jueves, 22 de mayo de 2008

Donde dije digo

Artículo publicado en Vistazo a la Prensa en mayo de 2008


Como bien sabrán mis queridos reincidentes con cierta veteranía en estas páginas, un servidor, de forma reiterada e insistente, ha puesto como un trapo a los teleoperadores de los servicios de atención telefónica en general, y, especialmente, a todos aquellos que, a través de la línea telefónica, se cuelan en nuestra intimidad y en nuestras siestas, para vendernos por teléfono un ingenioso aparato que limpia alfombras, un seguro de vida, una tarjeta de crédito o para ofrecernos cambiar -día sí, día también- de compañía telefónica.

Desde estas mismas páginas les he contado con detalle cómo desde Telefónica, Ya punto Com, Santander Central Hispano, Orange y algunas otras compañías han dinamitado persistentemente ese derecho del que debiera disfrutar todo ciudadano tras su jornada de trabajo, especialmente cuando ésta viene precedida por un obligado madrugón de agárrate y no te menees: el derecho a una siesta digna, derecho que un servidor no se cansará de exigir que sea incluido en el Título Primero, Capítulo Primero, de nuestra Constitución, justo al ladito de aquéllos considerados fundamentales.

También desde este mismo periódico, en su artículo de la edición 226, este columnista les sugería una serie de estrategias para sacudirse educadamente ese tipo de comunicaciones telefónicas no deseadas, consistentes, algunas veces, en darles de su propia medicina a los teleoperadores, artículo por el cual recibí diversas felicitaciones de amigos que, tras adoptar aquellas técnicas como propias, habían comprobado por ellos mismos su eficacia. Así, ante tanta persecución telefónica, no es de extrañar que cada vez que suena el teléfono según a qué horas, el que más y el que menos le lance una mirada de reojo y, con el ceño fruncido, respire hondo, se arremangue y se diga “allá que voy”, como aquel que va a entrar en combate. Al menos, ése era el proceder de quien les escribe hasta esta misma tarde. Les cuento.

Momento de sopor: despanzurrado en el sofá. De fondo se escuchan voces, ya casi imperceptibles, en la tele; en ese dulce instante en el que se pierde la noción del tiempo y la voluntad de seguir escuchando al locutor del documental describiendo los ritos de apareamiento del pájaro carpintero de pico blanco de Arkansas, especie que, según parece, se creía extinta. Timbrazo telefónico que hace salir volando al pájaro carpintero macho, que desequilibra a la hembra haciéndola caer de la rama donde se daban a la lujuria, y que despierta al que suscribe sobresaltado. Inspiración profunda, mangas arriba y paso decidido hasta el teléfono, dispuesto, como casi cada tarde, a comunicarle a la pesada de turno – a esas horas suelen ser de Orange-, que soy el amo de llaves del señor Martínez, que no tengo capacidad legal para contratar servicios en su nombre, y el que señor se encuentra disfrutando de sus merecidísimas vacaciones en la Patagonia, junto a un selecto elenco de columnistas de renombre y alguna modelo internacional ligera de cascos, en un viaje que se prolongará por un tiempo indeterminado pero en ningún caso inferior a tres semanas, y que si su llamada se debe a un asunto urgente pueden llamar al Departamento de Prensa la Embajada de Buenos Aires donde, tras las inevitables comprobaciones de rigor, le recogerán atentamente cuantos encargos deseen darle.


- ¿Sí?
- Buenos días –voz de señorita a la que se le nota que no está hablando en su idioma materno.
- Buenas (desenvainando el machete) ¿Qué desea?
- Verá, estamos haciendo una encuesta para el Ayuntamiento para conocer el grado de satisfacción de los ciudadanos.

Tras dos segundos de descoloque, un servidor recuerda la conversación mantenida días atrás con una amiga en la que ambos se dedicaron a poner de vuelta y media la política de obras del municipio, así como de los numerosos quebraderos de cabeza padecidos por los vecinos de este queso de Gruyere, otrora ciudad tranquila y apacible, a causa de una planificación de las obras públicas concéntrica y coincidente tanto en el espacio como en el tiempo, por no hablar de la nefasta, por inexistente, política informativa respecto a las obras. “Ésta es la mía. Me van a oír”, se dice un servidor, y se presta de mil amores a valorar del 0 al 10 –entendiendo que cero es muy deficiente y 10 es sobresaliente, como diligentemente me explica la voz en todas y cada una de las preguntas- los servicios e iniciativas del Ayuntamiento.

Pocos ceros después, a un servidor le cuesta Dios y ayuda entender a la encuestadora. Cada vez que le ruego que repita alguna pregunta se la oye encallarse y sufrir en un idioma que no es el suyo, de manera que llega un momento en el que cuando no entiendo lo que se me pregunta, e intentando ahorrarle a la pobre operadora el mal rato, contesto con un: “A eso que me preguntas… A ver… Sí, ponles un cinco”. Más que nada por no cometer la injusticia de suspender alguno de los servicios que sí funcionan, aunque muy probablemente cometiéndola al darles el aprobado otros que no van ni a empujones en las numerosas contestaciones a preguntas no comprendidas, que a la pobre mujer se le entendía una sí y dos no.

Aunque mis queridos reincidentes no se lo crean, un servidor, siempre irónico y un pelín borde con las teleoperadoras, ha invertido hoy veinte minutos de lo que debiera haber sido su siesta, respondiéndole muchos cincos a una señorita a la que imaginaba agobiada y ruborizada, pronunciando con esfuerzo cada frase, y cruzando los dedos para que el encuestado –este menda- no le pidiese nuevamente que repitiese la pregunta. Total, que resultaba difícil no empatizar con esa teleoperadora.

Cuando finaliza la encuesta –ya les digo, más de veinte minutos- me dice, mucho más suelta, imagino que porqué ya había acabado el suplicio de tener que leer larguísimas preguntas, que me agradece muchísimo mi tiempo, que lleva liada desde las tres de la tarde y que es la primera encuesta que completa, que la mayoría le han colgado el teléfono nada más oírla, que varios la han insultado, que uno le ha dicho que se fuera a su país, y que otros cuantos le han colgado el teléfono a los dos minutos de empezar sin completar todas las preguntas, que ella cobra por encuesta finalizada, y que a este paso la empresa la va a echar a la calle.

- Pues no seas tonta, y las que te han dejado a medias te las inventas.
- No puedo hacer eso, señor. Me despedirían si me descubrieran.
- Pues nada, que tengas suerte. Si te ves apurada vuelves a llamar y hacemos otra.
- Muchas gracias, señor.

No volvió a llamar.

Y es en este punto cuando un servidor se arrepiente de no haberle largado el rollo de que el señor Martínez está en la Patagonia y ni se sabe cuando volverá, se hubiese ahorrado el fastidio consistente en constatar, una vez más, lo siguiente:

Que muchas son las empresas que contratan a personal para cometidos para los que no están formados y que allí se las apañen éstos como puedan con el cliente y, encima, tienen las santas narices de exigirles resultados.

Que, obviamente, a estas empresas les importa un pito la calidad del servicio que ofrecen al cliente, pues ya se imaginarán ustedes el rigor de esta encuesta que, eso sí, el Ayuntamiento pagará religiosamente como si hubiese sido recogida por sociólogos.

Que hay mucho impresentable que ni siquiera se molesta en ser ingenioso para sacudirse de encima encuestas telefónicas, sino que insultan directamente a las operadoras que, en el fondo, no son más que unas asalariadas que cobran una miseria trabajando para compañías que luego pagan millones de euros a sus ejecutivos.

Y – con ésta acabo- que un servidor, se propone hacer regresar inmediatamente al señor Martínez de la Patagonia para que atienda correcta y amablemente a todos los teleoperadores, llamen de donde llamen, por mucho que las empresas que les pagan no lo merezcan.

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