miércoles, 26 de marzo de 2008

Inconvenientes de la Semana Santa laica II

Artículo publicado en Vistazo a la Prensa en marzo de 2008


No les descubro nada a mis queridos reincidentes si les digo que el ser humano es el único que tropieza dos veces –e incluso más- en la misma piedra. Así, aquellos de mis queridos lectores con al menos un año de antigüedad en estas páginas habrán llegado a la conclusión, al ver el título de esta columna, de que un servidor ha sido -a su vez- reincidente en la concurrida afición que tenemos los mortales de despilfarrar unos días, que bien pudieran servir de descanso aprovechando lo confortables que resultan las ciudades en épocas vacacionales, sometiéndonos a estreses, timos, caravanas y otro tipo de inconvenientes, siempre vinculados al período vacacional de Pascua.

Para los que no leyeran el artículo del año anterior por estas fechas, voy a resumirles, grosso modo, que quien les escribe decidió entonces, a última hora, una excursioncita en moto de un par de días a Carcassonne y que, haciendo caso a un carcasonés –o como sea que se llamen los nacidos allí-, no reservó hotel, lo que supuso tener que pegarse más de 800 kilómetros del tirón –ida y vuelta- con el aliciente añadido de tener a la parienta -durante varios días- haciendo leña del árbol caído, repitiéndole lo de “te lo dije… mira que salir sin reserva…”, amén de otros cuantos inconvenientes y despropósitos que acontecieron a este columnista y que pueden consultar tecleando el nombre de este artículo –sin el II- en Google, o bien –mucho más fácil- seguir leyendo los títulos de los artículos que aparecen al final de esta misma página y buscar el correspondiente a la edición 267.

Si se han tomado la molestia de leer –o releer, en el caso de reincidentes irredentos- aquel artículo, comprenderán que un servidor se dijera entonces que se habían acabado las salidas pascuales para los restos, y que, en lo sucesivo, la Semana Santa se convertiría en época de relax en la que aprovechar para levantarse a las tantas, sacar a pasear al perro sin mirar el reloj, leer mucho, darse el lujazo de ir en coche al centro y aparcar sin dificultades en las proximidades de cualquier restaurante, y todo ese tipo de actividades que uno no hace –porque no puede- habitualmente durante el resto del año. Pero la desdicha y el dislate se disipan con el paso del tiempo, y la memoria se encarga de ocultar en lo más recóndito de nuestras meninges los malos tragos, de manera que, al cabo de un año, uno se dice que no siempre va a resultar la cosa mal y que, enmendando errores pasados, bien se puede salir de Semana Santa como todo el mundo, sin más sinsabores que los habituales y generalmente aceptados. Craso error.

Y es que ya debiera mosquearle a uno –cuando no directamente rebelarle- el hecho de que un hotel triplique su precio en esos días. Se mire como se mire, es un chantaje al que nos dejamos someter todos los que sucumbimos a los caprichos de hoteleros, operadores y demás profesionales del sector. La premisa es fácil. ¿Quieres salir de vacaciones de Semana Santa? Pues pagas lo que yo te pida y, si no, te quedas en casita tan ricamente. No sé qué opinarán ustedes, pero yo entiendo que no es de recibo que una misma habitación triplique su precio con relación a lo que se pagaría por ella la semana antes, o la de después, en aras a las leyes de la oferta y la demanda. Eso sería como si en la panadería cobraran un sobreprecio por comprar la baguette a una hora determinada, pongamos por caso, al salir del trabajo, porque es cuando más gente compra el pan. En cualquier caso, uno perece a la fiebre consumista pascual y, tras pagar el gusto y las ganas -que son carísimas –, reserva una habitación de hotel en el paradisíaco entorno de Millau, en la región del Midi Pyrenees francés, donde podrá disfrutar de las espectaculares vistas del Parque Natural de les Grands Causses, visitar el vecino pueblo de Roquefort donde comprar algún queso –para la familia, que un servidor se lleva a matar con el queso- y contemplar el puente más largo del mundo, el viaducto de Millau, una de las más espectaculares y sobresalientes obras de la ingeniería contemporánea. Como ya sabrán mis queridos reincidentes un servidor es un motero irredento, no obstante lo cual las previsiones meteorológicas desaconsejaban el viaje en moto, a causa de la previsión de lluvias por un tubo y de nieve en cotas bajas -se supone que aún más en cotas altas, como lo son las del Pirineo-.

Amanece un día estupendo. Sol a rabiar y ni una sola nube que fastidie ese tapiz celeste que tanto nos gusta a los que no dependemos de la lluvia, como les pasa a los campesinos, para ganarnos el sustento. Maletas al coche y rumbo a la autopista. A pocos kilómetros de la frontera de La Juquera, el tráfico parado. La gente se sale de los coches para ver el motivo de la retención. Algunos privilegiados que viajan en monovolumen –no se les ocurra llamarlas furgonetas porque sus propietarios se cabrean- se suben incluso al techo para otear el horizonte, aunque bajan con cara de haber averiguado poco: “pues no se ve ningún accidente, esto va a ser retención pura y dura”, nos instruyen a los que viajamos en vulgar turismo y no disponemos de atalaya desde la que ejercer de vigía. Así, intercalando la primera y la segunda velocidad en el cambio de marchas del vehículo, llegamos a la estación de servicio de La Junquera donde todos, sin excepción, paramos a rellenar de combustible nuestros depósitos, que no en vano el gasoil cuesta en España 10 céntimos menos. Nueva cola en el surtidor durante la cual uno -por entretenerse- calcula que con el combustible que lleva en el depósito, con suerte quizás se ahorre dos o tres euros en la maniobra. Por pura higiene mental, me niego a calcular cuánto gasoil habré consumido en la concurrida cola de la gasolinera.

Después de tanta retención se nos trastocan los planes y, muertos de hambre, decidimos quedarnos a comer en el restaurante de la autopista donde pagamos 30 euros por dos platos de paella horrible –si pasan por allí mejor se piden un bocata de tortilla, que, aunque sigue siendo caro, está rico al menos- dos cocacolas y dos cafés. Seguimos con el ánimo intacto, pues, si bien algunas nubes salpican el cielo, el sol luce con ganas y la temperatura es agradable. Por suerte, uno que es previsor, lleva, además del anorak, una cazadorita de entretiempo en el maletero del coche. Además, reanudado el camino, y dentro ya de Francia, el tráfico se torna fluido y se circula de maravilla aunque con leves accesos de sana envidia que siente quien les escribe al ser adelantado por cuadrillas de moteros.

Girando hacia el oeste en dirección a Millau, de golpe, empieza a caer un aguacero de órdago. Apenas se ve la carretera y uno se felicita por no haber venido en moto. Se suceden los kilómetros y el aguacero no cesa. Millau a 20 kilómetros. Millau a 10. Mirador del Viaducto de Millau y, sorpresa, desde el mirador del viaducto no es que no se vea el viaducto -que no se ve- es que no se ve ni el pueblo. Eso sí... agua se ve para hacer siete trasvases, por arriba, por abajo, a diestra y a siniestra.

Ya en el hotel. El parking, por el que cobran 10 euros diarios, es un cercado sin techo. Se impone la técnica ataráxica consistente en buscar la parte positiva: lo limpito que va a quedar el coche con la que está cayendo.

Paseíto para ver el pueblo pese a caer agua a cántaros. Se sorprende uno al ver -desde la ventana de la habitación del hotel- que casi nadie lleva paraguas y que todo el mundo se protege del agua con anoraks de capucha. “¡Qué poco preparados para la lluvia están esta gente, con lo que tiene que llover aquí…!”. Cuando salimos a la calle nos damos cuenta de que el viento huracanado hace prácticamente imposible pasear con paraguas, pues éste, caprichoso, se empeña en voltearse y en arrastrar a su portador contra farolas, buzones, papeleras y demás bienes de titularidad pública. Así no hay quien pasee. Vuelta al hotel a por el coche y a tomar dirección al viaducto, que, desde el pueblo, con la tromba de agua no se ve.

Al ir al estacionamiento por el coche comprueba uno con alborozo que otro conductor ha tenido el detalle de dejar parte de su pintura –intercambiándola con la de mi coche- en el angular delantero de mi otrora flamante vehículo, y que esa forma de llover a cántaros dificulta las pesquisas de buscar entre la cincuentena de vehículos del estacionamiento al responsable del intercambio de pinturas merced a un delator rascón. La señorita de recepción, que pese a ser francesa es amable, no sabe/no contesta. Pelillos a la mar, pensamiento ataráxico: “menos mal que no hemos venido en moto”. A ver el viaducto y a transitar por él.

Segundo inconveniente. Resulta que el viaducto de Millau no está en Millau como cabría suponer, sino en Aveyron, un pueblo cercano. Precisamente fue construido para evitar que todo el tráfico proveniente de París en dirección a la costa mediterránea pudiese salvar el valle donde se halla Millau y, además, tener que atravesar las angostas calles del pueblo. De manera que, para atravesar el puente, toca desplazarse y subir una carretera llena de curvas y desniveles a bastantes kilómetros de Millau, cosa poco apetecible cuando cae tamaña tormenta. Siguiendo las indicaciones de “Viaduct”, las cuales llevan añadido el icono con la “I” de “Información”, llegamos a un recinto –con el cartelito de cerrado- donde parece ser que proporcionan, cuando está abierto, información sobre el viaducto. En honor a la verdad, hay que reconocer que, a unos 20 ó 30 metros de los pilares del puente, en su base, los pilares sí se veían. Otra cosa era mirar hacia arriba, a unos 300 metros, donde parece ser que andaba el puente. A saber… lo mismo es otra trola -como la tumba de Harry Potter en Israel- para atraer turistas y las fotos del puente que todos hemos visto en Internet no son más que infografías.

Otro intento ataráxico: ya que no se ve el puente, vamos y nos acercamos a Roquefort, a poco más de 20 kilómetros, a comprar algún queso. Aviso a navegantes: en Roquefort cierran a las siete de la tarde hasta los bares. Ni Dios en la calle, nadie por ningún lado. Todo cerrado. Eso sí, aunque luchando con el viento, con el frío y a precio de quedar calado hasta los huesos, pude sacarle una foto al cartelito que reza “Roquefort”, a la entrada del pueblo. Pensamiento ataráxico: ya tenemos dos fotos estupendas: una de uno de los pilares de lo que parece ser el Viaducto de Millau y otra del cartelito que indica al viajero que a partir de ese punto se encuentra uno en la legendaria villa de Roquefort. Quien no se conforma es porque no quiere.

Total, a las nueve de la noche en el hotel, empapados hasta la médula, muertos de frío y con dos fotos –cualquiera se bajaba del coche para hacer más- en nuestro intrépido haber de trotamundos redomados. Pensamientos ataráxicos varios: 1) En el hotel se está calentito. 2) La habitación no tiene goteras. 3) En la tele se puede ver TVE. 4) El coche va a quedar limpísimo de la muerte. 5) Menos mal que no hemos venido en moto.

Amanece el siguiente día con algo más de claridad. ¡Se ve el puente desde el mirador! Una foto, otra foto y, antes de la tercera, el cielo se oscurece de repente. Nuevo aguacero –o quizás fuese el mismo del día anterior que sólo había parado un momentillo para hidratarse- y el viento hace imposible pasear sin quedar hecho una sopa. Coche y para casa. Agua como la de Frank Sinatra cuando lo de I’m singing in the rain, pero sólo hasta llegar a la frontera. Es pasarla y ni una gota. En la radio, y suena a cachondeo, afirman que se dictarán nuevas medidas contra la sequía.

Y termino mi artículo casi como lo hiciera el año pasado. En ningún sitio como en casa. Hogar, dulce hogar. A ver si para el año que viene lo tengo en cuenta, y no vuelvo a tropezar –nuevamente- con la misma puñetera piedra.

miércoles, 19 de marzo de 2008

El Timbaler del Bruc

Artículo publicado en vistazoalaprensa.com en marzo de 2008


Recordarán aquéllos de mis queridos reincidentes que hayan leído la edición número 306 de Vistazoalaprensa que quien les escribe andaba entonces enredado en temas históricos, rebuscando, entre libros viejos, sobre antiguas historias épicas de nuestra Guerra de Independencia, y en partidas de nacimiento y de defunción con más de doscientos años de antigüedad. Concluidos mis embrollos con archivos, librerías y bibliotecas hará cosa de un mes, me van a permitir que comparta hoy con ustedes una bonita historia, no exenta de ciertas dosis de leyenda. La mayoría de los que vivimos al norte del Ebro conocemos bien la historia de El Timbaler del Bruc y, a partir de hoy, también la conocerán todos aquellos que se armen de la paciencia necesaria para leer este largo artículo hasta el final.

Corría el año 1808 y al Sarkozy de entonces –un tal Napoleón cuentan que se llamaba, igual de pequeñajo pero con más mala leche aún- se le puso en la mollera invadirnos. Los de esta parte de la península siempre hemos llevado mal eso de que nos invadan los franceses, que, entre otras atrocidades, nos obligaban a desayunar cruasanes con “café au lait” en vez de nuestra saludable butifarra con pa amb tomàquet, razón por la que, andando mis paisanos de entonces algo rebotados con los gabachos, organizaron los manresanos una hoguera con el papel sellado francés que, desde Barcelona, habían enviado al Ayuntamiento de Manresa para afianzar administrativamente su invasión.

Se podrán imaginar mis queridos reincidentes la que se montó en la Plaza Mayor de Manresa. Al grito de “bote, bote, bote, gabacho el que no bote”, le pegaron fuego a todo el papel sellado francés y corrieron a garrotazos por toda la plaza al chaval de la carreta de SEUR que había aceptado el encargo del invasor de traer dos cargas del papel de marras. Y, ya puestos a montarla a lo grande, emitieron un bando presumiendo de la hazaña –prohibiendo de paso el consumo de tortilla francesa, según algunos textos apócrifos- y organizaron un acto público consistente en sacarle la lengua y mostrarles, brazo en alto, el dedo corazón a los franceses. Era el 2 de junio de 1808.

Desde la entrada en vigor del decreto de Nueva Planta de Felipe V, Manresa fue Capital de Corregimiento, superando en aquellos entonces, en importancia y en habitantes, a otras ciudades como Lérida, Gerona o Tarragona. Así, la repercusión de la hazaña pirómana manresana tuvo su importancia. Tal desmán no podía ser pasado por alto por los franceses, que acuñaron la famosa frase, que aún perdura en nuestros días, “estos catalanes…”, y decidieron darnos un escarmiento mediante el envío, desde Barcelona, del General Schwartz, al mando de 3.800 soldados, muchos de ellos mercenarios italianos y suizos. Acompañaban la expedición dos pedazos de cañones del quince y muy malas intenciones para con los manresanos.

Dos días duraron los preparativos y así el 4 de junio la columna francesa avanzaba, con saña y tesón, por el camino de Barcelona a Madrid en pos de la venganza y la humillación de la que los manresanos se habían hecho -a sus ojos, no a los nuestros- merecedores. Los hombres del tiempo pronosticaban para aquellos días un sol de justicia por lo que, consecuentemente, cayó un tormentazo de mil pares de narices sobre el centro de Cataluña. El chaparrón, complicado con las obras del AVE -que recién adjudicadas empezaban a ejecutarse- propició que se formara un barrizal de tales dimensiones que no hubo forma humana de avanzar, decidiendo el General Schwartz buscar un hotelito en Martorell donde pasar la noche con sus 3.800 soldados y sus dos cañones, y, de paso, hacer tiempo para ver si el temporal amainaba.

Tal parón permitió que desde Martorell se pudieran enviar mensajeros a Igualada, Esparraguera y Manresa -en esa zona la cobertura de Movistar siempre ha sido una birria- para alertar del avance de Schwartz. Para desgracia gabacha, el 4 de junio era sábado y, por tanto, el 5 fue domingo. Cuentan los cronistas que no salieron de Martorell hasta el lunes día 6 y, aunque no lo digan los historiadores, a buen seguro que este retraso se debió a las caravanas que, domingo tras domingo, se organizan en el peaje de Martorell, lo que propició que los manresanos tuviesen dos días más para organizar la defensa.

Mientras los franceses se embarrancaban en la confusión de las obras del AVE y hacían cola en el peaje, los somatenes de las ciudades próximas empezaron a movilizarse y decidieron dirigirse y emboscarse en el paraje de El Bruc, en la encrucijada de los antiguos caminos –hoy carreteras, y, dicho sea de paso, con las mismas curvas que entonces- que comunicaban Barcelona con Madrid y Manresa con Igualada.

En todas las leyendas –e incluso en la Historia- aparece siempre algún despistado que a punto está de fastidiar los finales felices. En este caso fue el mozo que enviaron desde Manresa a Santpedor –un pueblo a cinco kilómetros de Manresa- a avisar al somaten local. El chaval se pasó a ver a unos amiguetes en una tasca de la zona y, lo que suele ocurrir en estas situaciones, que si tómate otra copa, que si ésta la pago yo, que si mira que te enseño las herraduras de importación que le he puesto a mi mulo, total, que cuando el mensajero llegó a Santpedor, los manresanos –que tienen muy mal esperar- ya hacía un buen rato que habían salido rumbo al Bruc.

Deprisa y corriendo se empezaron a llamar los unos a los otros y, cumpliéndose las leyes de Murphy –entonces llamadas leyes de Godoy-, se dieron cuenta de que no disponían en los arsenales de munición para sus armas de fuego, por lo que fueron a buscar a un herrero que les proporcionara los proyectiles, encontrándose con que el pobre no tenía más que las puntas cónicas con las que adornar los extremos de las cortinas. Aunque las balas de entonces eran esféricas alguien dijo “algo es algo”, y arrearon con los adornos de las cortinas, saliendo disparados rumbo al Bruc.

En aquel grupo de Santpedor iba un chaval, llamado Isidre Llussá Casanovas, nuestro protagonista, conocido en el pueblo como “lo bufó” –el guapo, en catalán- imagino que porque sería bien parecido –aunque tampoco hay que descartar la posibilidad de que el pobre fuese más feo que Picio y que, para cachondearse, le asignaran tal mote- al que le gustaba tocar el tambor. Como por aquellos entonces no se llevaba ni el reggaetón, ni el chiki chiki, el chaval aprendió a tocar los redobles militares que le enseñó un abuelete, vecino suyo, que había sido militar. Y allá que iban unos cuantos colegas, alrededor de un centenar según los historiadores, apresurados y mascullando heroicas voces de batalla: “jo… ya vamos tarde..., si es que siempre nos pasa igual..., así tenemos la fama que tenemos…, ¡niño, deja ya de dar la lata con el tambor, que me tienes la cabeza a punto de reventar!”.

Cambio de plano. Los franceses circulan a trancas y barrancas por el camino de montaña que pasa junto al macizo de Montserrat. Por aquellos años no se habían puesto de moda las urbanizaciones y el camino se hallaba aún rodeado de un frondoso bosque donde los somatenes de Manresa, Igualada, y pueblos aledaños los esperaban, ocultos tras la vegetación. Los de Santpedor seguían de camino:

- Qué? ¿Falta mucho?

- No, detrás de aquella curva.

- Llevas diciendo eso dos horas. ¿Puedo tocar ya el tambor?

- ¡Ni se te ocurra!

Me van a permitir que, para el pasaje que a continuación les quiero narrar, y dada la importancia del mismo dentro de esta historia, haga como Ana Rosa Quintana y les copie literalmente unos párrafos. Éstos corresponden a la primera noticia escrita sobre la Batalla del Bruc, aparecida en la Gaceta Militar y Política de Cataluña el 2 de septiembre de 1808:

“El General Schwartz llegó al Bruc, atravesó el camino real dirigiéndose a Can Masana. Antes de llegar a dicha casa, algunos somatenes que con unos pocos soldados se habían emboscado, les hicieron un fuego vivísimo, tanto más acertados cuando se les disparaba desde unos matorrales casi a bocajarro, lo que sorprendió mucho a los enemigos que no veían quién les disparaba. Acabadas ya las municiones, se retiraban dichos somatenes y soldados…”.

Los somatenes de Manresa –como bien narraba el compañero de la Gaceta- ya sin municiones, se batían en retirada, corriendo que se las pelaban camino de Manresa, y los franceses detrás de ellos soltándoles cañonazos. Y aquí es cuando aparecen los de Santpedor. El tal Isidre, que llevaba todo el camino sin que lo dejaran tocar, agarró el timbal con tantas ganas que casi lo hizo polvo. La especial orografía de Montserrat propicia que en aquella zona exista un eco tal que, cuando uno lanza un grito, se pase un buen rato escuchándolo proveniente de todas direcciones. Si tenemos en cuenta que el chaval sólo conocía los toques militares, no es de extrañar que el general Shwartz –que escuchaba tambores a diestra y siniestra, desde levante y poniente- creyera que se le venía encima todo el ejercito regular. Si a esto le sumamos que la munición cónica –recuerden, las puntas de las barras de las cortinas- perforaban con una facilidad sorprendente las corazas gabachas, y que todas las iglesias de la zona empezaron a tocar a rebato como desesperadas, se comprende que los franceses creyeran que lo que se les venía encima era la de Dios es Cristo. Si me permiten ustedes un nuevo y descarado plagio, al más puro estilo ARQ, retomo la Gaceta Militar de Cataluña donde antes lo dejara:

“Acabadas ya las municiones, se retiraban dichos somatenes y soldados cuando encontraron unos 100 hombres de Santpedor, que llegaban con un tambor y seis cargas de cartuchos. Apenas oyeron los franceses el ruido de la caja (el tambor) de los de Santpedor, creyendo que lo que venía era tropa de línea, se entregaron a la más vergonzosa fuga”.

Más emotivo –y bastante más cruel- el relato que de este mismo episodio escribía, en el año 1890, el cronista doctor Antoni Vila:

“Un grito general de “muera el gabacho”, el enemigo de Dios y de la Patria. Válganos Sant Jordi y la Virgen, la Virgen de Montserrat, un crío de casi diecisiete años que se puso a tocar un timbal animando con su sonido a aquellos bravos corazones de hierro y de pecho de bronce, un toque continuado vivo y enérgico de mata-degolla y ¡viva Dios! que se hizo un buen trabajo. Cómo debían abrir y despedazar los robustos pechos de aquellos hijos del Sena aquellas hoces acostumbradas a cortar pinos y robles. Cómo debían segar por todas partes las cabezas de los enemigos aquellas manos que habían segado tantos campos de trigo”.

Total, que Isidre Llusá dejó de ser “lo bufó” para convertirse en El Timbaler del Bruc. Lo llevaron a hombros un buen rato, lo invitaron a unas copas y le dejaron tocar el tambor todo el camino de vuelta. Los gabachos llegaron a Barcelona unos cuantos días después, de nuevo atrancados en el peaje de Martorell y en el barrizal de las obras del AVE. Lo intentaron nuevamente ocho días más tarde, esta vez al mando del general Chabran, pero los somatenes de Manresa e Igualada, con la moral por las nubes, les volvieron a parar los pies con el novedoso y eficaz descubrimiento de las balas/puntas de cortina, invento que corrió –nunca mejor dicho- como la pólvora entre los somatenes, que veían como las corazas francesas, hasta entonces admiradas por su espectacular poder de contención, se resquebrajaban aparatosamente ante la nueva “arma secreta”.

Les obviaré el insignificante detalle de que tres años después, los franceses –que a rencorosos no les gana nadie- arrasaron Manresa dejándola calcinada y patas arriba, y se lo obvio, mis queridos reincidentes, porque las leyendas han de tener siempre un final feliz.

Al Timbaler del Bruc le levantaron tres estatuas. Una, muy cerca del lugar de los hechos, donde se puede leer la siguiente leyenda: “viajero, para aquí, que el francés también paró, el que por todo pasó no pudo pasar de aquí “; otra, en Barcelona; y la tercera –y no por ello menos importante- en su pueblo, en la Plaza Mayor de Santpedor. En la segunda mitad del siglo pasado, los vecinos del pueblo fueron pasando casa por casa recogiendo dinero para pagarla, negándose a recibir ninguna subvención de ninguna Administración porque querían que esa estatua fuese sólo del pueblo. Y allí sigue el chaval, en la plaza de su pueblo, doscientos años después, dándole al tambor que tan famoso le hizo.

Cuando el próximo día 6 de junio, fecha en que se celebrará el bicentenario de la primera Batalla del Bruc, algunos medios recojan la noticia, mis queridos reincidentes podrán presumir de conocer ya la historia. No me den las gracias, ha sido un auténtico placer recordar con ustedes a mi paisano Isidre, el Timbaler del Bruc.

jueves, 13 de marzo de 2008

Más de lo mismo

Artículo publicado en Vistazo a la Prensa en marzo de 2008


Por mucho que el título de esta columna coincida con la frase de cierto ex dirigente socialista con ocasión de determinada victoria electoral, y por mucho que haya quien pueda haber abierto esta página imaginando que con tal locución se pretendía dar a entender que este artículo iba a discurrir sobre la victoria del PSOE y la derrota del PP, he de decirles que no, que, aunque no exento el título de marras de doble intención, la elucubración semanal de quien les escribe irá por otros derroteros. O quizás no.

Y es que un servidor, como ya saben mis queridos reincidentes, aplicándose la máxima de no dejar para el futuro lo que pueda hacerse en el presente, comentó ya en su artículo de la semana anterior los resultados electorales, pasando por alto el insignificante detalle de que los comicios aún no se hubieran celebrado. Una de las motivaciones de escribir entonces sobre futuribles era la de poder hablarles esta semana de cualquier otro tema que no tuviese que ver con dichos resultados, cosa sobre la que sin duda tratarán los artículos de muchos de mis apreciados compañeros de periódico esta semana.

Si les soy sincero, servidor de ustedes se había prometido a sí mismo no hablar esta semana de política, que el que más y el que menos ya debe de andar a medio paso de la saturación, y así se lo hacía saber en un correo privado al maestro Joan Pla durante la jornada de reflexión, informándole que andaba liado preparando y recopilando datos para un artículo que nada tenía que ver ni con los políticos ni con la campaña, pues esta saturación que les comentaba unas líneas más arriba -y que también acuciaba a este columnista- amenazaba con poner en riesgo la voluntad epicúrea –de la que les vengo hablando desde que empezara esta campaña electoral- de mantenerme instalado en la más serena de las ataraxias por mucho que los despropósitos de algunos políticos, y de sus aduladores mediáticos, acertaran con sus dislates en la fibra sensible de quien les escribe.

Pero será que tenía razón Aristóteles con lo de que el hombre es un animal político, y así, cual político animal –recuerden lo del orden de los factores-, este columnista romperá su promesa y seguirá, una semana más, con más de lo mismo, vinculando el artículo que tenía en mente con determinadas acciones llevadas a cabo por ciertos políticos durante la campaña electoral.

Y es que el Ayuntamiento de una ciudad catalana ha hecho públicos los datos de las atenciones y ayudas que prestan sus servicios sociales -cifras que bien pudieran pertenecer a cualquier otra ciudad española de similares características-, que dan al traste con la idea que muchos sostienen sobre aquellos a quienes van dirigidos mayoritariamente este tipo de servicios de la Administración pública.

Insistía Rajoy en el segundo debate -durante el bloque de políticas sociales- en el argumento de que el aumento de inmigrantes colapsaba servicios como los de atención social, circunstancia que repercutía negativamente en la atención prestada a los nativos, sumándose así al discurso demagógico de Cañete con sus mamografías exprés y sus camareros olvidadizos.

Pues resulta que el citado informe revela que el 88 % de las atenciones prestadas por los servicios sociales municipales han sido destinadas a españoles, y que, en el capítulo de ayudas económicas, el porcentaje subía hasta el 98 % de casos en los que los auxiliados eran patrios. Si tenemos en cuenta que en el censo de esa ciudad constan un 15 % de inmigrantes, por mucho que usted, mi querido reincidente, sea de letras, comprobará sin excesivo esfuerzo que, tanto en números absolutos como en cifras porcentuales, los inmigrantes requieren menos servicios que los españoles, pues una población del 15% sólo es atendida en el 12% de las ocasiones.

Y a quienes se pregunten por qué tenemos la percepción de que son los inmigrantes los que saturan y colapsan nuestros servicios sociales y sanitarios habría que responderles que dicha percepción no es sino la consecuencia de prestar credibilidad a afirmaciones como la de don Mariano o Cañete, aseveraciones hechas de forma demagógica cuando no directamente falsa.

Así, todos hemos escuchado tópicos más falsos que un billete de seis euros pero que, a fuerza de oírlos, calan en la opinión pública como si fuesen ciertos: que si los comercios de inmigrantes están exentos de ciertos impuestos, que si a los hijos de los inmigrantes se les subvencionan los tiques en los comedores de los colegios, que si les regalan los carritos de bebé y los pañales…, mentiras que, pese a los reiterados desmentidos de las administraciones públicas, calan en ciertos sectores de la población, muchas veces con la colaboración interesada de los Cañetes de turno.

Les ruego me permitan dos reflexiones para terminar, una propia y otra ajena:

La ajena, las declaraciones de la Concejala de Servicios sociales de la ciudad a la que me refiero que, pese a rebosar sentido común, a más de cuatro le deben sonar a sánscrito:

“No tenemos asumido que la población inmigrante forma parte de nuestra población y, por tanto, son ciudadanos de este municipio”. No asumir eso es seguir el discurso de los xenófobos: que vengan y que curren en los peores trabajos, pero que, si se han de hacer una mamografía, se la vayan a hacer a su país, que aquí colapsan las listas de espera, y que, además, saquen a sus hijos de la guardería para que yo pueda llevar a los míos, que los míos son de raza aria y yo soy cristiano viejo.

Y en cuanto a la reflexión propia –y por tanto nada seria-, un servidor anda algo preocupado por Rajoy, quien pese haber manifestado que quiere seguir en lo suyo, se rumorea que a medio plazo va a ser invitado a que emigre a Bruselas. Y, si así fuera, trabajo va a tener el pobre en aprender holandés -en su variedad flamenca-, alemán y francés –lenguas todas ellas oficiales en Bélgica-. Deberá, además, vestirse de flamenca como Marta, la niña de “El perro de Flandes”, dejarse el flequillo a lo Tintín –allí donde fueres haz lo que vieres, Rajoy dixit-, ponerse morado de Lambic y Trapist –bebidas típicas belgas- y aficionarse a las carreras de palomas. Tendrá también que saludar a los amiguetes arreándoles tres besos en la mejilla o cenar todos los días a las 7 de la tarde; costumbres belgas que él debiera adoptar de inmediato, por pura coherencia, firmando un contrato de costumbres como el que él pretendía imponerles a nuestros inmigrantes.

miércoles, 5 de marzo de 2008

Alea jacta est, ¿o de quién será la culpa esta vez?

Artículo publicado en vistazoalaprensa.com en marzo de 2oo8


Se le viene hoy a la memoria a un servidor el primer artículo que escribió para esta publicación hace exactamente doscientos cinco artículos, o lo que es lo mismo, y a razón de uno por semana, casi cuatro años.

Se estrenaba entonces quien les escribe en estas páginas pocas semanas después de la victoria en las urnas del PSOE de Zapatero y lo hacía con estas palabras:

“La noticia de que dos de los implicados en los atentados del 11-M son, o han sido, confidentes de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, ha sobresaltado a la opinión pública, derramado ríos de tinta en los medios y, como ya empieza a ser habitual, crispado los ánimos de nuestros políticos.


La reacción de éstos es, quizá, lo que menos importa pues, tiempo al tiempo, ésta va a ser tónica general en los próximos años”.

Y si se preguntaran ustedes si quien les escribe disponía entonces de alguna información privilegiada que le permitiese evidenciar que la crispación sería la tónica general de la legislatura un servidor les respondería que no, que tal afirmación no tenía más base que el recuerdo de las últimas legislaturas en las que el PP había estado en la oposición -“Váyase señor González”- así como la peculiar manera de encajar la derrota que entonces tuvo el PP.

Y es que si se cumple lo que pronostican todas encuestas, cuando el artículo número 206 de un servidor para “Vistazo a la prensa” vea la luz -y eso será, Dios y Bush mediante, el próximo 12 de marzo- a don Mariano probablemente le estén ya buscando un destino tranquilito en el Parlamento Europeo, pues esta vez no van poder echarle las culpas de la derrota a lo manipulables que somos los votantes, que fuimos tan ingenuos de creernos que había sido Al Qaeda y no ETA los responsables del atentado del 11-M, y que fuimos tan suspicaces que no dimos crédito a las afirmaciones de Acebes contradiciendo a toda la prensa internacional, ni a la convicción moral de Rajoy -expresada, dicho sea de paso, durante la jornada de reflexión- de que fueron terroristas de ETA los responsables de la matanza de Atocha.

¿A quién va a culpar esta vez el PP de la más que previsible derrota de Rajoy?

Indudablemente, hubiese sido mucho menos arriesgado para un servidor esperar una semana para escribir este artículo, que todos conocemos los riesgos de las encuestas, pero no me negarán mis queridos reincidentes que tiene su aquél aventurarse a adelantar resultados cual hábil pitoniso, y anticiparse uno a la actualidad, y siendo quizás uno de los primeros en comentar los resultados electorales. En cualquier caso, “alea jacta est”, aunque da la sensación de que la “alea” está más de parte de Zapatero, que no en vano así –deseándonos a todos “alea”- despidió ZP su segundo debate televisado mientras que Rajoy reincidía con su niña.

A partir del día 10 de marzo el PP puede asumir y estudiar sus errores, entonar un mea culpa y dejar de echar balones fuera llamando ingenuos a los electores que no le voten y puede iniciar la nueva legislatura haciendo borrón y cuenta nueva, interpretando que su agorera táctica de crispación y de acoso y derribo no les ha funcionado.

Puede interpretar que no le sale a cuenta apoyarse en la COPE –o no desmarcarse decididamente de ésta-, puede entender que mejor le saldría apartarse de su discurso catastrofista y deducir que quizás los que sobraban no eran los que dejaron fuera si no los responsables de su escorado giro a la derecha que, casualmente, son identificados por muchos como los responsables de su derrota anterior.

O eso, o seguir con el discurso de la niña de Rajoy, aunque es arriesgado apostar por una criatura, que sólo le faltaría a Rajoy que después de poner tantas esperanzas en su niña, vaya ésta y le salga progre… Eso sí sería mala “alea”.

Bricomanía.

Artículo publicado en O Desván en marzo de 2008

Recuerda uno, de sus años mozos, una asignatura llamada “Pretecnología” que enseñaba a los mocosos de quinto de básica el uso de las herramientas más comunes. Así construimos un telégrafo rudimentario a base de madera, hojalata e hilo de bobina, un circuito eléctrico conmutado con sus interruptores y sus bombillitas, un periscopio, un dinamómetro, un caleidoscopio y muchos otros cacharros de nula utilidad práctica, pero que hicieron que todos nosotros nos familiarizásemos con los principios básicos de la mecánica y de la electricidad, y con el manejo de martillos, destornilladores, serruchos, punzones y demás útiles por el estilo.

Un servidor siempre ha pensado que aquellas clases fueron muy provechosas, especialmente a la hora de arreglar un interruptor, sustituir un portalámparas o cambiar un desagüe.

El caso es que, una tarde de estas, el azar y el zapping le llevaron a uno hasta un capítulo de ese exitoso programa televisivo llamado Bricomanía. Agarraba el señor de la barba cuatro maderas, un puñado de clavos, un bote de cola, un martillo y una lima del quince, y en un santiamén construyó un carrito para las bebidas la mar de cuco y muy útil para disfrutar de barbacoas con los amigos en el jardín de casa; que en el carrito pueden transportarse varias botellas, vasos, cubiteras y bolsas de pistachos del tirón, en vez de dar múltiples viajes acarreando una botella debajo de cada axila, otra más en la mano izquierda, una columna de vasos en la derecha, la cubitera pillada entre la barbilla y el pecho y dos bolsas -una de pistachos y otra de patatas fritas- sujetas de un mordisco.

Y lo mejor de Bricomanía es la facilidad con la que ese hombre de las barbas construye sus artilugios. No se le derrama la pintura, ni se machaca el pulgar de un martillazo, ni se le tuercen las púas, ni se le pasan de rosca los tornillos, ni se pringa las manos de molestos restos de cianocrilato (Loctite para los profanos), ni sucumbe a la impaciencia y acaba –como nos pasa a la mayoría de los mortales después del segundo intento fallido- metiendo a golpes de maza -y en medio de maldiciones y juramentos- ese pasador que debiera deslizarse en su ubicación con lúbrica suavidad y con la única presión de nuestros dedos. Ese Galileo de barbas tiene la culpa de que cualquiera de nosotros se atreva a montar el carrito de marras y acuda ilusionado (o quizás iluso) a la ferretería –las más modernas se llaman ahora “centros de bricolaje”- a comprar lo necesario para convertirse en un bricomaníaco. Allí se llevarán las primeras desilusiones, aunque con voluntad y tesón podrán sobreponerse.

En las estanterías se alinean decenas de aparatos que uno no tiene ni idea de para qué sirven y las etiquetas tampoco es que saquen de demasiadas dudas:

“Herramienta estacionaria GCM 12 SD” reza el cartelito debajo de un chisme que se asemeja a un secador de peluquería al que se le ha ensamblado en la parte superior una especie de máquina de cortar embutido. ¿Estacionaria? ¿Será para fabricar estaciones de tren? Y uno la mira y la remira, preguntándose para qué narices servirá el artilugio, cuando llega en su ayuda el encargado de la ferretería, una especie de Mc Giver de bata azul, -caqui en los centros más fashion-, cúter colgado del cinto y lápiz en la oreja.

-¿Le gusta?

-Pse… ¿No la tienen en otro color?

- Tiene ajuste de inclinación de hasta 47 grados a ambos lados.

- ¡Qué bárbaro! –replica uno haciéndose el entendido.

- Sí, y con un ángulo de inglete de hasta 60 grados a la derecha.

- ¿60 a la derecha de inglete? ¿No me diga?

-Sí, y además tiene bloqueo semiautomático del husillo.

Y el orgullo no le deja a uno preguntar qué narices es un inglete y qué un husillo y, muchísimo menos, para qué sirve una herramienta estacionaria.

Probando suerte en otro pasillo con la esperanza de ver martillos, llaves inglesas, y demás herramientas con las que uno está mínimamente familiarizado y allí hay un chisme, aún más raro que el anterior, que responde (porque no me extrañaría en absoluto que ese ingenio hablase) al nombre de “Engalletadora GFF 22 A ”. Antes de acercarme a la herramienta, miro a mi espalda para asegurarme de que no esté el sabiondo de la bata, el cúter y el lápiz, y no se entrometa en mis pesquisas y me deje así curiosear en paz, y, justo cuando agarro en mis manos el cacharro para ver por dónde salen las galletas, aparece de la nada el aguafiestas entrometido y suelta:

- Lo mejor de esta herramienta es su tope angular con una escala de excelente legibilidad y vectores absolutos para un trabajo versátil y exacto. Observe además el ajuste preciso de la profundidad de la fresa.

- Ya veo, ya. Una fresa muy bonita y muy profunda.

Y como la cosa va de mal en peor, uno no tiene más remedio que asumir y reconocer su ignorancia y confesar al entrometido de la bata:

- Mire usted, la verdad es que he visto por la tele a los de Bricomanía hacer un carrito para las bebidas y, sinceramente, ando algo perdido en medio de engalletadoras de fresas profundas, husillos e ingletes. Yo sólo quería unos listones de madera y unos clavos.

-¿De qué madera quiere usted los listones? (Ya empieza el listillo a poner pegas).

- Pues yo qué sé, de madera. De una madera que vaya bien para hacer carritos para las bebidas.

- Bien. Empecemos por el principio –espeta el sabelotodo que además es un hacha en esto de la lógica y que sabe que es por el principio -y no por el final- por donde se da comienzo a un carrito- ¿Tiene usted medidor inteligente?

- ¿Que si tengo qué?

- Medidor inteligente. No me diga que usted es de los que aún mide con un vulgar metro. Un medidor inteligente le proporciona múltiples ventajas, pues puede usted disfrutar de la tecnología láser en sus mediciones; establecer “waypoints” (¡Anda! -piensa uno- ¡Como en los aviones de combate!) de referencia; máxima precisión en el cálculo de ángulos gracias al transportador angular de alta fidelidad integrado que no precisa calibrado; función “hold” para retener los resultados de la medición pulsando una tecla y, además, pilas alcalinas de regalo.

Y salimos de la ferretería (perdón, del bricocenter, que uno ya es casi un experto) con un medidor inteligente, una sierra de calar de 500 w (con 68 mm de profundidad de calado, con función soplado de aire y control electrónico de serrado), unos tornillos (ahora llamados tirafondos), unos tubillones (a los que los no puestos llaman tacos de madera), doce listones de madera de teca con tratamiento antihumedad y antimoho, un estuche de brocas de madera de calado suave, cola de impacto hipoalérgica y cuatro ruedas para carrito con neumático radial, antipinchazos y perfil bajo. Total: 293 euros IVA incluido.

Y habrá quien diga que a ese precio bien podría comprarse un carrito para las bebidas en cualquier tienda de muebles, y que por 293 euros el carrito bien pudiera llevar dirección asistida, frenos de disco, ABS, faros antiniebla, lunas tintadas y hasta aire acondicionado, pero, queridos reincidentes, no es lo mismo. Primero por la enorme satisfacción que siente uno cuando contempla su magnífica obra de arte -obviaré los desafortunados comentarios de la familia del tipo “pues el de Bricomanía es más chulo y no queda cojo de una rueda como éste” para no desanimarlos en exceso-, y segundo porque por 293 euros no sólo tengo un carrito de bebidas sino que, además, dispongo de un medidor inteligente que mide como los ángeles y una sierra que es la releche condensada; que sé que existen engalletadoras con profundas fresas, ingletes y husillos. Algo que en las clases de Pretecnología no me supieron enseñar y que usted, querido reincidente que compra sus carritos para las bebidas en vulgares tiendas de muebles, desconocería si no fuera por Bricomanía y por un servidor. De nada.