martes, 16 de agosto de 2011

De cómo sobrevivir a un viaje a la India gastando mucho dinero.

Como de la lectura de este texto deducirán mis queridos reincidentes, existen otras maneras de sobrevivir a un viaje a la India. Incluso con poco dinero, pero esa versión requiere cierto entrenamiento, educar ciertos escrúpulos y, primordialmente, adaptarse a la forma de vida de los nativos, cosa para la que no todos estamos preparados, al menos en nuestro primer viaje a la India. La experiencia de viajar con un programa organizado, alojados en magníficos hoteles y siempre acompañado de guías locales, resulta sin duda alguna muchísimo más cómoda, pero sospecho que infinitamente menos auténtica, aunque no por ello poco atractiva.


Y es que uno, cuando escucha a tanta gente afirmar que su primer viaje a la India les cambió la vida –verá que son una legión, a poco que usted investigue sobre viajes a ese país- y abundando los que confiesan que desde que hicieran su primera visita quedaron cautivados de tal forma que no han podido dejar de repetir una y otra vez vacaciones a este maravilloso país asiático, consecuentemente cualquiera de nosotros colocará sus expectativas muy altas cuando se decida a viajar a ese destino, y, en tal escenario, esas expectativas no siempre acaban cumpliéndose al cien por cien.


Sirva esta nota, en primer lugar, como guía para los que, habiendo sido contagiados de la magia de la India por terceros a los que les ha encandilado el país, se planteen llevar a cabo el viaje y, en segundo lugar, para ahorrarme explicarles a mis cuatro o cinco queridos reincidentes mis batallitas por territorio hindú. Mencionarles que escribo estas líneas recién llegado a casa, sin más actividad en tierras patrias que una ducha y un anhelado –¡por fin!- café expreso decente, y siendo sufrida y resignada víctima del puñetero jet lag que pese a llevar despierto treinta y tantas horas, me impide conciliar el sueño, por lo que les ruego sean no ya tolerantes si no compasivos con la redacción, que a priori se me antoja va a ser torpe y enrevesada.


Cuando uno contrata un viaje a la India y comprueba cómo las opciones de trayectos contemplan unas escalas imposibles en cuanto a la máxima de que la distancia más corta entre dos puntos es siempre la línea recta, no le da importancia y se dice en su fuero interno que un viaje de tal magnitud bien vale un esfuerzo, consistente en un periplo intercontinental de casi treinta horas de viaje, con muchísimas horas muertas en varios aeropuertos, y acomete el primer episodio con optimismo y de forma positiva. Resiste uno incluso que tras veintitantas horas de trayecto, lo tengan de pie otra hora larga en el estacionamiento del aeropuerto y bajo a una sensación de calor asfixiante, esperando a que llegue el autobús que le ha de transportar al hotel, que lo vuelvan a tener otra hora más en la recepción de un –pedazo, eso sí- hotel esperando para el checking –tarea que debe resultar harto complicada, a tenor del número de personas que participaron en el acto- y que, tras instalarse en la habitación casi a las seis de la madrugada, le comuniquen que la jornada siguiente empezará a las nueve de la mañana y que consistirá en diversas visitas guiadas que duraran unas doce horas. El ánimo, que pocas horas atrás aún se hallaba intacto, empieza a resquebrajarse, pero uno se dice que si ese viaje le ha de cambiar la vida, quizás lo primero que cambie sea esta necesidad tan estúpida y tan poco productiva que desarrollamos la mayoría de los humanos y que consiste en dormir por la noche.


Como ha ocurrido en otros países en los que el turismo ha entrado en su realidad cotidiana y se ha convertido en una potente industria, progresivamente, pues parece ser que no era así hace años, muchos hindús han ido tomando la conciencia errónea de que todo el que viaja a su país es un millonario que reparte rupias a diestro y siniestro y, especialmente en los lugares turísticos, es asediado por un comando de vendedores políglotas perfectamente organizado que en todos los idiomas intentan colocarte una baratija por 30 euros. A poco interés que uno demuestre, ni que sea intentando regatear, el comando se multiplica y se convierte en batallón. Después de un regateo cuerpo a cuerpo, resulta que uno acaba comprando por dos euros, una pulserita Made in China” que jamás se le hubiese ocurrido comprar en un bazar chino de los de todo a un euro. Si se alejan de esos puntos a los que los turistas llegan en masa en autobuses blancos con la delatora inscripción de “Tourist” pintada en los cuatro costados de vehículo, quizás sí puedan comprar maravillas autóctonas a precios más que razonables, incluso interesantes, pero eso se lo tendrán que montar por su cuenta, pues a las agencias no les interesa que usted deje su dinero en cualquier sitio, cuando bien pueden hacerlo en aquellos lugares donde ellas reciben suculentas comisiones. Al hilo de esto, un servidor presenció la conversación entre un guía local y su agencia, donde éste reiteraba a su jefe que los clientes estaban cansados tras quince horas de tute y que no deseaban visitar la enésima tienda/taller de alfombras, respondiéndole la agencia que más le valía al guía seguir escrupulosa e inexcusablemente el plan programado de visitas a comercios si quería conservar su empleo.


Especialmente agotador resulta el tema de las propinas. Desde el primer día se machaca al viajero con el tema de que los sueldos son miserables y que los asalariados del mundo del turismo hindú sólo consiguen sobrevivir gracias a las propinas del viajero agradecido. Así es necesario propinar –verbo de acción que en la India se desarrolla soltando billetes a diestro y siniestro- a maleteros que literalmente te quitan de las manos las maletas donde sea que te encuentren, a camareros, a asistentes de pasillos de hotel y, especialmente, a unos individuos/as que aparecen de la nada en los lavabos cuando uno acaba de hacer pis y que te abren el grifo del lavabo, como diciéndote “después de hacer pis tienes que lavarte las manos precisamente en este grifo y eso cuesta veinte rupias”. Evidentemente veinte rupias no es ningún capital (33 céntimos de euro), pero imagínense la de visitas que forzosamente han de llevarse a cabo al toilette cuando uno camina durante todo el día, muchas veces a pleno sol, en un país donde el termómetro no baja de los treinta grados en esta época y el índice de humedad ronda siempre el 100 %. A esas visitas forzadas al excusado contribuyen –quien sabe si interesadamente- las guías de viajes, que insisten de forma cansina y machacona de la imperiosa necesidad de hidratarse constantemente. Quién sabe si los personajes que aparecen de la nada en los váteres son en realidad agentes camuflados de la Lonely Planet o de la Guía del Trotamundos. Resulta realmente cansino preveer la necesidad de llevar siempre billetes pequeños en la cartera por si les sobreviene un repentino apretón, cosa harto probable en la India. Será que uno es de talante desconfiado, pero no le seducía en absoluto la idea de soltarle un billete de mil rupias a un tío que ha aparecido de la nada y que desaparece de la misma forma para ir a buscar cambio. En tal caso, es decir cuando uno se da cuenta que ha de ir al baño sí o sí pero no dispone de billetes pequeños, se ve obligado a hacer un “simpa”, actividad que incluso puede servirles como experiencia. Puestos a hacerlo, mejor practicarlo en alguno de los lavabos de los restaurantes donde acuda a comer y donde usted, además, también deberá propinar al camarero que le traiga la cuenta. Un “simpa” en los lavabos de un restaurante no ocasiona un impacto en exceso negativo sobre la economía hindú, pues -perdonen la insistencia pero así es- deberá propinar al restaurante y que, en el caso de los camareros, la propina debe ser proporcional al importe de la cuenta y que, si quiere ser correcto y no desea descubrir cómo suena en hindú “cucaracha avara y roñica”, deberá soltar algunos cientos de rupias después de cada ágape.


Obviamente que fuera de los circuitos mangoneados por las agencias, la cuenta –y consecuentemente la propina- son infinitamente menores, con lo cual en esos lugares no se le debe quedar a uno la cara de primo que se le dibuja cuando ve que por un platito de arroz hervido –diarrea obliga- le piden a uno 300 rupias (impuestos no incluidos) en un garito cutre y desvencijado. Irremediablemente sí se le quedará cara de panoli cuando en el aeropuerto y ya de vuelta, charle con los auténticos viajeros –los de la mochila, el saco de dormir y las Chirucas- y le cuenten que en un entrañable pueblecito del sur enseñaron a una señora muy amable que regentaba un chiringuito de comidas a hacer una tortilla de patatas, y que, después de haberla cocinado con espectacular resultado, no les quería cobrar nada, alegando que ella también había obtenido provecho de la enseñanza, provecho que rentabilizaría cada vez que algún español apareciera por allí. Así, sí debe dar gusto dar una buena propina.


He de insistirles en la necesidad de huir de los comercios ubicados cerca de los monumentos principales, y, especialmente, de los que se hallan anexos a los escasos restaurantes de carretera con apariencia quasi-occidental ubicados en las grandes vías de comunicación (me niego a llamarlas autovías y muchísimo menos autopistas, pese al peaje). Allí le pueden pedir tranquilamente 400 euros –créanme, les prometo que es cierto- por una pulsera de presunta plata que aquí no costaría ni 50. Obviamente todo precio es negociable, pero resulta realmente fatigoso, pues tal y como les comentaba, cualquier atisbo de interés que perciban los pintorescos mercaderes, le supondrá tener que sortear una legión de vendedores que le perseguirán con plúmbea perseverancia hasta que se meta en el autocar o hasta que prescinda de su educación y se líe a gritar que lo dejen tranquilo de una puñetera vez, cosa que en absoluto les recomiendo, pues las voces alertarían a otros mercaderes que entenderían que usted les reclama para comprarles todo el chiringuito.


Si lo que mis queridos reincidentes esperaban de este texto era una aproximación a las sensaciones que el viajero experimenta en ese país, siento decepcionarles. La intensidad de olores, colores e imágenes impactantes (para bien y para mal) son tales, que un servidor se declara incapaz de hacerlo, ni siquiera por escrito. Consulten para tal fin a auténticos profesionales de los libros y artículos de viajes. Por no poder, no soy capaz siquiera de describirles lo que se siente cuando uno se da de boca con el Taj Mahal, lo que le recorre a uno por la piel cuando se encuentra en el Fuerte Amber, después de haber subido hasta allí a lomos de un elefante, o al apreciar la magnificencia del mausoleo de Akbar, una joya de arquitectura indo-islámica de inspiración mongola realmente espectacular y bellísimo, o la sensación de notar cómo monos salvajes comen pacíficamente de tu mano en el Monkey Temple, por poner sólo algunos ejemplos, y en tantos y tantos prodigios que pueden contemplarse y vivirse en la India, y que darían a este artículo una extensión aún más infumable que, en todo caso, y por mucho que un servidor supiese explicarles, jamás llegarían a hacerse una ligera idea de lo que uno percibe estando allí.


A modo de conclusión, me van a permitir mis queridos reincidentes que reproduzca aquí algunas frases que recuerdo de otros viajeros con los que coincidí y que quizás sí resuman de alguna manera qué puede encontrarse uno en la India.


- La India es como una montaña verde. De lejos es preciosa, sin peros, pero a medida que te vas acercando empiezas a ver todas las piedras. Frase con la que describía su viaje un viajero anónimo con el que compartí experiencias y pitillos en la sala de fumadores de un aeropuerto.


- Quizás la India sea una potencia emergente, pero les queda mucho, pero muchísimo trabajo por delante. Conclusión de Susana, trotamundos intercontinental e irredenta que formaba parte del grupo, al ver cómo miles de niños malviven en la calle –la palabra calle funciona en esta frase como eufemismo de miseria- en un país en el que la educación infantil ni siquiera es obligatoria.


- Pueden besarse si lo desean cuando entren dentro del Taj Mahal. Recuerden que es el monumento al amor por excelencia. Oración con la que Ishwar -nuestro magnífico guía hindú, orgulloso miembro de la segunda casta (Khatriya) y con un conocimiento increíble sobre arte hindú- daba inicio a la espectacular explicación previa a la visita de la quizás más bella de las Siete maravillas del mundo moderno*1.


- Necesito urgentísimamente diez rupias y un poco de papel higiénico. Frase que cualquier turista que se precie pronunciará en repetidas ocasiones durante su viaje a la India, a menos que se encuentre lejos de unos lavabos, en cuyo caso imagino que podrá obviar las diez rupias, y escribo imagino porque, gracias a Dios, un servidor no se ha visto en el brete de tener que hacer esas cosas detrás de un árbol o de una tapia y desconoce si allí también aparecen de la nada sujetos propinantes, cosa que no me extrañaría en absoluto.


Podría haberme extendido bastante más, con consejos sobradamente conocidos por todos ustedes, como que es importante no beber agua que no esté embotellada, ni consumir fruta ya pelada, ni helados, ni ensaladas susceptibles de no haber sido lavadas con agua mineral, ni ninguna bebida con cubitos, o que resulta útil llevar siempre encima loción antimosquitos y desinfectante para las manos que debe usarse con obsesiva frecuencia –las manos suelen ser una de las principal vías de captación de los gérmenes que producen (al ser trasladados hasta la boca, a través de nuestros propios cigarrillos, tenedores, alimentos que tocamos, etc.. ) la mayoría de infecciones gástricas tan frecuentes en cierto tipo de países- por lo que es muy recomendable y muy útil aprovisionarse además de un pequeño botiquín con antidiarreicos, antibióticos de amplio espectro, desinfectante para pequeñas heridas, etcétera, etcétera y etcétera.


Aunque si pese a mi ya confesa incapacidad para transmitirles mis emociones, me propusiese intentar resumirles en una frase las sensaciones de un servidor en este viaje, pese a los problemas gástricos, pese a las persecuciones de vendedores, pese a lo fatigoso de las propinas, pese a la agobiante humedad y el asfixiante calor, pese al insoportable y ensordecedor tráfico hindú que merecería artículo aparte, pese a las casi 60 horas de viaje entre la ida y la vuelta, pese a todo ello, lo resumiría con el renglón que concluye este texto, y ruego encarecidamente a mis queridos reincidentes que guarden esta oración como verdadera y definitiva síntesis de lo que ha significado para un servidor este viaje.


Sin duda alguna volveré a la India algún día. Volvería, mañana mismo, si fuese posible.



Nota: *1 Las nuevas siete maravillas del mundo fue un concurso internacional, realizado por una empresa privada de nombre New Open World Corporation, inspirado en la lista de las Siete maravillas del mundo antiguo. La iniciativa partió del cineasta suizo Bernard Weber, fundador de dicha empresa. Más información en http://es.wikipedia.org/wiki/Siete_maravillas_del_mundo_moderno