servido a este columnista para aburrirles a ustedes durante unos minutos sin haberse estrujado excesivamente los sesos. Mil disculpas a mis queridísimos y comprensivos reincidentes, especialmente a don BP y al señor Shell. Aunque tampoco sería de extrañar que BP y Shell aprovecharan para vender bajo cuerda sus gasolina a la competencia en plan compadreo total, mientras que don CAMPSA y don Repsol se frotan las manos y se van de copas con BP y Shell para celebrarlo.

En tal caso, un servidor se va a plantear hacer lo que Miguel Angel Rodríguez “El Sevilla” en una de sus canciones:

Tengo un coche que es mi ruina.
No como carne desde que lo tengo, to pa gasolina.
Como un día me pique
y es que me compro una mountain bike.

Nuestra maltrecha capa de ozono merece muchísimo más nuestros esfuerzos -pedalear es duro- que las compañías petrolíferas. Y seguro que nos lo agradece infinitamente más.

jueves, 22 de mayo de 2008

Donde dije digo

Artículo publicado en Vistazo a la Prensa en mayo de 2008


Como bien sabrán mis queridos reincidentes con cierta veteranía en estas páginas, un servidor, de forma reiterada e insistente, ha puesto como un trapo a los teleoperadores de los servicios de atención telefónica en general, y, especialmente, a todos aquellos que, a través de la línea telefónica, se cuelan en nuestra intimidad y en nuestras siestas, para vendernos por teléfono un ingenioso aparato que limpia alfombras, un seguro de vida, una tarjeta de crédito o para ofrecernos cambiar -día sí, día también- de compañía telefónica.

Desde estas mismas páginas les he contado con detalle cómo desde Telefónica, Ya punto Com, Santander Central Hispano, Orange y algunas otras compañías han dinamitado persistentemente ese derecho del que debiera disfrutar todo ciudadano tras su jornada de trabajo, especialmente cuando ésta viene precedida por un obligado madrugón de agárrate y no te menees: el derecho a una siesta digna, derecho que un servidor no se cansará de exigir que sea incluido en el Título Primero, Capítulo Primero, de nuestra Constitución, justo al ladito de aquéllos considerados fundamentales.

También desde este mismo periódico, en su artículo de la edición 226, este columnista les sugería una serie de estrategias para sacudirse educadamente ese tipo de comunicaciones telefónicas no deseadas, consistentes, algunas veces, en darles de su propia medicina a los teleoperadores, artículo por el cual recibí diversas felicitaciones de amigos que, tras adoptar aquellas técnicas como propias, habían comprobado por ellos mismos su eficacia. Así, ante tanta persecución telefónica, no es de extrañar que cada vez que suena el teléfono según a qué horas, el que más y el que menos le lance una mirada de reojo y, con el ceño fruncido, respire hondo, se arremangue y se diga “allá que voy”, como aquel que va a entrar en combate. Al menos, ése era el proceder de quien les escribe hasta esta misma tarde. Les cuento.

Momento de sopor: despanzurrado en el sofá. De fondo se escuchan voces, ya casi imperceptibles, en la tele; en ese dulce instante en el que se pierde la noción del tiempo y la voluntad de seguir escuchando al locutor del documental describiendo los ritos de apareamiento del pájaro carpintero de pico blanco de Arkansas, especie que, según parece, se creía extinta. Timbrazo telefónico que hace salir volando al pájaro carpintero macho, que desequilibra a la hembra haciéndola caer de la rama donde se daban a la lujuria, y que despierta al que suscribe sobresaltado. Inspiración profunda, mangas arriba y paso decidido hasta el teléfono, dispuesto, como casi cada tarde, a comunicarle a la pesada de turno – a esas horas suelen ser de Orange-, que soy el amo de llaves del señor Martínez, que no tengo capacidad legal para contratar servicios en su nombre, y el que señor se encuentra disfrutando de sus merecidísimas vacaciones en la Patagonia, junto a un selecto elenco de columnistas de renombre y alguna modelo internacional ligera de cascos, en un viaje que se prolongará por un tiempo indeterminado pero en ningún caso inferior a tres semanas, y que si su llamada se debe a un asunto urgente pueden llamar al Departamento de Prensa la Embajada de Buenos Aires donde, tras las inevitables comprobaciones de rigor, le recogerán atentamente cuantos encargos deseen darle.


- ¿Sí?
- Buenos días –voz de señorita a la que se le nota que no está hablando en su idioma materno.
- Buenas (desenvainando el machete) ¿Qué desea?
- Verá, estamos haciendo una encuesta para el Ayuntamiento para conocer el grado de satisfacción de los ciudadanos.

Tras dos segundos de descoloque, un servidor recuerda la conversación mantenida días atrás con una amiga en la que ambos se dedicaron a poner de vuelta y media la política de obras del municipio, así como de los numerosos quebraderos de cabeza padecidos por los vecinos de este queso de Gruyere, otrora ciudad tranquila y apacible, a causa de una planificación de las obras públicas concéntrica y coincidente tanto en el espacio como en el tiempo, por no hablar de la nefasta, por inexistente, política informativa respecto a las obras. “Ésta es la mía. Me van a oír”, se dice un servidor, y se presta de mil amores a valorar del 0 al 10 –entendiendo que cero es muy deficiente y 10 es sobresaliente, como diligentemente me explica la voz en todas y cada una de las preguntas- los servicios e iniciativas del Ayuntamiento.

Pocos ceros después, a un servidor le cuesta Dios y ayuda entender a la encuestadora. Cada vez que le ruego que repita alguna pregunta se la oye encallarse y sufrir en un idioma que no es el suyo, de manera que llega un momento en el que cuando no entiendo lo que se me pregunta, e intentando ahorrarle a la pobre operadora el mal rato, contesto con un: “A eso que me preguntas… A ver… Sí, ponles un cinco”. Más que nada por no cometer la injusticia de suspender alguno de los servicios que sí funcionan, aunque muy probablemente cometiéndola al darles el aprobado otros que no van ni a empujones en las numerosas contestaciones a preguntas no comprendidas, que a la pobre mujer se le entendía una sí y dos no.

Aunque mis queridos reincidentes no se lo crean, un servidor, siempre irónico y un pelín borde con las teleoperadoras, ha invertido hoy veinte minutos de lo que debiera haber sido su siesta, respondiéndole muchos cincos a una señorita a la que imaginaba agobiada y ruborizada, pronunciando con esfuerzo cada frase, y cruzando los dedos para que el encuestado –este menda- no le pidiese nuevamente que repitiese la pregunta. Total, que resultaba difícil no empatizar con esa teleoperadora.

Cuando finaliza la encuesta –ya les digo, más de veinte minutos- me dice, mucho más suelta, imagino que porqué ya había acabado el suplicio de tener que leer larguísimas preguntas, que me agradece muchísimo mi tiempo, que lleva liada desde las tres de la tarde y que es la primera encuesta que completa, que la mayoría le han colgado el teléfono nada más oírla, que varios la han insultado, que uno le ha dicho que se fuera a su país, y que otros cuantos le han colgado el teléfono a los dos minutos de empezar sin completar todas las preguntas, que ella cobra por encuesta finalizada, y que a este paso la empresa la va a echar a la calle.

- Pues no seas tonta, y las que te han dejado a medias te las inventas.
- No puedo hacer eso, señor. Me despedirían si me descubrieran.
- Pues nada, que tengas suerte. Si te ves apurada vuelves a llamar y hacemos otra.
- Muchas gracias, señor.

No volvió a llamar.

Y es en este punto cuando un servidor se arrepiente de no haberle largado el rollo de que el señor Martínez está en la Patagonia y ni se sabe cuando volverá, se hubiese ahorrado el fastidio consistente en constatar, una vez más, lo siguiente:

Que muchas son las empresas que contratan a personal para cometidos para los que no están formados y que allí se las apañen éstos como puedan con el cliente y, encima, tienen las santas narices de exigirles resultados.

Que, obviamente, a estas empresas les importa un pito la calidad del servicio que ofrecen al cliente, pues ya se imaginarán ustedes el rigor de esta encuesta que, eso sí, el Ayuntamiento pagará religiosamente como si hubiese sido recogida por sociólogos.

Que hay mucho impresentable que ni siquiera se molesta en ser ingenioso para sacudirse de encima encuestas telefónicas, sino que insultan directamente a las operadoras que, en el fondo, no son más que unas asalariadas que cobran una miseria trabajando para compañías que luego pagan millones de euros a sus ejecutivos.

Y – con ésta acabo- que un servidor, se propone hacer regresar inmediatamente al señor Martínez de la Patagonia para que atienda correcta y amablemente a todos los teleoperadores, llamen de donde llamen, por mucho que las empresas que les pagan no lo merezcan.

miércoles, 14 de mayo de 2008

Ésos no son policías

Artículo publicado en Vistazo a la Prensa en Mayo de 2008


Me contaba un amigo policía que, tras más de veinte años de servicio, había sufrido varias agresiones, muchísimos insultos, infinidad de desprecios pero sólo dos abrazos. Uno, de una niña de 13 años cuando fue rescatada del indigente que la tenía retenida en una casa abandonada, y el otro, de una mujer a la que asistió de parto, en un portal, tirando del bebé, cortando el cordón umbilical con una navaja y atándolo luego con el cordón de sus propios zapatos. Me relataba este amigo que esos dos abrazos, por ser tan poco habituales, le pesaban infinitamente más en la balanza de su haber profesional que todas las inconveniencias que había padecido a lo largo de su carrera.

Y es que ésa es la obligación de un policía, servir a su comunidad incluso cuando para ello tenga que sacarse trucos mágicos de la chistera o poner en riesgo su integridad física. Cuando se dan circunstancias análogas a las que les narraba en el párrafo anterior, algunas veces –pocas- el policía obtiene su reconocimiento, sea con un abrazo, sea con una medalla, pero pocos policías, por no decir ninguno, ven reconocido su día a día consistente en intentar que los ciudadanos nos llevemos bien los unos con los otros, que es lo que en definitiva hacemos –llevarnos bien- cuando cumplimos las normas. Un esfuerzo que se realiza a diario por miles y miles de policías de todos los cuerpos, y que se va al traste, de sopetón, cuando algún delincuente se cuela en este colectivo y organiza la que han organizado esos personajes en Coslada.


Resulta evidente que la policía ha experimentado una transformación importante en los últimos tiempos y que entre sus miembros, sea cual sea el cuerpo, encontramos no ya desertores del arado –como se les solía denominar comúnmente hará tres o cuatro décadas- sino gente formada entre la que no es difícil encontrar universitarios, que, por una u otra razón, ingresan en los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad Pública y, una vez allí, descubren una profesión que puede llegar a ser fascinante, en la que se tiene la privilegiada oportunidad de colaborar, cada cual con su particular granito de arena, en la importante misión de conseguir una sociedad cada vez más justa.

Por eso, ante casos como el de Coslada y su puñado de agentes detenidos, a cualquiera que tenga algún tipo de relación con el mundo policial, sea por pertenecer a dicho mundo, por relacionarse con él profesionalmente, o por disponer en cualquier cuerpo de policía de un hermano, hijo o amigo, por fuerza se le han de revolver las tripas ante tamaño despropósito, y necesariamente deseará que a todos esos que se vestían de policías - obviamente, a los que la justicia encuentre culpables- paguen hasta el último segundo de su condena no ya sólo por los delitos que hayan cometido, sino por la traición con la que han respondido a la ciudadanía que les paga y por la injusticia a la que someten a cientos de miles de agentes honestos que cada día se ponen su uniforme para intentar que el resto de ciudadanos disfrutemos de nuestros derechos y recordemos nuestras obligaciones, que no es tarea fácil ni grata.

Dicho esto, cabría preguntarse qué mecanismos han fallado no sólo para que se haya llegado a producir esta situación, sino para que haya podido mantenerse latente –que no oculta- durante tantísimos años. Cómo puede un sujeto mantenerse durante más de 20 años al frente de un cuerpo de policía cuando, según parece, durante todo ese tiempo no han cesado de aparecer datos, indicios, e incluso denuncias que lo implicaban en los más turbios asuntos. Cómo se explica que la investigación que la Guardia Civil llevó a cabo sobre ese asunto hace más de ocho años –lo revela ahora el oficial encargado de la misma- muriese en el despacho del Delegado del Gobierno, cuando, casualmente, por aquellos entonces Gobierno central, autonómico y Ayuntamiento eran del mismo color político. Cómo se entiende que hayan pasado varias Corporaciones municipales y que ninguna tuviese los arrestos de enfrentarse y desenmascarar a este personaje.

No tengo respuesta a ninguna de esas preguntas, salvo que sean ciertas las afirmaciones recogidas en un semanario según las cuales el tal Sheriff de Coslada se jactaba de “tenerlos a todos cogidos por los cojones”, habiéndose ya aventurado algún periodista a afirmar que ese “señor” disponía de grabaciones comprometidas de ésos a los que tenía agarrados por salva sea la parte. Si esto fuera así, cabría preguntarse además por la honestidad de los que se dejan agarrar de tal apéndice, siendo éstos –como son- los responsables de dirigir políticamente al agarrador, porque es claro que si los agarró de ahí, es porque tuvieron la asidera al aire.

Muchos de los que se vestían de policías –a los que me niego a llamar policías- confiesan ahora que se vieron arrastrados por su jefe a cometer mil y unas tropelías, que los “motivaba” con el consabido “o estás conmigo o estás contra mí”. Pero es evidente la conclusión de que ese espécimen, por sí solo, sin ayuda de mano de obra fiel y adicta, no hubiera podido extender su maraña delictiva de la forma que lo ha hecho. Si se acaba confirmando la existencia de vídeos grabados por los propios imputados en los que éstos propinaban palizas a indigentes, vejaban a prostitutas y destrozaban mobiliario urbano, ya pueden ir echándole la culpa al jefe, ya…

Habrá que preguntarse qué mecanismos y qué criterios de selección y de formación sigue la Comunidad de Madrid –recordemos que las Comunidades Autónomas son las que tienen la competencia en la coordinación, formación y requisitos de acceso para los cuerpos de Policia Local- para proveer de policías locales a sus municipios. Y, si éstos fueran los correctos, cabría preguntarse qué ha fallado para que se les cuelen esos gamberros en la Policía. Desde luego no es en los gimnasios donde deben reclutarse los aspirantes a policías, sino en los institutos y las universidades. Eso, y hacer atractiva la profesión de policía para la ciudadanía, a buen seguro nos garantizaría mejores resultados de selección y de formación.

Quienes peor lo tienen que estar pasando en estos momentos -dejando al margen a los que se lo tengan merecido- son los policías honrados, que los hay y son mayoría; especialmente los policías honestos que queden en Coslada y que a partir de ahora tendrán que hacer el esfuerzo de entender que sus conciudadanos desconfíen de su uniforme y demostrar que son distintos a esos que, pese a vestir uniforme, jamás fueron policías. A los que sí lo son, a todos esos policías honestos que sienten repugnancia ante este tipo de situaciones, quisiera desearles, desde esta humilde tribuna, que llegue pronto el día en que ellos, incluso en Coslada, puedan recibir un abrazo de un ciudadano agradecido como el que describí al principio de este artículo. Puedo garantizar a mis queridos reincidentes que esos abrazos sientan infinitamente mejor que cualquier medalla.

jueves, 8 de mayo de 2008

La educación, la abuela y el ciclista.

Artículo publicado en Vistazo a la Prensa en mayo de 2008.

Cuántas veces habrán escuchado mis queridos reincidentes lo de que si esta juventud no tiene valores, que si ya no existe educación, que si ya no se respeta ni a los mayores… Y probablemente sea verdad. Estamos en crisis, perdón, palabra prohibida, digamos que hay una desaceleración en lo concerniente a la buena educación y las buenas costumbres.

Pero pasa que cuando llamamos mal educado a un crío, solemos hacerlo como si le recriminásemos al chaval la ausencia de educación, y resulta evidente que un zagal, por interés que le ponga el pobre, no se va a convertir en educado o en maleducado por sí mismo. Algo tendremos que ver los que ejerzamos de padres, maestros, e incluso de vecinos del ático.

Cuando circulamos por la calle con nuestro vehículo, escupiendo sacos y culebras, acribillando a toques de claxon al pobre que se le cala el vehículo al salir del estacionamiento, acelerando cuando el semáforo está en ámbar haciendo retroceder a la abuelita que se disponía a cruzar, o incluso cuando nos barrenamos la nariz con el meñique en la espera de un semáforo, también estamos educando a los menores que nos acompañan, e incluso a los que circulan dentro de los vehículos que nos rodean.

Cuando le discutimos a un guardia que nos recrimine el no llevar el perro atado, cuando insultamos a ese político que nos cae tan mal cada vez que lo vemos por la tele, cuando sacamos la basura al contenedor cuatro horas antes de lo que toca porque nos resulta más cómodo y nos pilla de paso, cuando llamamos “mamón” al árbitro en el fútbol, también estamos educando a toda criatura que tengamos a menos de veinte metros a la redonda. Así no es de extrañar que todas esas criaturas, se saquen mocos de la nariz con el meñique, pongan a como un trapo a cualquiera que salga por la tele y no les caiga en gracia y sean el terror de los peatones el día en el que sus papás y/o mamás les premien sus buenas –o malas- notas regalándoles un ciclomotor.

Y les cuento todo esto porque el domingo pasado, mientras paseaba con mi fiel perrita Magui –una Teckel toy de cinco kilos que es un primor- por un camino rural que conduce a un espacio natural muy frecuentado de esta zona, presencié un incidente que daría que pensar a todos los que nos quejamos de la crisis, perdón, desaceleración de valores pero que, en nuestra queja, nos quitamos de en medio huyendo de nuestra parte de responsabilidad, como si no fuera con nosotros.

Movía el rabo mi perrita muy contenta, como cada vez que tomamos ese sendero sin coches y con muchas hierbas que olisquear, cuando apareció en sentido contrario una pareja de abuelos, rondando los setenta. Vestían chándal y andaban muy deprisa. Se notaba que lo suyo no era un paseo relajante sino deportivo. Al acercarse, percibí en la abuela una expresión dulce. Pese al evidente esfuerzo sonreía, y quien les escribe pensó que aquella mujer, que en sus tiempos debió ser guapísima, seguro que era adorable para sus nietos, que tenían en ella una mujer simpática – aquella sonrisa no podía significar otra cosa-, llena de vigor –andaba que se las pelaba- con la que a buen seguro jugarían a mil juegos y de la que recibirían mil besos y cariños.

En estas, aparecieron a espaldas de los abuelos dos chavales en bicicleta. Rondarían ambos los catorce. En contra de lo que suele ser habitual a esas edades, circulaban con precaución. Se les notaba cuidado ante la circunstancia de tener que transitar por un paraje en el que abundan los peatones, muchos de ellos ancianos y niños. Un segundo antes de alcanzar la posición de los abuelos, observé complacido como los ciclistas se orillaban al lado contrario para guardar la máxima distancia posible entre ellos y los abuelos. Al hacer esto, uno de ellos tocó los frenos y éstos, por váyanse ustedes a saber qué ley física, chirriaron estrepitosamente.

La adorable abuela dio un respingo –venían por su espalda- y frunció el ceño. Su semblante sonriente se tornó iracundo y con un graznido estridente le dedicó al chaval la siguiente observación en medio de mil aspavientos:

- ¡¡¡Sinvergüenzaaaaaaaaaaaa, desgraciaoooooooooooo, me cago en tu madreeeeeee, hijoputaaaaaaaaaaa!!!

El responsable del frenazo, sin detenerse, miró a la abuela como preguntándose que a qué venía aquello. Me miró a mí con ademán interrogativo y yo intenté, con mis gestos y mi expresión, manifestarle que no hiciera caso y que siguiera, que no merecía la pena tener un enfrentamiento con aquel tigre de bengala disfrazado de abuela. El chaval, bien educado, cumplió con lo de a palabras necias oídos sordos y siguió su camino.

Un servidor estuvo tentado de reprender la actitud de la abuela, ni que fuese con un comentario conciliador y evidentemente educado, pero como ya saben mis queridos reincidentes que quien les escribe intenta últimamente no salirse en lo posible de su estado sereno y ataráxico, y, muy especialmente, viendo el carácter y la furia de la señora, este columnista se limitó a indicarle a su perrita, con un ligero tirón de cadena, que ése no era el mejor momento ni lugar para hacer sus necesidades, y se dispuso a seguir su camino, pensando, primero, que tengo un ojo clínico infalible para con las abuelas y, segundo, en todo lo que les relataba en los cuatro párrafos que dan inicio a este artículo, momento en el que el acompañante del chaval del frenazo, y hallándose ambos ya fuera del alcance de la abuela guerrera, se levantó un poco sobre el sillín de la bici, se bajó el calzón de deporte, y le mostró el culo a la abuela a la vez que le gritaba.

- ¡¡¡Abuelaaaaa, toma, anota la matrículaaaaaaa!!!

No quieran ver cómo se puso la abuela y lo que llegó a salir por aquella boca, actitud que no hizo en el ciclista-exhibicionista más que provocar su insistencia en la exhibición ostentosa de sus posaderas.

- ¡¡¡ Ven aquí hijoputaaaaaa!!! ¡¡¡Que te voy a enseñar educación!!!
- No voy. Anótame la matrícula si quieres.

Y de nuevo otra exhibición malabar sobre la bici: una mano sobre el manillar y la otra tirando hacia abajo del pantalón.

- ¿La has anotado ya o te la enseño otra vez?

Sinceramente, he de reconocerles que tuve que hacer esfuerzos para no carcajearme allí mismo, pues indudablemente la situación era cómica, pero un servidor, que sí estaba al alcance de la abuela, no quiso poner a su perrita en el incómodo brete de tener que defender a su dueño de una abuela con instinto de boina verde.

A todo ello el chaval del frenazo, que quizás se sintiera responsable de la situación, me miraba y con la mano me hacía un gesto de disculpa, como diciéndome que aquello no iba conmigo y pidiéndome perdón por lo impulsivo de su amigo. Dudé un instante, pero, qué narices –pensé- la abuela se lo tiene merecido. Acto seguido le mostré al chaval el gesto de pulgar hacia arriba queriendo expresarle algo como: “no te preocupes, que tu amigo ha estado sembrado y la abuela lo estaba pidiendo a gritos”.

Actitud poco responsable y nada educativa, lo reconozco pero… uno no es un santo y le sale solo eso de ponerse del lado del más débil, porque lo que está claro es que si la abuela agarra a cualquiera de los dos ciclistas, de allí sale arañada hasta mi perra.

En un hipotético examen de urbanidad nos hubieran suspendido a los tres. Obviamente a la abuela, por deslenguada y maleducada; al chaval exhibicionista, por motivos obvios y, cómo no, a un servidor. Que mucho mejor hubiese quedado quien les escribe -incluso con su conciencia- si hubiese respondido al chaval con ese gesto de reprimenda comprensiva y tolerante de leve negación con la cabeza, en vez de declararme decidida y abiertamente adicto a su causa.

Y es que cuando un adulto pierde los papeles -como los perdió la abuela- delante de un niño es incoherente, incluso cínico, pedirle a ese niño educación.

Desde luego que la más inteligente y educada de todos los allí congregados fue mi perrita Magui, que pese a mirarnos a todos como diciendo “desde luego que los humanos sois de un raro que te rilas” se abstuvo de tomar partido por nadie y supo controlar sus necesidades y sus instintos hasta llegar al lugar indicado. Cosa que ni la abuela, ni el ciclista-exhibicionista, ni un servidor supimos hacer.