Artículo publicado en Vistazo a la Prensa en marzo de 2008
No les descubro nada a mis queridos reincidentes si les digo que el ser humano es el único que tropieza dos veces –e incluso más- en la misma piedra. Así, aquellos de mis queridos lectores con al menos un año de antigüedad en estas páginas habrán llegado a la conclusión, al ver el título de esta columna, de que un servidor ha sido -a su vez- reincidente en la concurrida afición que tenemos los mortales de despilfarrar unos días, que bien pudieran servir de descanso aprovechando lo confortables que resultan las ciudades en épocas vacacionales, sometiéndonos a estreses, timos, caravanas y otro tipo de inconvenientes, siempre vinculados al período vacacional de Pascua.
Para los que no leyeran el artículo del año anterior por estas fechas, voy a resumirles, grosso modo, que quien les escribe decidió entonces, a última hora, una excursioncita en moto de un par de días a Carcassonne y que, haciendo caso a un carcasonés –o como sea que se llamen los nacidos allí-, no reservó hotel, lo que supuso tener que pegarse más de
Si se han tomado la molestia de leer –o releer, en el caso de reincidentes irredentos- aquel artículo, comprenderán que un servidor se dijera entonces que se habían acabado las salidas pascuales para los restos, y que, en lo sucesivo,
Y es que ya debiera mosquearle a uno –cuando no directamente rebelarle- el hecho de que un hotel triplique su precio en esos días. Se mire como se mire, es un chantaje al que nos dejamos someter todos los que sucumbimos a los caprichos de hoteleros, operadores y demás profesionales del sector. La premisa es fácil. ¿Quieres salir de vacaciones de Semana Santa? Pues pagas lo que yo te pida y, si no, te quedas en casita tan ricamente. No sé qué opinarán ustedes, pero yo entiendo que no es de recibo que una misma habitación triplique su precio con relación a lo que se pagaría por ella la semana antes, o la de después, en aras a las leyes de la oferta y
Amanece un día estupendo. Sol a rabiar y ni una sola nube que fastidie ese tapiz celeste que tanto nos gusta a los que no dependemos de la lluvia, como les pasa a los campesinos, para ganarnos el sustento. Maletas al coche y rumbo a
Después de tanta retención se nos trastocan los planes y, muertos de hambre, decidimos quedarnos a comer en el restaurante de la autopista donde pagamos 30 euros por dos platos de paella horrible –si pasan por allí mejor se piden un bocata de tortilla, que, aunque sigue siendo caro, está rico al menos- dos cocacolas y dos cafés. Seguimos con el ánimo intacto, pues, si bien algunas nubes salpican el cielo, el sol luce con ganas y la temperatura es agradable. Por suerte, uno que es previsor, lleva, además del anorak, una cazadorita de entretiempo en el maletero del coche. Además, reanudado el camino, y dentro ya de Francia, el tráfico se torna fluido y se circula de maravilla aunque con leves accesos de sana envidia que siente quien les escribe al ser adelantado por cuadrillas de moteros.
Girando hacia el oeste en dirección a Millau, de golpe, empieza a caer un aguacero de órdago. Apenas se ve la carretera y uno se felicita por no haber venido en moto. Se suceden los kilómetros y el aguacero no cesa. Millau a
Ya en el hotel. El parking, por el que cobran 10 euros diarios, es un cercado sin techo. Se impone la técnica ataráxica consistente en buscar la parte positiva: lo limpito que va a quedar el coche con la que está cayendo.
Paseíto para ver el pueblo pese a caer agua a cántaros. Se sorprende uno al ver -desde la ventana de la habitación del hotel- que casi nadie lleva paraguas y que todo el mundo se protege del agua con anoraks de capucha. “¡Qué poco preparados para la lluvia están esta gente, con lo que tiene que llover aquí…!”. Cuando salimos a la calle nos damos cuenta de que el viento huracanado hace prácticamente imposible pasear con paraguas, pues éste, caprichoso, se empeña en voltearse y en arrastrar a su portador contra farolas, buzones, papeleras y demás bienes de titularidad pública. Así no hay quien pasee. Vuelta al hotel a por el coche y a tomar dirección al viaducto, que, desde el pueblo, con la tromba de agua no se ve.
Al ir al estacionamiento por el coche comprueba uno con alborozo que otro conductor ha tenido el detalle de dejar parte de su pintura –intercambiándola con la de mi coche- en el angular delantero de mi otrora flamante vehículo, y que esa forma de llover a cántaros dificulta las pesquisas de buscar entre la cincuentena de vehículos del estacionamiento al responsable del intercambio de pinturas merced a un delator rascón. La señorita de recepción, que pese a ser francesa es amable, no sabe/no contesta. Pelillos a la mar, pensamiento ataráxico: “menos mal que no hemos venido en moto”. A ver el viaducto y a transitar por él.
Segundo inconveniente. Resulta que el viaducto de Millau no está en Millau como cabría suponer, sino en Aveyron, un pueblo cercano. Precisamente fue construido para evitar que todo el tráfico proveniente de París en dirección a la costa mediterránea pudiese salvar el valle donde se halla Millau y, además, tener que atravesar las angostas calles del pueblo. De manera que, para atravesar el puente, toca desplazarse y subir una carretera llena de curvas y desniveles a bastantes kilómetros de Millau, cosa poco apetecible cuando cae tamaña tormenta. Siguiendo las indicaciones de “Viaduct”, las cuales llevan añadido el icono con
Otro intento ataráxico: ya que no se ve el puente, vamos y nos acercamos a Roquefort, a poco más de
Total, a las nueve de la noche en el hotel, empapados hasta la médula, muertos de frío y con dos fotos –cualquiera se bajaba del coche para hacer más- en nuestro intrépido haber de trotamundos redomados. Pensamientos ataráxicos varios: 1) En el hotel se está calentito. 2) La habitación no tiene goteras. 3) En la tele se puede ver TVE. 4) El coche va a quedar limpísimo de la muerte. 5) Menos mal que no hemos venido en moto.
Amanece el siguiente día con algo más de claridad. ¡Se ve el puente desde el mirador! Una foto, otra foto y, antes de la tercera, el cielo se oscurece de repente. Nuevo aguacero –o quizás fuese el mismo del día anterior que sólo había parado un momentillo para hidratarse- y el viento hace imposible pasear sin quedar hecho una sopa. Coche y para casa. Agua como
Y termino mi artículo casi como lo hiciera el año pasado. En ningún sitio como en casa. Hogar, dulce hogar. A ver si para el año que viene lo tengo en cuenta, y no vuelvo a tropezar –nuevamente- con la misma puñetera piedra.