sábado, 10 de diciembre de 2011

MEA CULPA



Quisiera pedir disculpas a todos mis queridos reincidentes. Incluso quiero disculparme ante los que aún no lo son y a los que jamás lo serán. Porque un servidor es el responsable de esta grave crisis, y lo es porque ha vivido por encima de sus posibilidades, que, según parece, es éste y no otro el motivo de la grave crisis internacional y, por tanto, de los consiguientes recortes con los que nuestros abnegados gobernantes van a poner coto a tanto despiporre y a tanto cachondeo.


Un servidor, en vez de vivir debajo de un puente, como sin duda hubiese correspondido a su casta, tuvo la osadía de pedir una hipoteca y embarcarse en la adquisición de una vivienda.


Un servidor, en su atrevimiento, cambió su utilitario por un coche de cuatro puertas, desafiando así a los que en su abolengo sí llevaban implícito tal privilegio.


Un servidor, en vez de renunciar a sus vacaciones y seguir trabajando el mes de agosto y así fomentar el ahorro patrio, dilapidó parte de sus ahorros en un viaje al extranjero que no sólo desequilibró nuestra balanza de pagos en favor de bárbaros paganos, sino que, por añadidura, provocó la incomodidad de aquellos que, habiendo nacido en respetables cunas, a buen seguro se sintieron insultados al verse obligados a compartir avión y hotel con un triste asalariado. ¿Cómo pude ser tan osado y tan impertinente?


Un servidor, no contento con esto, cometió la temeridad de enviar a su prole a la universidad, beneficiándose así de los tributos que los señores tuvieron a bien poner a disposición de los que verdaderamente merecen instruirse con la élite. Quien les escribe, en su irresponsabilidad, cometió el crimen de crear en su descendencia la falsa esperanza de que les esperaba una vida llena de oportunidades en la que, con suerte, quizás un día podrían optar a un estatus que en justicia no le correspondía.


Un servidor, por si fuera poco todo lo anterior, abusó del sistema sanitario público y contribuyó a su colapso al caerse de su moto. Obligando así al Estado a malgastar dinero público en un ingreso hospitalario a todas luces innecesario y, sobre todo, inmerecido, dilapidando parte del erario en costosas pruebas que jamás debieron estar al alcance de la plebe. ¿Cómo puede subsistir una economía que practica una tomografía axial computerizada a un simple asalariado que tan sólo ha cotizado treinta míseros años a la seguridad social?


No sean demagogos y no echen balones fuera. No sean cínicos y no llamen dispendio a las inversiones que nos harán más competitivos. No es dispendio sino inversión el aeropuerto de Castellón, ni el de Ciudad Real, ni el de Lleida, ni las dietas de los senadores y los diputados, ni sus pensiones vitalicias, ni las líneas de AVE con dos pasajeros al día.


No me sean populistas y no manipulen las cifras empleándolas de forma partidista afirmando que con la diferencia de precio entre un billete en primera clase de un eurodiputado y uno en clase turista se pagarían veintitrés días de sueldo de un profesor, ni saquen de contexto los cuatrocientos mil euros que han costado los cuadros del Senado, ni se les ocurra preguntar por los millones de don Iñaki, ni por las subvenciones millonarias a la Casa de Alba, ni por los dividendos de los pobres banqueros …


No busquen más. El culpable de la crisis es un servidor. Y ya iba siendo hora de que pagase por ello. Realicen un ejercicio introspectivo y, si fuera el caso, sean valientes y entonen conmigo sus respectivos mea culpa. Verán lo bien que les sienta y lo liberados que se van a quedar. De la penitencia –no crean que se van a ir de rositas- hablaremos en la próxima ocasión.

martes, 16 de agosto de 2011

De cómo sobrevivir a un viaje a la India gastando mucho dinero.

Como de la lectura de este texto deducirán mis queridos reincidentes, existen otras maneras de sobrevivir a un viaje a la India. Incluso con poco dinero, pero esa versión requiere cierto entrenamiento, educar ciertos escrúpulos y, primordialmente, adaptarse a la forma de vida de los nativos, cosa para la que no todos estamos preparados, al menos en nuestro primer viaje a la India. La experiencia de viajar con un programa organizado, alojados en magníficos hoteles y siempre acompañado de guías locales, resulta sin duda alguna muchísimo más cómoda, pero sospecho que infinitamente menos auténtica, aunque no por ello poco atractiva.


Y es que uno, cuando escucha a tanta gente afirmar que su primer viaje a la India les cambió la vida –verá que son una legión, a poco que usted investigue sobre viajes a ese país- y abundando los que confiesan que desde que hicieran su primera visita quedaron cautivados de tal forma que no han podido dejar de repetir una y otra vez vacaciones a este maravilloso país asiático, consecuentemente cualquiera de nosotros colocará sus expectativas muy altas cuando se decida a viajar a ese destino, y, en tal escenario, esas expectativas no siempre acaban cumpliéndose al cien por cien.


Sirva esta nota, en primer lugar, como guía para los que, habiendo sido contagiados de la magia de la India por terceros a los que les ha encandilado el país, se planteen llevar a cabo el viaje y, en segundo lugar, para ahorrarme explicarles a mis cuatro o cinco queridos reincidentes mis batallitas por territorio hindú. Mencionarles que escribo estas líneas recién llegado a casa, sin más actividad en tierras patrias que una ducha y un anhelado –¡por fin!- café expreso decente, y siendo sufrida y resignada víctima del puñetero jet lag que pese a llevar despierto treinta y tantas horas, me impide conciliar el sueño, por lo que les ruego sean no ya tolerantes si no compasivos con la redacción, que a priori se me antoja va a ser torpe y enrevesada.


Cuando uno contrata un viaje a la India y comprueba cómo las opciones de trayectos contemplan unas escalas imposibles en cuanto a la máxima de que la distancia más corta entre dos puntos es siempre la línea recta, no le da importancia y se dice en su fuero interno que un viaje de tal magnitud bien vale un esfuerzo, consistente en un periplo intercontinental de casi treinta horas de viaje, con muchísimas horas muertas en varios aeropuertos, y acomete el primer episodio con optimismo y de forma positiva. Resiste uno incluso que tras veintitantas horas de trayecto, lo tengan de pie otra hora larga en el estacionamiento del aeropuerto y bajo a una sensación de calor asfixiante, esperando a que llegue el autobús que le ha de transportar al hotel, que lo vuelvan a tener otra hora más en la recepción de un –pedazo, eso sí- hotel esperando para el checking –tarea que debe resultar harto complicada, a tenor del número de personas que participaron en el acto- y que, tras instalarse en la habitación casi a las seis de la madrugada, le comuniquen que la jornada siguiente empezará a las nueve de la mañana y que consistirá en diversas visitas guiadas que duraran unas doce horas. El ánimo, que pocas horas atrás aún se hallaba intacto, empieza a resquebrajarse, pero uno se dice que si ese viaje le ha de cambiar la vida, quizás lo primero que cambie sea esta necesidad tan estúpida y tan poco productiva que desarrollamos la mayoría de los humanos y que consiste en dormir por la noche.


Como ha ocurrido en otros países en los que el turismo ha entrado en su realidad cotidiana y se ha convertido en una potente industria, progresivamente, pues parece ser que no era así hace años, muchos hindús han ido tomando la conciencia errónea de que todo el que viaja a su país es un millonario que reparte rupias a diestro y siniestro y, especialmente en los lugares turísticos, es asediado por un comando de vendedores políglotas perfectamente organizado que en todos los idiomas intentan colocarte una baratija por 30 euros. A poco interés que uno demuestre, ni que sea intentando regatear, el comando se multiplica y se convierte en batallón. Después de un regateo cuerpo a cuerpo, resulta que uno acaba comprando por dos euros, una pulserita Made in China” que jamás se le hubiese ocurrido comprar en un bazar chino de los de todo a un euro. Si se alejan de esos puntos a los que los turistas llegan en masa en autobuses blancos con la delatora inscripción de “Tourist” pintada en los cuatro costados de vehículo, quizás sí puedan comprar maravillas autóctonas a precios más que razonables, incluso interesantes, pero eso se lo tendrán que montar por su cuenta, pues a las agencias no les interesa que usted deje su dinero en cualquier sitio, cuando bien pueden hacerlo en aquellos lugares donde ellas reciben suculentas comisiones. Al hilo de esto, un servidor presenció la conversación entre un guía local y su agencia, donde éste reiteraba a su jefe que los clientes estaban cansados tras quince horas de tute y que no deseaban visitar la enésima tienda/taller de alfombras, respondiéndole la agencia que más le valía al guía seguir escrupulosa e inexcusablemente el plan programado de visitas a comercios si quería conservar su empleo.


Especialmente agotador resulta el tema de las propinas. Desde el primer día se machaca al viajero con el tema de que los sueldos son miserables y que los asalariados del mundo del turismo hindú sólo consiguen sobrevivir gracias a las propinas del viajero agradecido. Así es necesario propinar –verbo de acción que en la India se desarrolla soltando billetes a diestro y siniestro- a maleteros que literalmente te quitan de las manos las maletas donde sea que te encuentren, a camareros, a asistentes de pasillos de hotel y, especialmente, a unos individuos/as que aparecen de la nada en los lavabos cuando uno acaba de hacer pis y que te abren el grifo del lavabo, como diciéndote “después de hacer pis tienes que lavarte las manos precisamente en este grifo y eso cuesta veinte rupias”. Evidentemente veinte rupias no es ningún capital (33 céntimos de euro), pero imagínense la de visitas que forzosamente han de llevarse a cabo al toilette cuando uno camina durante todo el día, muchas veces a pleno sol, en un país donde el termómetro no baja de los treinta grados en esta época y el índice de humedad ronda siempre el 100 %. A esas visitas forzadas al excusado contribuyen –quien sabe si interesadamente- las guías de viajes, que insisten de forma cansina y machacona de la imperiosa necesidad de hidratarse constantemente. Quién sabe si los personajes que aparecen de la nada en los váteres son en realidad agentes camuflados de la Lonely Planet o de la Guía del Trotamundos. Resulta realmente cansino preveer la necesidad de llevar siempre billetes pequeños en la cartera por si les sobreviene un repentino apretón, cosa harto probable en la India. Será que uno es de talante desconfiado, pero no le seducía en absoluto la idea de soltarle un billete de mil rupias a un tío que ha aparecido de la nada y que desaparece de la misma forma para ir a buscar cambio. En tal caso, es decir cuando uno se da cuenta que ha de ir al baño sí o sí pero no dispone de billetes pequeños, se ve obligado a hacer un “simpa”, actividad que incluso puede servirles como experiencia. Puestos a hacerlo, mejor practicarlo en alguno de los lavabos de los restaurantes donde acuda a comer y donde usted, además, también deberá propinar al camarero que le traiga la cuenta. Un “simpa” en los lavabos de un restaurante no ocasiona un impacto en exceso negativo sobre la economía hindú, pues -perdonen la insistencia pero así es- deberá propinar al restaurante y que, en el caso de los camareros, la propina debe ser proporcional al importe de la cuenta y que, si quiere ser correcto y no desea descubrir cómo suena en hindú “cucaracha avara y roñica”, deberá soltar algunos cientos de rupias después de cada ágape.


Obviamente que fuera de los circuitos mangoneados por las agencias, la cuenta –y consecuentemente la propina- son infinitamente menores, con lo cual en esos lugares no se le debe quedar a uno la cara de primo que se le dibuja cuando ve que por un platito de arroz hervido –diarrea obliga- le piden a uno 300 rupias (impuestos no incluidos) en un garito cutre y desvencijado. Irremediablemente sí se le quedará cara de panoli cuando en el aeropuerto y ya de vuelta, charle con los auténticos viajeros –los de la mochila, el saco de dormir y las Chirucas- y le cuenten que en un entrañable pueblecito del sur enseñaron a una señora muy amable que regentaba un chiringuito de comidas a hacer una tortilla de patatas, y que, después de haberla cocinado con espectacular resultado, no les quería cobrar nada, alegando que ella también había obtenido provecho de la enseñanza, provecho que rentabilizaría cada vez que algún español apareciera por allí. Así, sí debe dar gusto dar una buena propina.


He de insistirles en la necesidad de huir de los comercios ubicados cerca de los monumentos principales, y, especialmente, de los que se hallan anexos a los escasos restaurantes de carretera con apariencia quasi-occidental ubicados en las grandes vías de comunicación (me niego a llamarlas autovías y muchísimo menos autopistas, pese al peaje). Allí le pueden pedir tranquilamente 400 euros –créanme, les prometo que es cierto- por una pulsera de presunta plata que aquí no costaría ni 50. Obviamente todo precio es negociable, pero resulta realmente fatigoso, pues tal y como les comentaba, cualquier atisbo de interés que perciban los pintorescos mercaderes, le supondrá tener que sortear una legión de vendedores que le perseguirán con plúmbea perseverancia hasta que se meta en el autocar o hasta que prescinda de su educación y se líe a gritar que lo dejen tranquilo de una puñetera vez, cosa que en absoluto les recomiendo, pues las voces alertarían a otros mercaderes que entenderían que usted les reclama para comprarles todo el chiringuito.


Si lo que mis queridos reincidentes esperaban de este texto era una aproximación a las sensaciones que el viajero experimenta en ese país, siento decepcionarles. La intensidad de olores, colores e imágenes impactantes (para bien y para mal) son tales, que un servidor se declara incapaz de hacerlo, ni siquiera por escrito. Consulten para tal fin a auténticos profesionales de los libros y artículos de viajes. Por no poder, no soy capaz siquiera de describirles lo que se siente cuando uno se da de boca con el Taj Mahal, lo que le recorre a uno por la piel cuando se encuentra en el Fuerte Amber, después de haber subido hasta allí a lomos de un elefante, o al apreciar la magnificencia del mausoleo de Akbar, una joya de arquitectura indo-islámica de inspiración mongola realmente espectacular y bellísimo, o la sensación de notar cómo monos salvajes comen pacíficamente de tu mano en el Monkey Temple, por poner sólo algunos ejemplos, y en tantos y tantos prodigios que pueden contemplarse y vivirse en la India, y que darían a este artículo una extensión aún más infumable que, en todo caso, y por mucho que un servidor supiese explicarles, jamás llegarían a hacerse una ligera idea de lo que uno percibe estando allí.


A modo de conclusión, me van a permitir mis queridos reincidentes que reproduzca aquí algunas frases que recuerdo de otros viajeros con los que coincidí y que quizás sí resuman de alguna manera qué puede encontrarse uno en la India.


- La India es como una montaña verde. De lejos es preciosa, sin peros, pero a medida que te vas acercando empiezas a ver todas las piedras. Frase con la que describía su viaje un viajero anónimo con el que compartí experiencias y pitillos en la sala de fumadores de un aeropuerto.


- Quizás la India sea una potencia emergente, pero les queda mucho, pero muchísimo trabajo por delante. Conclusión de Susana, trotamundos intercontinental e irredenta que formaba parte del grupo, al ver cómo miles de niños malviven en la calle –la palabra calle funciona en esta frase como eufemismo de miseria- en un país en el que la educación infantil ni siquiera es obligatoria.


- Pueden besarse si lo desean cuando entren dentro del Taj Mahal. Recuerden que es el monumento al amor por excelencia. Oración con la que Ishwar -nuestro magnífico guía hindú, orgulloso miembro de la segunda casta (Khatriya) y con un conocimiento increíble sobre arte hindú- daba inicio a la espectacular explicación previa a la visita de la quizás más bella de las Siete maravillas del mundo moderno*1.


- Necesito urgentísimamente diez rupias y un poco de papel higiénico. Frase que cualquier turista que se precie pronunciará en repetidas ocasiones durante su viaje a la India, a menos que se encuentre lejos de unos lavabos, en cuyo caso imagino que podrá obviar las diez rupias, y escribo imagino porque, gracias a Dios, un servidor no se ha visto en el brete de tener que hacer esas cosas detrás de un árbol o de una tapia y desconoce si allí también aparecen de la nada sujetos propinantes, cosa que no me extrañaría en absoluto.


Podría haberme extendido bastante más, con consejos sobradamente conocidos por todos ustedes, como que es importante no beber agua que no esté embotellada, ni consumir fruta ya pelada, ni helados, ni ensaladas susceptibles de no haber sido lavadas con agua mineral, ni ninguna bebida con cubitos, o que resulta útil llevar siempre encima loción antimosquitos y desinfectante para las manos que debe usarse con obsesiva frecuencia –las manos suelen ser una de las principal vías de captación de los gérmenes que producen (al ser trasladados hasta la boca, a través de nuestros propios cigarrillos, tenedores, alimentos que tocamos, etc.. ) la mayoría de infecciones gástricas tan frecuentes en cierto tipo de países- por lo que es muy recomendable y muy útil aprovisionarse además de un pequeño botiquín con antidiarreicos, antibióticos de amplio espectro, desinfectante para pequeñas heridas, etcétera, etcétera y etcétera.


Aunque si pese a mi ya confesa incapacidad para transmitirles mis emociones, me propusiese intentar resumirles en una frase las sensaciones de un servidor en este viaje, pese a los problemas gástricos, pese a las persecuciones de vendedores, pese a lo fatigoso de las propinas, pese a la agobiante humedad y el asfixiante calor, pese al insoportable y ensordecedor tráfico hindú que merecería artículo aparte, pese a las casi 60 horas de viaje entre la ida y la vuelta, pese a todo ello, lo resumiría con el renglón que concluye este texto, y ruego encarecidamente a mis queridos reincidentes que guarden esta oración como verdadera y definitiva síntesis de lo que ha significado para un servidor este viaje.


Sin duda alguna volveré a la India algún día. Volvería, mañana mismo, si fuese posible.



Nota: *1 Las nuevas siete maravillas del mundo fue un concurso internacional, realizado por una empresa privada de nombre New Open World Corporation, inspirado en la lista de las Siete maravillas del mundo antiguo. La iniciativa partió del cineasta suizo Bernard Weber, fundador de dicha empresa. Más información en http://es.wikipedia.org/wiki/Siete_maravillas_del_mundo_moderno

martes, 24 de mayo de 2011

Si yo fuera Presidente.


Aquéllos de mis queridos reincidentes que peinen canas -o aquéllos a los que la alopecia les haga incluso añorarlas- recordarán un programa de TVE en el que un tal García Tola recogía de los espectadores las medidas que éstos entendían que necesitaba el país. El programa se titulaba, se lo habrán ya figurado, Si yo fuera Presidente.


Escribo esta nota tras la jornada electoral del domingo 22 de Mayo, en el que los ciudadanos que no tienen su voto cautivo han castigado al partido del gobierno, y mientras en muchas plazas de este país, miles y miles de personas les dicen en toda la jeta a los políticos que los han decepcionado, que hay demasiado chorizo para tan poco pan y que no estaría de más que de una puñetera vez los gobernantes escuchasen más al pueblo.


Retomando el tema del resultado de estos comicios, a pocos números que haga uno, más que una victoria aplastante del PP ha sido una espectacular derrota del PSOE, pues el PP ha conseguido prácticamente el mismo número de votos que suele conseguir siempre -dicho sea de paso, pese a sus numerosos escándalos de corrupción, e incluso en aquellas circunscripciones en las que concurrían a las urnas con una legión de imputados- mientras que, según parece, muchos de los votos que otrora fueran propiedad del PSOE se han disgregado entre otras formaciones, votos en blanco, nulos o abstenciones. Algunas voces socialistas intentan justificar el fracaso como consecuencia lógica de la crisis. Otros, más valientes y más realistas, se ejercitan en la autocrítica y asumen que quizás la gestión con la que se ha tratado de mitigar los efectos de la crisis –impropia a todas luces de un partido de izquierdas- también habrán tenido algo –mucho, diría un servidor- que ver con la debacle electoral del PSOE.


Si García Tola siguiese en activo con su programa de antaño y hubiese plantado un micro frente a los morros de las personas anónimas que tras un megáfono soltaban sus ideas en las múltiples concentraciones del llamado 15-M o #spanish-revolution (pausa para respirar, inspiración y entonando un "quién tuviera 25 años menos") podría haber hecho llegar a la Moncloa el clamor popular con decenas de propuestas nacidas en la calle, muchas veces de boca de la que se ha venido en denominar “la generación más preparada” (y a este paso también pre parada, a tenor de lo que parece que les espera si esto no cambia) y que no son más que el sentir de los que pueden dar a este país el giro que necesita y que, en la humilde (y probablemente equivocada y quién sabe si en exceso idealista) opinión de quien les escribe, no debiera consistir exclusivamente en redundar en más austeridad recayendo nuevamente sobre las clases desfavorecidas, tal y como parecen pretenden los “mercados” (y lo entrecomillo porque no tengo muy claro ni qué, ni quiénes son) si no en un cambio de paradigma real en lo referente a la política y, por qué no, a sus políticos, así como las consecuentes medidas tendentes a recuperar la esencia de lo que muchos quisiésemos que fuese el lei motiv de la clase dirigente: la consecución de una sociedad más próspera y más justa. ¿Les suena cursi? A un servidor -y eso sí es una pena- le suena a utópico.


Lo que suena a cachondeo es que el presidente del FMI, ese que días atras presuntamente violó (o presuntamente no violó, como prefieran) a una empleada de un hotel en NY, exija austeridad a los gobiernos mientras se aloja en una suite en Manhattan cuyo precio por noche supera el salario mínimo interprofesional de muchísimos países e incluso la renta per cápita de unos cuantos. Dando ejemplo, vamos…


Suena a pitorreo que los señores eurodiputados vuelen en clase de “gente bien” en sus desplazamientos a Bruselas, cuando bien pudieran hacerlo en clase turista (no se van a herniar, que es un vuelo cortito, leñe) sabiendo –ya hay quien lo ha cuantificado- que con la diferencia del precio de un billete a otro se pagaría el sueldo de un maestro durante 23 días. Luego se recorta en educación, en vez de recortar en dietas.


Suena a despiporre total que muchos políticos reúnan varios cargos públicos con sus correspondientes sueldos, a los que se añaden los cargos y sueldos de sus respectivos partidos, más los que también perciban emolumentos por actividades privadas, cuya suma de todas esas cantidades harían sonrojar a todo aquél que tuviese un mínimo de decencia. Y que nadie se decida a exigir incompatibilidades a los políticos, cuando sí se les está exigiendo a funcionarios milipicoeuristas como los policías…


Suena a guasa que de una puñetera vez no se acometa una reforma de la ley electoral que impida que los imputados por delitos de corrupción sean premiados por sus respectivos partidos presentándolos a la reelección.


Da pena que un país que ha recortado derechos sociales y congelado las pensiones a sus jubilados se empecine en mantener reminiscencias de antiguas organizaciones territoriales como las diputaciones provinciales, cuando sus competencias bien pudieran ser asumidas por los ayuntamientos o por las propias comunidades autónomas. Por no hablar del número de coches oficiales, que en este país tiene coche oficial hasta el Tato.


Da asco que bancos a los que se ha socorrido con dinero público, pongan empleados de patitas en la calle mientras premian con bonus millonarios a sus ejecutivos. ¿No habíamos quedado que la inyección de capital era para facilitar créditos al sufrido contribuyente en apuros?


Da repelús la ascensión de partidos y candidatos que se declaran abiertamente xenófobos alegando lo carísimos que nos resultan ahora los inmigrantes, cuando infinitamente más caro nos sale el fraude fiscal y la evasión de capitales a paraísos fiscales, la economía sumergida y la corrupción. Pero claro, a ver con qué cara defiende alguno que yo me sé lo de apostar por la lucha contra la corrupción, cuando llevan a quién llevan en sus listas… Es más fácil echarle la culpa al moro, que fíjate la que nos liaron en el año 711.


En definitiva, que si un servidor fuese presidente -es un suponer, no se preocupen- visto el resultado de las elecciones tras haber seguido los dictados de los mercados, lo intentaría ahora siguiendo los del pueblo soberano, y probaría a ver qué tal funciona una política verdaderamente social, plantando cara a esos “mercados” y, especialmente, al despilfarro público y a la corrupción, legislando decididamente para evitar despropósitos como los que les enumeraba en los párrafos anteriores -y todos los que a mis queridos reincidentes se les ocurran, que a buen seguro serán muchos y más ejemplarizantes- Y que si finalmente los votos del pueblo soberano me mandasen a casa, fuese por hacer mi política, y no por llevar a cabo las políticas que mi adversario firmaría de mil amores.


viernes, 29 de abril de 2011

Yo le cuento el porqué, señor Mourinho.

Me van a permitir mis queridos reincidentes que, antes de las respuestas a Mr. Mou, me disculpe ante ustedes por el abandono de mi columna semanal, porque como algunos de ustedes ya saben, un servidor decidió hace meses abandonar el medio en el que publicaba habitualmente, reservando sus escritos exclusivamente para su blog, a la vez que sustituía la regularidad con la que este columnista les asediaba semanalmente, por la eventualidad de escritos esporádicos, y sólo en aquellos casos en que las tripas se lo pidieran. Y las tripas de quien les escribe ya llevan días dándole la tabarra con el tema que hoy les propongo.


Escribo este artículo de madrugada, poco después de la victoria del Barcelona en el Santiago Bernabeu, en el partido correspondiente a la ida de las semifinales de Champions League, y azorado por la esperpéntica rueda de prensa de Xosé Mourinho, en la que el luso ha invertido su tiempo en sugerir confabulaciones y conspiraciones en las que el mundo mundial y parte de la galaxia se conchaba para fastidiarlo – a él, que no al club que entrena- y en preguntarse una treintena larga de ocasiones por qué cada vez que uno de los equipos que ha entrenado le toca enfrentarse al Barça, acaba con algún jugador expulsado.


Lejos de cualquier ejercicio de autocrítica, Mou se ha dedicado a soltar afirmaciones tales como que Sergio Ramos ha sido amonestado injustamente (flipo en clores), que Pepe ha sido expulsado sin “hacer nada” (flipo en 3D) y que los títulos conquistados por el Barça en esta última década han sido conseguidos de forma vergonzosa, a la vez que instruye a los que, aún siendo catalanes seamos buena gente, sobre cómo nos hemos de sentir –y esto es avergonzados- por la forma en la que se ha producido esta victoria. Afirma que en ocasiones -que curiosamente coinciden cuando él no gana- le da asco vivir del fútbol – ¡Coño! pues vete a currar a un hipermercado de Andorra, le dan a uno ganas de contestarle- y que considera misión imposible pasar a la final de la Champions, porque incluso en el caso de que en el partido de vuelta el Madrid jugase bien y se pusiese por delante del Barça, el árbitro se encargaría de desactivarlo.


Del treinta y tantas veces reiterado “por qué” de Mou, habría otras tantas respuestas, de las que un servidor va a sugerirles sólo algunas.


Porque cuando el entrenador alecciona a los jugadores para que jueguen al límite del reglamento, se corre el peligro de que algún árbitro recurra a ese reglamento y lo utilice allí donde reza que la reiteración de faltas es motivo suficiente para amonestar a quien las comete.


Porque cuando se renuncia al balón y se recurre al fútbol especulativo obliga a los jugadores no a tener el balón, sino a intentar robarlo, y así se cometen muchas más faltas, susceptibles de ser sancionadas con amonestación.


Porque los jugadores capaces de darle una patada alevosa en la cabeza a un contrario tumbado en el suelo, no tienen el más mínimo inconveniente en patear espinillas y muslos a destajo sin más límite que el que le tolere el colegiado.


Porque cuando se arenga a los jugadores para que protesten en cada intervención del árbitro se incurre en el riesgo de que en una de ésas el colegiado, de nuevo reglamento en mano, amoneste al que protesta.


Porque cuando se calienta el ambiente y se eleva la tensión de un partido, jugadores de sangre caliente como Marcelo o Pinto, éstos a menudo pierden los papeles, y así el primero pisotea y a un contrario caído en el suelo y el segundo se enzarza en una reyerta barriobajera en el túnel de vestuarios. Curiosamente, pese a la conspiración judeo-galáctica, de esos dos lances sólo resultó amonestado, y con la roja, el azulgrana.


En definitiva, porque el juego sucio es lo que tiene…


Si un servidor fuese madridista estaría indignado. Y no con el árbitro precisamente.


Estaría indignado con los periodistas que le siguen el juego a Mou y que en vez de desenmascarar sus tretas y reprocharle sus planteamientos y sus errores, abundan en sus tesis conspirativas y manipulan fotos para dar crédito a los sollozos del luso.


Aquí les dejo una muestra, aparecida ayer en la edición digital de ese periódico que también, no hace mucho, utilizó el PhotoShop para borrar un futbolista, no fuera a ser que la realidad les fastidiase el titular. (Fuente Diario AS, versión digital, 27 de abril de 2011)




La foto de la izquierda es la que apareció en un primer momento y que fue sustituida poco después por la de la derecha, ya que la primera no casaba demasiado con el texto.


Estaría indignado con jugadores como Sergio Ramos –por citar uno de tantos- que, sabiendo que se encontraba a una sola tarjeta de la suspensión, se llevó infantilmente, con aún todo el partido por delante, una pelota con la mano –que, de nuevo curiosamente, y de nuevo pese a la conspiración interestelar, el árbitro tampoco amonestó- en una jugada en el centro del campo y sin ninguna transcendencia, y que, no contento con el regalo, abundó en el juego sucio con actitud marrullera y entradas del todo evitables.


Y, sobre todo, estaría indignado con Mourinho, por desperdiciar el talento de una plantilla magnífica – y carísima- jugando al todos atrás y patadón arriba, por salir a buscar el cero a cero en su propio estadio y, especialmente, por llevar por donde lleva a un club con una Historia y un palmarés envidiable y que otrora hiciera honor a la letra de su himno: Enemigo en la contienda, cuando pierde da la mano, sin envidias ni rencores, como bueno y fiel hermano.

martes, 4 de enero de 2011

La puñetera ley antitabaco.


Anda uno estos días, con la nueva ley antitabaco –o quizás debiera llamarse “ley antifumadores”- recordando viejos tiempos, cuando con quince o dieciséis años se tenía que ir a la montaña de detrás de casa a fumar. Antes, para que no lo pillara su padre y le soltara un bofetón que le hiciera tragarse el pitillo detrás del humo. Ahora, por imperativo legal.


Sepan mis queridos reincidentes que un servidor de ustedes es un exfumador reconvertido de nuevo en fumador y con verdaderas ansias de volver a ser exfumador, pero piensa que esta nueva ley -además de marcarnos a los fumadores con una estrella de David en la manga de la chaqueta- limita el derecho que debiera tener todo fumador de atiborrarse de humo hasta las trancas, derecho que debiera ser inalienable si en nuestras aspiraciones y exhalaciones nicotínicas no perjudicamos a nadie que no sea de nuestro bando.


Cada día un servidor, a media mañana, tenía hasta anteayer la costumbre de tomarse veinte minutitos de descanso en una cafetería justo al lado de su lugar de trabajo. En esos veinte minutillos, se tomaba un café, hojeaba la prensa y se fumaba un pitillo con tranquilidad, pues desde hace ya unos añitos le prohibieron fumar en su lugar de trabajo. Desde que entrara en vigor esta segunda y puñetera ley, para qué narices voy a ir a tomar un café si no puedo acompañarlo de ese placentero cigarrillo que ya tampoco, desde enero de 2006, puedo fumar en mi puesto de trabajo, aunque éste estuviese en el último despacho más alejado del mundo mundial y que sólo pisaba el que se equivocaba de pasillo. Porque más que un café, lo que le pide el cuerpo a quien les escribe es fumar un pitillo, que en el trabajo –insisto- tampoco puede fumar, ¡leñe! ¿Quién pierde? Además de un servidor, que sale a la calle diez minutos a fumar un pitillo a un grado bajo cero y vuelve disparado y muerto de frío a su mesa de trabajo, el propietario de la cafetería, que según me comenta algún colega no fumador que se ha pasado por allí a ver qué se cuenta, está más solo que la una y mata la mañana viendo culebrones venezolanos en una tele que antes de la entrada en vigor de esta ley nadie miraba salvo cuando jugaba el Barça. Aquella cafetería era un lugar habilitado para fumadores, y ningún no fumador era obligado a punta de pistola a entrar en el local. En la misma calle existen un par de lugares más donde podían, y pueden, asistir los no fumadores sin que los apestados, que diga los fumadores, les contagiemos nada.


Las incoherencias de esta ley, que prohíbe incluso fumar en algunos espacios abiertos, tienen, al menos, su lado positivo. Provoca situaciones divertidas. Acérquense a un hospital con un recinto amplio y comprobarán lo distraído que es ver cómo los pacientes en pijama acarrean el chisme ése donde les cuelgan el suero y sortean los taxis , las ambulancias y los baches hasta llegar a la calle a echar un pito, haciendo equilibrios con el brazo libre (el otro lo tienen claveteado con viales y agujas varias) aguantando esa especie de percha de la que pende la bolsa con el goteo, el mechero y el tabaco; por no hablar de lo beneficioso que resulta a las listas de espera de la sanidad pública que el personal sanitario que quiera echar un pitillo cuando le toque, invierta una minutada importante en salir hasta el quinto pino para calmar sus ansias nicotínicas y en desandar lo andado para reintegrarse a su lugar de trabajo, que en el caso de los sanitarios fumadores, y en virtud de la ley de Sir William Perry Murphy, se encuentra siempre en la última planta y en el lugar más alejado de la puerta.


Evidentemente el tabaco es malo, como lo es el grisú de las minas, y jamás ninguna ley ha prohibido a un minero bajar a la mina, por mucho que luego, al cabo de los años, el médico prohíba al minero jubilado (aquejado de la consecuente silicosis inherente a todo minero jubilado) que fume ni un solo pitillo. Manda Trillos, que diría un huevo.


La anterior ley nos concienció a todos que debemos respetar los espacios sin humo, que quien no quiera fumar tiene todo el derecho del mundo a que no contaminen su ambiente, pero, dicho esto, ¿por qué no nos permiten a los fumadores mayores de edad reunirnos en tabernas y tascas atiborradas de humo a aspirar todo el humo que nos dé la gana?


Los defensores de la ley afirman que el gasto sanitario que en el futuro ocasionaremos los fumadores, y que luego habrán de soportar todos los contribuyentes, bien justifica la medida. A quien esgrima tal argumento le respondería quien les escribe con otros dos.


1) Los fumadores contribuimos al sostenimiento del país de forma excepcional, que sólo hay que ver cuánto pagamos en concepto de impuestos por cada paquete de tabaco que adquirimos. Para que se hagan una idea, un paquete de tabaco en un “duty free” o en países con reglamentación tributaria especial como Andorra, cuesta prácticamente la mitad que en un estanco. A pocos números que hagan comprobarán que la cantidad ingresada en las arcas estatales a costa de los fumadores no es moco de pavo real, ni siquiera de pavo común.

2) Si damos por cierto el dato esgrimido hasta la saciedad por las autoridades sanitarias de que los fumadores, por término medio, vivimos diez años menos que los no fumadores (exceptuando, claro está, a los no fumadores a los que atropella un tren, o a los que les cae un tiesto en la cabeza cuando pasean tranquilamente por la calle, o los que fallecen víctimas de cualquier desafortunado accidente) eso significa que el Estado va a ahorrarse de pagarme diez años de la pensión que un servidor se ha currado desde hace tiempo, que no en vano lleva cotizando desde los 17 años. Esos diez años de ahorro, más lo que lleva ingresado al erario en impuestos especiales del tabaco, a buen seguro compensan los eventuales tratamientos que en su día le deban practicar a un servidor si no le cae antes una maceta en la calva o lo atropella un mercancías.


Por no alargarme más, sólo tocaré de soslayo la discriminación que sufrimos los fumadores respecto al resto de drogadictos. La Seguridad Social paga la parte que le corresponde de los medicamentos que ayudan a desintoxicar a los alcohólicos, o a los cocainómanos y heroinómanos -que ni siquiera han pagado impuestos cuando adquirían su droga- mientras que los tratamientos para los que pretenden dejar de fumar tienen unos precios que hacen intuir que las pastillitas de marras las diseña Louis Voitton, las envasa Prada y las vende el Santander Central Hispano, previa contratación de un crédito hipotecario.


Y puestos a ser puntillosos con la salud del prójimo, sugeriría a las autoridades que controlasen con rigor los vertidos y emisiones de algunas empresas, que se pusiesen las pilas de veras ante las iniciativas como el protocolo de Kyoto, que resuelvan el problema de los fosfoyesos y los cementerios nucleares, que den ejemplo y doten a los servicios públicos de vehículos eléctricos, que se rompan la crisma ideando sistemas que reduzcan la contaminación en las ciudades, o ¿acaso los excesos de emisiones CO2 no fastidia los pulmones de todos, de los que fuman y de los que no?



En definitiva, que sean imaginativos de una puñetera vez, que para eso se les elige y se les paga, y que no jueguen la baza fácil, la de prohibir sin más.