miércoles, 5 de marzo de 2008

Bricomanía.

Artículo publicado en O Desván en marzo de 2008

Recuerda uno, de sus años mozos, una asignatura llamada “Pretecnología” que enseñaba a los mocosos de quinto de básica el uso de las herramientas más comunes. Así construimos un telégrafo rudimentario a base de madera, hojalata e hilo de bobina, un circuito eléctrico conmutado con sus interruptores y sus bombillitas, un periscopio, un dinamómetro, un caleidoscopio y muchos otros cacharros de nula utilidad práctica, pero que hicieron que todos nosotros nos familiarizásemos con los principios básicos de la mecánica y de la electricidad, y con el manejo de martillos, destornilladores, serruchos, punzones y demás útiles por el estilo.

Un servidor siempre ha pensado que aquellas clases fueron muy provechosas, especialmente a la hora de arreglar un interruptor, sustituir un portalámparas o cambiar un desagüe.

El caso es que, una tarde de estas, el azar y el zapping le llevaron a uno hasta un capítulo de ese exitoso programa televisivo llamado Bricomanía. Agarraba el señor de la barba cuatro maderas, un puñado de clavos, un bote de cola, un martillo y una lima del quince, y en un santiamén construyó un carrito para las bebidas la mar de cuco y muy útil para disfrutar de barbacoas con los amigos en el jardín de casa; que en el carrito pueden transportarse varias botellas, vasos, cubiteras y bolsas de pistachos del tirón, en vez de dar múltiples viajes acarreando una botella debajo de cada axila, otra más en la mano izquierda, una columna de vasos en la derecha, la cubitera pillada entre la barbilla y el pecho y dos bolsas -una de pistachos y otra de patatas fritas- sujetas de un mordisco.

Y lo mejor de Bricomanía es la facilidad con la que ese hombre de las barbas construye sus artilugios. No se le derrama la pintura, ni se machaca el pulgar de un martillazo, ni se le tuercen las púas, ni se le pasan de rosca los tornillos, ni se pringa las manos de molestos restos de cianocrilato (Loctite para los profanos), ni sucumbe a la impaciencia y acaba –como nos pasa a la mayoría de los mortales después del segundo intento fallido- metiendo a golpes de maza -y en medio de maldiciones y juramentos- ese pasador que debiera deslizarse en su ubicación con lúbrica suavidad y con la única presión de nuestros dedos. Ese Galileo de barbas tiene la culpa de que cualquiera de nosotros se atreva a montar el carrito de marras y acuda ilusionado (o quizás iluso) a la ferretería –las más modernas se llaman ahora “centros de bricolaje”- a comprar lo necesario para convertirse en un bricomaníaco. Allí se llevarán las primeras desilusiones, aunque con voluntad y tesón podrán sobreponerse.

En las estanterías se alinean decenas de aparatos que uno no tiene ni idea de para qué sirven y las etiquetas tampoco es que saquen de demasiadas dudas:

“Herramienta estacionaria GCM 12 SD” reza el cartelito debajo de un chisme que se asemeja a un secador de peluquería al que se le ha ensamblado en la parte superior una especie de máquina de cortar embutido. ¿Estacionaria? ¿Será para fabricar estaciones de tren? Y uno la mira y la remira, preguntándose para qué narices servirá el artilugio, cuando llega en su ayuda el encargado de la ferretería, una especie de Mc Giver de bata azul, -caqui en los centros más fashion-, cúter colgado del cinto y lápiz en la oreja.

-¿Le gusta?

-Pse… ¿No la tienen en otro color?

- Tiene ajuste de inclinación de hasta 47 grados a ambos lados.

- ¡Qué bárbaro! –replica uno haciéndose el entendido.

- Sí, y con un ángulo de inglete de hasta 60 grados a la derecha.

- ¿60 a la derecha de inglete? ¿No me diga?

-Sí, y además tiene bloqueo semiautomático del husillo.

Y el orgullo no le deja a uno preguntar qué narices es un inglete y qué un husillo y, muchísimo menos, para qué sirve una herramienta estacionaria.

Probando suerte en otro pasillo con la esperanza de ver martillos, llaves inglesas, y demás herramientas con las que uno está mínimamente familiarizado y allí hay un chisme, aún más raro que el anterior, que responde (porque no me extrañaría en absoluto que ese ingenio hablase) al nombre de “Engalletadora GFF 22 A ”. Antes de acercarme a la herramienta, miro a mi espalda para asegurarme de que no esté el sabiondo de la bata, el cúter y el lápiz, y no se entrometa en mis pesquisas y me deje así curiosear en paz, y, justo cuando agarro en mis manos el cacharro para ver por dónde salen las galletas, aparece de la nada el aguafiestas entrometido y suelta:

- Lo mejor de esta herramienta es su tope angular con una escala de excelente legibilidad y vectores absolutos para un trabajo versátil y exacto. Observe además el ajuste preciso de la profundidad de la fresa.

- Ya veo, ya. Una fresa muy bonita y muy profunda.

Y como la cosa va de mal en peor, uno no tiene más remedio que asumir y reconocer su ignorancia y confesar al entrometido de la bata:

- Mire usted, la verdad es que he visto por la tele a los de Bricomanía hacer un carrito para las bebidas y, sinceramente, ando algo perdido en medio de engalletadoras de fresas profundas, husillos e ingletes. Yo sólo quería unos listones de madera y unos clavos.

-¿De qué madera quiere usted los listones? (Ya empieza el listillo a poner pegas).

- Pues yo qué sé, de madera. De una madera que vaya bien para hacer carritos para las bebidas.

- Bien. Empecemos por el principio –espeta el sabelotodo que además es un hacha en esto de la lógica y que sabe que es por el principio -y no por el final- por donde se da comienzo a un carrito- ¿Tiene usted medidor inteligente?

- ¿Que si tengo qué?

- Medidor inteligente. No me diga que usted es de los que aún mide con un vulgar metro. Un medidor inteligente le proporciona múltiples ventajas, pues puede usted disfrutar de la tecnología láser en sus mediciones; establecer “waypoints” (¡Anda! -piensa uno- ¡Como en los aviones de combate!) de referencia; máxima precisión en el cálculo de ángulos gracias al transportador angular de alta fidelidad integrado que no precisa calibrado; función “hold” para retener los resultados de la medición pulsando una tecla y, además, pilas alcalinas de regalo.

Y salimos de la ferretería (perdón, del bricocenter, que uno ya es casi un experto) con un medidor inteligente, una sierra de calar de 500 w (con 68 mm de profundidad de calado, con función soplado de aire y control electrónico de serrado), unos tornillos (ahora llamados tirafondos), unos tubillones (a los que los no puestos llaman tacos de madera), doce listones de madera de teca con tratamiento antihumedad y antimoho, un estuche de brocas de madera de calado suave, cola de impacto hipoalérgica y cuatro ruedas para carrito con neumático radial, antipinchazos y perfil bajo. Total: 293 euros IVA incluido.

Y habrá quien diga que a ese precio bien podría comprarse un carrito para las bebidas en cualquier tienda de muebles, y que por 293 euros el carrito bien pudiera llevar dirección asistida, frenos de disco, ABS, faros antiniebla, lunas tintadas y hasta aire acondicionado, pero, queridos reincidentes, no es lo mismo. Primero por la enorme satisfacción que siente uno cuando contempla su magnífica obra de arte -obviaré los desafortunados comentarios de la familia del tipo “pues el de Bricomanía es más chulo y no queda cojo de una rueda como éste” para no desanimarlos en exceso-, y segundo porque por 293 euros no sólo tengo un carrito de bebidas sino que, además, dispongo de un medidor inteligente que mide como los ángeles y una sierra que es la releche condensada; que sé que existen engalletadoras con profundas fresas, ingletes y husillos. Algo que en las clases de Pretecnología no me supieron enseñar y que usted, querido reincidente que compra sus carritos para las bebidas en vulgares tiendas de muebles, desconocería si no fuera por Bricomanía y por un servidor. De nada.

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