lunes, 31 de diciembre de 2007

Moteros

Artículo publicado en vistazoalaprensa.com en agosto de 2007


Uno se cree que por el mero hecho de pertenecer a un colectivo puede dar respuestas a cuantas preguntas se le formulen respecto a dicho colectivo y resulta que, algunas veces, los que ven el tema desde fuera gozan de una perspectiva más amplia y se hacen preguntas respecto a ese grupo que los integrantes del mismo ni se plantean.

Y así me ocurría esta misma mañana mientras mantenía una larga conversación telefónica con mi querido y admirado vecino de página, Juan Urrutia, en la que me planteaba una pregunta sobre moteros que un servidor no ha sabido responder. Me van a permitir mis queridos reincidentes que no le desvele la pregunta hasta dentro de unos párrafos, margen que ruego me concedan para intentar introducirlos en el mundillo de las motos y los moteros.

Y es que un servidor se declara un motero irredento. Menos motero de lo que él quisiera, pues sus obligaciones no le permiten dedicarle a viajar en moto todo el tiempo que desearía, pero motero al fin y al cabo.

Es más que probable que a aquéllos de mis queridos reincidentes que no sean moteros les resulte difícil comprender lo que se llega a disfrutar de la moto como compañera de viaje, las sensaciones que se viven sobre una motocicleta –y no me estoy refiriendo a la velocidad, que puede disfrutarse plenamente de la moto siendo respetuoso con las normas de tráfico- sensaciones que, por intensas, no soy capaz de describirles sino es a base de experiencias que intentaré introducirles en el relato de la manera menos plúmbea de la que sea uno capaz a estas alturas del verano, teniendo en cuenta que servidor todavía no ha disfrutado de sus merecidísimas vacaciones. En honor a la verdad, cuando este artículo vea la luz quien les escribe estará en el quinto pino y con el móvil “fuera de cobertura o apagado”.

Aunque uno empieza a ser motero mucho antes de tener motocicleta, y eso se hace devorando las revistas de motos cuando se es todavía un adolescente y anhelando que llegue el día en la que pueda conseguir la moto de sus sueños –una Bultaco Streaker en el caso de un servidor, hace ya unas cuantas décadas- en la mayoría de ocasiones uno no puede ejercer de motero con todas las de la ley hasta que goza de cierta independencia económica. Recuerda un servidor de su época de estudiante un Vespino GL rojo con el que se estrenó en el “mundo del motor”, con el que, en espera de mejores épocas y más largas rutas, “viajaba” desde su domicilio hasta el Instituto cada día.

El acceso al mundo laboral, a mediados de los ochenta, le permitió a quien les escribe acceder a una viejísima Montesa Impala del 62, casi, casi, una moto de las grandes, que le servía a un servidor para ir al trabajo, acudir a clase por las tardes y aventurarse a alguna que otra excursión de fin de semana. En su fuero interno, quien les escribe ya sentía motero, con un cacharro que era una antigualla y cuya bujía hacía la perla cada dos por tres, pero un motero, con su casco integral, su “Barbour” y su carné de “moto grande” en el bolsillo.

Y cuando por fin aquel motero consiguió trabajar de lo que deseaba y disponía de un sueldo con el que se hubiese podido permitir ser un motero con moto decente, el bebé, la primera hipoteca –y las consiguientes horas extras- y todas esas responsabilidades con las que los jóvenes entrábamos de sopetón en el mundo real, dejaron al joven motero sin tiempo ni ocasión para disfrutar de la moto, y como solución intermedia adquirió su primera Vespa, que le mataba el gusanillo de ir sobre dos ruedas, quedando relegada la moto a mero medio de transporte con el que desplazarse hasta el trabajo y, excepcionalmente, llevar a cabo alguna que otra excursioncilla. Al cabo de dos Vespas, y con el bebé ya crecidito, uno se cruza una tarde con una preciosa Yamaha de 600 c.c. –mi penúltima moto- y se enamora. Y es aquí, mis queridos reincidentes, cuando a los cuarenta se convierte uno, por fin, en motero y conoce de primera mano todas esas sensaciones que todavía no sé cómo explicarles. Sólo decirles que alguna vez que casualmente me he cruzado a mi ex, (mi ex moto, por supuesto) con la que fui tan feliz, aun y teniendo ahora una moto mejor y mucho más potente, siento celos de su actual propietario. Y me dan ganas de cantarle lo que Julio Iglesias a la Preysler, “Lo mejor de tu vida, me lo he llevado yo…”.

Un servidor tiene la teoría de que la felicidad completa no existe. La felicidad se compone de esas pequeñas –o grandes- cosas, que le permiten a uno ser feliz un instante. El secreto para ser feliz reside en saber encadenar el máximo de instantes felices posibles. Pues créanme que encima de una moto, con la carretera por delante y un destino cierto o incierto, un servidor se siente feliz, y esa sensación la compartimos todos los que nos gusta la moto. La moto, además de para llevarnos al trabajo y de utilizarla para hacer los recados en el centro donde es un suplicio circular e imposible estacionar cuando se va en coche, sirve también para ser feliz. Aunque algunas veces tanta felicidad pueda ocasionar algún que otro problemilla doméstico como el que a continuación les relato y que es tan real como la vida misma.

Tarde de verano en la que uno disfruta de unos días adicionales de vacaciones mientras el resto de la familia ya se ha incorporado a sus obligaciones. Suena el móvil y quien les escribe responde. El número que aparece en la pantallita es el del trabajo de la cónyuge de un servidor:

-¿Sí?

- Oye, que a ver si te puedes pasar por Mercadona, que me acabo de acordar que no tengo crema de manos.

- ¿Y no puede ser de otro sitio?

- No. Me gusta la de Mercadona. Es un bote redondo de color rosadito.

- Ya, si sé cual es, pero… ¿no te da igual otra marca?

- Que no, “pesao”. Que me gusta ésa.

- Es que… igual no me da tiempo a llegar.

-¿Qué no te da tiempo? Pero si son las cinco de la tarde. ¿Dónde estás?

- En la Plaza del Pilar.

- ¿En la Plaza del Pilar? ¿En qué Plaza del Pilar?

- En qué Plaza del Pilar va a ser. En la Plaza del Pilar de Zaragoza.

- ¿En Zaragoooozaaaaaaa? ¿Y qué co(piiiiiip) haces tú en Zaragozaaaa?

- Pues he venido a tomarme un cafetito, dando una vueltecilla en moto.

- ¿Una vueltecillaaaa? ¿Hasta Zaragozaaaaaa? Estás loco “perdío”, ¿eh?

- Mujer, no hay para tanto. Ida y vuelta son 500 kilómetros. ¿Qué son 500 kilómetros comparados con la inmensidad del universo?

- Bueno, deja lo de la crema de manos. Ten cuidado y no corras.

- No, no. Probablemente me dé tiempo. Son sólo dos horas y media de camino.
Tres a lo sumo.

- Anda, quita, quita…

Y es aquí cuando más de un reincidente despejará sus dudas –si es que albergaba alguna- de que quien les escribe está loco de atar, a menos que sea usted motero, en cuyo caso me comprenderá perfectamente. Así, un servidor, como lo hace cualquier motero, se suele dar el gustazo de aprovechar una tarde de fiesta para tomarse un café a muchísimos kilómetros de su casa, metiéndose entre pecho y espalda cinco o seis horas de moto por el puro placer de conducir, solo o acompañado de amiguetes moteros. ¿A alguien se le ocurre coger el coche y pegarse 500 kilómetros para tomar un café? No. ¿Por qué? Pues porque nada tiene que ver el coche con la moto. Esa sensación de libertad, circulando con el casco abierto, el aire en la cara por esas carreteras de montaña bailando sobre las curvas, el placer de percibir mil aromas que en coche ni se aprecian… Han de vivirlo para hacerse una ligera idea.

Y no quiero dejar pasar la oportunidad de desmontarles el tópico de que los moteros somos unos gamberros motorizados que nos pasamos la Ley de Seguridad Vial por el forro. Es evidente que en cualquier colectivo, como en botica, hay de todo, y que un solo gamberro motorizado –que no motero- haciendo el cabrito –quitándole años- y adelantando a todo lo que se mueve como si circulara por un circuito es visto por ciento y la madre -además, su vestimenta suele ser llamativa y espectacular-, pero las estadísticas demuestran que los moteros son, al menos, tan decentes como el resto de conductores y suelen estar implicados, porcentualmente, en menos accidentes. Por algo será.

Y llegados a este punto, y esperando que el tostón precedente no les haya hecho abandonar justo cuando viene el intríngulis de esta columna, les desvelo la pregunta que me hacía el amigo Urrutia y que decía tal que así:

- Oye, tú que eres motero. Tengo curiosidad por saber una cosa que me intriga. ¿Por qué los moteros os lleváis tan bien entre vosotros, que os saludáis cuando os cruzáis por la carretera sin conoceros, que charláis cuando os encontráis en un semáforo aunque no os hayáis visto en vuestra vida, mientras que los conductores de coche nos odiamos tanto entre nosotros?

Y tiene razón Urrutia. Cuando dos motoristas se cruzan por la carretera siempre se saludan haciendo la señal de la victoria con los dedos de la mano izquierda, o sacando el pie del estribo si las circunstancias aconsejan no soltar el manillar. Cuando un motorista circula en coche –a veces es inevitable circular enlatado- y ve un motorista detrás de él en una zona con línea continua, se orilla para cederle paso mientras le muestra por la ventanilla los dedos en “uve”. El motorista, que ha identificado a un motero con menos suerte que él –ese día circula en coche- sacará su pie derecho del estribo al pasar, saludándolo. No verá usted jamás a un motero averiado en el arcén, sin que se pare el primer motorista que pase por allí. ¿Por qué ese buen rollo? Pues esta mañana le respondía al amigo Urrutia con un “ni idea, socio”. Porque la verdad es que jamás me había planteado el porqué de tanto buen rollo entre motoristas, cuando ocurre todo lo contrario entre conductores de coche. Que como se despiste uno un segundo al cambiar el semáforo a verde y no salga de forma inmediata, se gana el pobre una pitada monumental.

Y así lleva uno toda la tarde buscando motivos. Buscando el porqué de esa camaradería que nos une a todos sin distinción de país, raza, sexo, creencias, tipo de moto o –como escribía Urrutia en su artículo de la semana anterior- grado de alopecia. Y la verdad es que sólo se le ocurre una cosa y que casa con lo que les comentaba unos párrafos más arriba.

En moto se es feliz. Y cuando uno se siente feliz es mucho más amigable. Es por lo que les recomiendo, mis queridos reincidentes, que sean ustedes moteros aunque no tengan moto. Especialmente cuando circulen en coche. Verán qué diferencia.

Saludos en uve a todos los moteros.

jueves, 27 de diciembre de 2007

In dubio pro SGAE II. El Imperio contraataca.

Artículo publicado en "vistazoalaprensa.com" en diciembre de 2007

Me encargaba David, uno de mis queridos reincidentes –y pese a ello amigo-, un artículo sobre el nuevo canon digital con el que el Gobierno pretende gravarnos –con uve- la adquisición de una serie de chismes y cachivaches electrónicos. Pese a que este columnista ya dedicó artículo a los mismos protagonistas en abril de 2005, cuando nos endosaron el canon en los CD, la incoherencia de la medida, así como la amable petición del reincidente al que antes me refería, hacen que quien les escribe se sume a las reivindicaciones de la plataforma “www.todoscontraelcanon.es” y dedique esta columna a poner como un trapo a la SGAE (Sociedad General de Autores y Editores) y a aquellos que desde el Gobierno intentan colarnos doblado el susodicho canon.

Por si les diera pereza leer -o releer si ya lo hicieron en su día- el artículo que forma la primera parte de esta saga, les resumo en doscientas y pico palabras lo que en aquél les exponía:

En Derecho, la expresión “In dubio pro reo” significa que si existe alguna duda sobre la participación en la comisión de un delito del presunto autor, esa duda favorecerá al presunto delincuente hasta el punto de que, en ausencia de pruebas concluyentes, deberá ser absuelto, o, lo que es lo mismo, la presunción de inocencia estará siempre de parte del reo a menos que existan evidencias determinantes –no meras conjeturas- sobre su participación en el ilícito penal. Siendo esto así, a priori, todo el mundo es inocente salvo prueba en contrario. Pues bien, eso que sirve a nuestros jueces y tribunales para juzgar nuestras conductas cuando éstas tengan que verse en el ámbito penal del Derecho, no sirve si usted se compra un CD grabable. Y es que la SGAE consiguió que se gravaran –nuevamente con uve- estos soportes digitales con un canon, pues, según ellos, son susceptibles de ser utilizados para hacer copias piratas de música, vídeo, etc. Da igual que usted utilice los CD para guardar las fotos de sus vacaciones, o como posavasos originales, o para cortar la pizza -no se rían, que un servidor lo hace y funciona de maravilla- en cualquier caso usted paga un plus por ese CD porque existe la posibilidad de que en él haga copias de material protegido por las leyes de propiedad intelectual.

Y eso viene a ser como si a usted, cuando se saca la licencia de pesca, le hiciesen pagar una multa antes de obtenerla por si alguna vez se le ocurre pescar en un lugar prohibido; o que si a los futbolistas en cuanto saltaran al campo, les mostraran una tarjeta amarilla por si luego, durante el transcurso del partido, le dieran una patada alevosa al contrario, perdieran tiempo injustificadamente, o se acordasen -con ánimo escatológico- de la genealogía difunta del colegiado.

Y uno se pregunta de dónde ha sacado tanta influencia el imperio de la SGAE como para conseguir que el Gobierno -como lo consiguiera con los anteriores en los cánones de copia privada de los soportes magnéticos no digitales- se líe la manta a la cabeza para llevar a cabo una medida tan ilógica como impopular, pues se manejan datos de un 96% de la población contra la aplicación de este canon. Y probablemente el cuatro por ciento restante sean los socios de la SGAE, sus cónyuges, y, sumándose a éstos, ese dos por ciento de cabreados con el mundo que se oponen sistemáticamente a todo lo que defiende la mayoría.

Y no contentos los de la inSaciedad de Autores con los cánones ya en vigor, han conseguido que a cualquier cachivache capaz de albergar en su interior un fichero digital le sea de aplicación el canon de marras.

Así que cuando un servidor quiera adquirir una tarjeta de memoria para su cámara fotográfica, donde obviamente no se almacenan más archivos digitales que las fotos que un servidor toma, le va a costar un 28% más de lo que venía costando, porque según el malvado imperio de la SGAE en esa tarjeta se puede albergar música obtenida corsariamente, por mucho que un servidor jure ante lo más sagrado que jamás de los jamases ha utilizado su cámara fotográfica para escuchar ni almacenar música. No me digan ustedes que no les dan ganas de hacerle fotos en cueros a algún pez gordo de la SGAE, a ver si las puede vender a los del Tomate y así amortizar algo la tarjeta.

De la misma manera, cuando usted acude a hacerse una fotocopia de su propio DNI, en el precio que le cobren en la librería por la fotocopia, ya vendrá incluido el canon que el comercio ha de pagar por cada copia. Y digo yo… ¿Por qué narices he de pagarles a la SGAE por una fotocopia de mi propio DNI? ¿Está mi DNI protegido por las leyes de la propiedad intelectual y nadie me lo ha dicho? ¿Alguna vez me llegará la liquidación de la SGAE por las copias efectuadas sobre mi DNI? Si usted, mi querido reincidente, está pensando que de lo del DNI se libra porque se hace las fotocopias en casa con una impresora que es la repera y que escanea, imprime y hace fotocopias, lamento sacarlo de su error, pues usted ya pagó en su día el puñetero canon al adquirir la impresora y, además, la cantidad de tinta que emplea su magnífico ingenio electrónico para hacer esa simple copia, así como el precio de esa tinta, hacen que le resulte más económico que le fotocopien el DNI en la imprenta pese al canon y pese a la SGAE.

Y así podríamos seguir con que el precio de los discos duros aumenta hasta un 24 % aunque su ordenador sea para uso exclusivo de su tienda de lámparas y jamás vaya a albergar música alguna; o que el precio de su grabadora de DVD se incremente hasta en un 17% aunque sólo la use para obtener copias de seguridad de su contabilidad; o que el precio de su teléfono móvil crezca un 6 % aunque, como la mayoría de mortales, sólo lo utilice para llamar y recibir llamadas. ¿Y por qué? Porque “In dubio pro SGAE”, y usted está adquiriendo cachivaches en los que existe la posibilidad de albergar ficheros digitales sujetos a las leyes de propiedad intelectual.

Y se preguntarán mis queridos reincidentes si además del inalienable derecho al pataleo se puede hacer alguna cosa. Pues pueden ustedes firmar contra la aplicación del canon en la página web “www.todoscontraelcanon.es” (ya llevan recogidos varios centenares de miles de firmas, entre ellas la de un servidor) para que sean presentadas al gobierno, y donde se pueden dejar mensajitos del tipo “pues yo creía que tenía claro a quién iba a votar, pero con leyes como ésta…), aunque también pueden ponerle un par de velas negras a los de la SGAE, al más puro estilo bruja Lola, que sin duda las merecen.

Un servidor, por su parte, ya tiene decididas sus propias medidas anti SGAE. Por lo pronto no piensa comprar ni un puñetero DVD en España, que para eso tiene Andorra a una hora y media de su casa y se piensa pegar los 260 Km (ida y vuelta) de mil amores -aunque le resulte más caro el collar que el perro- sabiendo que ante eso la SGAE no puede hacer nada. Un paquete de 50 DVD cuesta unos 14 Euros en Andorra y aquí costará, una vez aplicado el canon, sobre unos 75; para que vean la magnitud de la tragedia, o de la estafa, como ustedes prefieran.

Y, además, ya puestos a pagar cánones aplicados a mi ordenador, o a las tarjetas de memoria de mi cámara de fotos o mi teléfono, atendiendo al razonamiento de que me cobran por si alguna vez se me ocurre bajar música de Internet, pues eso: que se me está ocurriendo ahora bajarme –obviamente por la patilla-, y de forma compulsiva, todas las canciones y todas las películas cuyos títulos se me pasen por la cabeza, y pienso grabarlas en mis DVD comprados en Andorra, en mi teléfono -que hasta ahora sólo utilizaba para llamar- y hasta en mi cámara de hacer fotos. ¡Ea!

Inteligencia emocional.

Artículo publicado en "vistazoalaprensa.com" en diciembre de 2007


No les hará falta a mis queridos reincidentes que les prevenga de que quien les escribe no posee titulación académica alguna que certifique el conocimiento en la materia sobre la que va a aburrirles en la columna de esta semana, y que los razonamientos que a colación de susodicho tema les plantee son fundamentados, exclusivamente, desde la condición de “enterao” que un servidor asume gustoso tras –eso sí- no pocas sesiones de tertulia cafetera con amiguetes, la lectura distraída de algún que otro artículo más o menos interesante sobre la materia, el hojeo más bien laxo de algún que otro libro – regalado- que trata –ni que sea de soslayo- el tema, y la presencia –a menudo forzosa- de un servidor de ustedes en ciertos cursos con los que algunas organizaciones pretenden formar y motivar sus miembros más descarriados; que poca más suele ser la formación específica recibida en algunos temas por muchos de los tertulianos mediáticos de indiscutible éxito, y eso que ellos ejercen a menudo como creadores de opinión, y que lo mismo disertan sobre la evolución de la macroeconomía y su repercusión en el IPC, que de la boda –graviditatis causam- de la nueva nuera –veremos lo que le dura- de la baronesa Thyssen.

Para aquellos de mis queridos reincidentes que hayan estado en coma en los últimos años, o realizando la concurrida ruta pedestre de Tian Shan hasta Altai, a través del inhóspito desierto del Gobi, referirles que la inteligencia emocional es, grosso modo, la capacidad de gestionar las emociones, ya sean propias o ajenas, de manera que nos permitan interactuar con el prójimo y con el mundo de una forma, no ya propicia, sino agradable. Buscando por la red se pueden encontrar infinidad de textos y artículos con comentarios del tipo “esta capacidad engloba habilidades tales como control de los impulsos, la autoconciencia, la motivación, el entusiasmo, la perseverancia, la empatía, la agilidad mental, etc. Estas habilidades configuran rasgos de carácter como la autodisciplina, la compasión o el altruismo, que resultan indispensables para una buena y creativa adaptación social”.

No les habrá pasado por alto a mis queridos reincidentes más avispados -y con cierta antigüedad en el insano ejercicio de leerme regularmente- que este columnista ya escribió sobre el tema, hará poco más de un año, en su artículo “Respirando hondo”, en la edición 219 de esta misma página, y en el que les relataba cómo un servidor, sucumbiendo ante los pequeños inconvenientes que habitualmente padece el más pintado cuando se halla en un entorno urbano y a ritmo frenético, mandaba a la porra, al unísono, a su firme voluntad de tomarse las cosas con filosofía y relajadamente como mandan los dictados de las teorías de la inteligencia emocional, y al amigo que le recriminaba el no poner en práctica dichos dictados y dichas teorías. A usted, mi querida/o y veterana/o reincidente, decirle que de eso hace ya casi cuatrocientos días, durante los cuales este columnista ha seguido un intenso proceso de autoconvencimiento y ha llevado a cabo ejercicios tendentes a desarrollar los mecanismos necesarios para pasar los problemas por el tamiz de la inteligencia emocional, y se halla ya a pocos pasos de conseguir que un conflicto se convierta en un ligero inconveniente, y que un inconveniente se convierta en un aliciente que torne en atractivo reto la resolución del otrora conflicto. Una vez un servidor desparrame en este folio virtual todo lo que pretende decirles esta semana, les mostraré algunos ejemplos que les permitirán comprobar cómo se puede acometer de forma emocionalmente inteligente situaciones que antaño sacaban a este articulista de sus casillas, pero me va a permitir, mi siempre comprensivo y solícito reincidente, que ahonde un pelín más en el asunto, en parte por mejor ilustrarles sobre el tema y en parte por proporcionar a esta columna una extensión más acorde con la que suele esperarse de los artículos de un servidor.

Y es que tradicionalmente hemos etiquetado como personas inteligentes a aquéllas capaces de realizar de forma inmediata trepidantes operaciones matemáticas, o a las dotadas de una espectacular memoria capaz de recordar la genealogía completa –incluyendo hijos no legítimos- de los reyes visigodos, o a las de ágil verbo y mejor prosa que nos deleitan con su culta conversación y sus magníficos textos, y, siendo esto cierto en la mayoría de ocasiones, no siempre se ha reconocido como inteligente a aquella persona capaz de gestionar sus emociones y sentimientos de manera que no le afecten los problemas, que no se altere ante las provocaciones o que resuelva los conflictos en el lapso de tiempo que el común de los mortales empleamos en maldecir nuestra mala fortuna y en soltar una reiterada sarta de exabruptos y palabras soeces. Un servidor les plantea un ejemplo real como la vida misma que aconteció a quien les escribe cuando –al revés que ocurre hoy- aún creía que esto de la inteligencia emocional era una patochada que sólo servía para que cuatro espabilados se forrasen vendiendo libros y organizando seminarios.

Conducía un servidor, camino del aeropuerto de El Prat, para llevar a una de sus primas de Almería a tomar el vuelo que la había de llevar a su casa. El tiempo más que justo. La nacional II, como siempre, hasta las trancas. El minutero del reloj parecía alimentado, no por diminutas baterías de níquel-cadmio, sino por una solución saturada a base de café exprés, tabasco y Red Bull.

Actitud de quien les escribe: Todo el camino renegando, pensando que debiera haber tenido en cuenta la hora y desplazarse por otra ruta menos congestionada, y acordándose durante todo el trayecto de la ministra Álvarez (la “reprobá”), de sus antecesores -y de sus homólogos autonómicos-; del organigrama al completo de la Dirección General de Tráfico -y otra vez de sus homólogos autonómicos- y del resto de conductores que, poco concentrados, reaccionaban casi una décima de segundo tarde cada vez que la caravana de vehículos reanudaba su marcha para recorrer otros siete u ocho metros antes de detenerse por enésima vez.

Actitud de su prima (persona emocionalmente inteligente)

- No te preocupes Miguel, probablemente el vuelo salga con retraso. Y si no, pues tomo el siguiente, y si no fuera posible, pues cambio el billete por otro para mañana y salimos con más tiempo. Es absurdo agobiarse porque ahora no depende de nosotros, sino del tráfico, el hecho de que lleguemos a tiempo.

Y -como suele acontecerles a las persones emocionalmente inteligentes, que el destino es cruel y castiga siempre a quien peor se lo toma- efectivamente, el vuelo llevaba el retraso suficiente como para poder perder una hora larga, después de haber facturado, tomando un cafetito con mi inteligente prima y reflexionando sobre la inutilidad de haberme pasado hora y media agobiado porque existía la posibilidad de que mi prima perdiese el vuelo, cuando ella -que era la principal interesada- se lo tomaba con inteligencia.

Defienden los expertos en el tema que confundimos nuestras expresiones hasta el punto de que éstas nos hacen caer en trampas que nos conducen al desasosiego. Ejemplo: Es frecuente la expresión “Este tío me pone de los nervios”. ¡Error! Los nervios son nuestros. Están a nuestras órdenes. Somos nosotros los que los gestionamos. La expresión correcta sería “No consigo evitar controlarme cuando veo a esta persona”. Sólo así, asumiendo que somos nosotros los que gestionamos mal nuestras emociones o nuestros impulsos, podremos intentar corregir ese déficit de autocontrol, porque resulta evidente que el hecho de que una persona nos saque de nuestras casillas no nos reporta nada positivo, y que si esa persona, con su mera presencia, provoca en nosotros reacciones desagradables, estamos propiciando que, en cierto modo, pese más en nosotros la presencia de ese sujeto que nuestra propia voluntad, con lo cual le estamos dando al interfecto o interfecta una importancia en nuestra vida que probablemente no tenga. De ahí la importancia del discurso y de las expresiones. Otra expresión, muy dada a aparecer tras la ruptura de una relación sentimental: “No puedo vivir sin él/ella” ¿Cómo que no? La expresión correcta sería “no quiero vivir sin él/ella” o “me resulta muy difícil aceptar su ausencia”, pero poder, mi querido reincidente, sabe usted que se puede y -ahora sí viene una expresión emocionalmente inteligente- querer es poder.

Y dirán ustedes que sí, que vale, que de acuerdo, pero que todo esto no es más que teoría y que llevarlo a la práctica resulta muy difícil y un servidor les contestará que sí, que vale, que de acuerdo, que nadie ha dicho que la vida sea fácil pero que con cierto aprendizaje se consigue. Existen diversos tipos de inteligencia y los humanos estamos más dotados para unas que para otras. Rememorando nuestras épocas de estudiantes recordaremos cómo a los que nos tiraban las letras nos resultaban más complicadas las Matemáticas que a los que les tiraban los números, pero al final, unos y otros, con mayor o menor esfuerzo en cada uno de los casos, conseguimos aprender a resolver ecuaciones, a operar con quebrados, e incluso a llegar a descubrir el logaritmo neperiano de “n” cuando éste tiende a infinito. Si logramos descubrir quién narices era aquella “n”, y eso que el límite –o quizás fuera la “n”- tendía a infinito, y como ustedes sabrán el infinito está cerca de la Conchinchina, (zona meridional del Vietnam próxima a Camboya) ¿no vamos a lograr gestionar nuestras emociones de manera positiva? Es cuestión –como entonces- de entrenamiento y de practicar con los ejercicios que nos pone la vida, no derrotándonos antes de empezar por sentirnos incapaces de conseguirlo. Infinitamente más difícil es hallar un límite neperiano entre Vietnam y Camboya.

Otro ejemplo, algo gamberro si ustedes quieren, pero hoy me pide el cuerpo meterme con Jiménez Losantos, que llevaba meses sin hacerlo.

A un servidor le ponía de los nervios escuchar al radiopredicador. Especialmente cuando soltaba por esa boca perlas como la de “este Gobierno sólo habla con terroristas, maricones y catalanes, a ver cuándo habla con la gente normal”. Pues bien, este columnista llegó a la conclusión de que el radioagitador no era lo suficientemente importante en su vida como para modificar su estado de ánimo y tomó una decisión inteligente. No escuchar jamás su programa, no asomar siquiera por sus publicaciones y cambiar de canal, ipso facto, si el susodicho pretendía colarse en casa a través de la tele.

No me digan que no es una decisión inteligente porque lo es. Tanto como lo sería que cualquiera de ustedes, en vez de invertir su tiempo leyendo columnas insustanciales como ésta, hiciesen lo propio con la de cualquiera de mis compañeros de página. Que lo verdaderamente inteligente es tener claro que -al contrario que ocurre con las Matemáticas- las verdades, ni siquiera las de un servidor, jamás son absolutas. Y siendo esto así, no debiéramos permitir que las opiniones de nadie nos solivianten el ánimo. Aquellas opiniones que se puedan digerir sin empacho, se digieren y santas pascuas. Y las que resulten manifiestamente indigestas se evitan. Así de fácil y así de inteligente. Que no todos los estómagos soportan de igual manera ciertos condimentos. Y el de un servidor es especialmente sensible a la intolerancia y a la incongruencia.

¡Ah! Y que tengan mis queridos reincidentes una feliz –y emocionalmente inteligente- Navidad.

Pantomima .

Articulo publicado en "vistazoalaprensa" en diciembre de 2007


La primera vez que un servidor escuchó a Melendi en la radio del coche, pobablemente porque no prestó excesiva atención a sus letras, no le pareció malo. Una buena base rítmica daba a su música un tinte alegre e invitaba a seguir el ritmo ni que fuera con el pie. La primera desilusión llegó al ver la portada de uno de sus discos compactos, al apreciar cómo en el título del álbum, en el rótulo en el que se leía el nombre del artista, éste aparecía culminado con una hoja de marihuana que hacía las veces de singular punto sobre la i. “Lástima”, se dijo un servidor, pues sabía que, a partir de aquel instante, por el hecho –nada mero a mi juicio- de publicitar las drogas en su “marca” iba a juzgar de un modo estricto a ese chaval e iba a mirar desde la desconfianza cualquier cosa que cantara, dijera o hiciese. Y a eso vamos.

Y sin querer entrar en el sempiterno debate sobre si las drogas deben legalizarse o no, tema en absoluto baladí, ya sabrán los reincidentes más fieles de este columnista que un servidor opina que se debiera de ser especialmente cuidadoso con el tema de las drogas cuando éstas se asocian a los iconos que nuestros jóvenes toman como modelo, llegando a idolatrarlos, colocándonos a los padres en evidente posición de desventaja con nuestros hijos, especialmente cuando éstos son adolescentes, etapa en la que dan infinitamente más valor a los estereotipos que patrocinan sus héroes mediáticos, que a los valores que los padres nos empeñamos –con mayor o menor habilidad y éxito- en transmitirles.

En cualquier caso, como les decía, el hecho de comprobar que el tal Melendi se apuntaba a la cultura de la marihuana, sirvió para que considerara a ese menda más peligroso que un mono con una metralleta y con hipo, máxime cuando uno, tras examinar a ese tío con lupa, se da cuenta de que bombardea a nuestros menores con letras como ésta:

Hoy, me voy a comer el mundo
Voy a pasar de este curro que ya no me da pa ná
Y hoy , te voy a decir la verdad
Comienza mi nueva vida.......
Vuelvo a traficar.

En definitiva, que hacerse camello es económicamente más rentable que servir hamburguesas en el BurriKing y encima cansa bastante menos. Sólo le ha faltado decir: Chavales de todo el mundo. Dejad vuestras ocupaciones y meteos a narcotraficantes, veréis qué gozada. Fijaos lo bien que me ha ido a mí.

¿Mandan o no mandan huevos? Sigan leyendo y verán que sí.

Y aunque los burros siempre vuelen
Y los camellos se ahoguen en el mar
La vida es demasiado bella
Para perderla en trabajar
Y si el trabajo dignifica o deja de dignificar
Si no sé lo que esto significa
¿Qué coño más me da?
Yo vuelvo a traficar

No es de extrañar que no sepa el significado del verbo “dignificar” pues presume el nota éste de no haber leído –igual que doña Victoria Adams de Beckam- un libro en su vida. Otro buen mensaje, sin duda alguna, para nuestros adolescentes.

En cualquier caso es escandaloso que a este tipo, que transmite estos aleccionadores mensajes a nuestros jóvenes, numerosos ayuntamientos de España le hayan estado pagando sus vicios con fondos públicos, contratándolo para sus fiestas mayores y demás eventos organizados por o para la Administración. Saber que uno sólo de los numerosos –y a todas luces excesivos- euros que Hacienda le cobra a un servidor por existir, puedan ir a parar a las manos del Melendi ése, para que se monte fiestas donde corra la marihuana más que el aire, hace que a quien suscribe le suba la bilirrubina, la transaminasa, el hematocrito y hasta el colesterol, o lo que es lo mismo, que lo pone de una mala leche espantosa, porque que le fastidien a uno un veintitantos por ciento de lo que gana con el sudor de sus axilas –me van a disculpar mis queridos reincidentes, pero a un servidor no suele sudarle la frente- para que vayan y se lo suelten a este apologista de las drogas -llámenme puntilloso y anticuado, si ustedes lo desean- no me parece que sea de recibo. Que las drogas existen es evidente, que no hay que caer en la negación ni en la ocultación es indiscutible, pero de ahí a que se patrocine a cargo del erario a quien recomienda en sus canciones mandar a la porra al negrero del jefe y dedicarse a pasar costo por las esquinas, va un trecho largo. Un pedazo de trecho.

No escarmienta el chaval, señal de que le va bien, y saca una canción –promocionada generosamente incluso en las cadenas públicas, muy probablemente utilizando alguno de mis euros- que titula “Calle Pantomima” en la que este sujeto de aspecto poco aseado afirma haber tenido un dulce sueño en el que se ve en un paraíso idílico para su modus vivendi: “Donde las plantas que se fumaban se cultivaban en los balcones” –le debió salir mal lo de traficar y ahora se autoabastece- “donde la luna se ponía todos los días” –hay que ver la luna, antes icono de enamorados y ahora toda puesta, hasta las cejas de maría y sirviendo de símbolo a los drogatas- “donde las leyes las hagan los peatones” –machismo puro, pues debiera haber dicho peatones y peatonas- “donde no toque los huevos la policía” –metáfora barbitúrico y/o alucinógena en la que convierte en urólogos a los polis- “donde las hostias nos sepan a caricias” – o sea, que le da igual que le zurren, lo que no quiere es que le duela- “y los camellos nos perdonen las pifias” – una pifia con un camello debe significar el hecho de pretender que éstos le proporcionen el género por la patilla, de lo que se deduce que el cambio climático –diga lo que diga el primo de Rajoy- le ha arruinado la cosecha en el balcón y ha de recurrir a la adquisición de producto importado y/o manufacturado a través de intermediarios y, además, con pagarés a noventa días.

Y si ya andaba uno de punta con el tío éste de las rastas, va y monta la del avión. Se presenta en un vuelo más puesto que la luna de su canción, y con alguna que otra botella de Pacharán a bordo –y luego a usted no le dejarán subir al avión una minúscula botellita de agua de 15 c.c. para su niño de tres años- y cuando se le acaba el combustible, pide más alpiste y el auxiliar de vuelo se lo niega por ir ya con una tajada como un piano, monta la de Dios es Cristo e insulta a tripulación y a viajeros, liando tal pollo que el comandante se ve en la obligación de dar la vuelta y aterrizar de nuevo por no poder garantizar la seguridad en la nave con el tal Melendi de esa guisa a bordo. Natural, no había en el avión un par de policías que ejercieran de urólogos tal y como el niño éste soñó. De haberlos habido, otro gallo le hubiese cantado al cantante.

Alguno de mis reincidentes me dirá que no sea tan duro con el chico, que un día tonto lo tiene cualquiera y que, al fin y al cabo, el chaval pidió disculpas. Y yo le responderé que sí, pero que si leemos íntegramente el comunicado emitido por el de las rastas, efectivamente pide -de forma somera y de soslayo- tímidas disculpas, si bien arremete contra la tripulación y contra la desmesurada decisión del comandante, ofreciendo una versión sesgada de los hechos que se contradice radicalmente con la dada por diversos pasajeros que narraron la actitud prepotente, chulesca y amenazadora del niño de las rastas, y cómo los casi doscientos pasajeros se pusieron en contra de él.

Presume el tal Melendi de anticapitalista, y viaja en clase business, de antisistema y ya me gustaría a mí ver en qué invierte sus pingues beneficios y –no se lo pierdan- de ecologista, obviando el hecho de que el pitote que armó en el vuelo a causa su borrachera y de su actitud “agresiva y provocadora” , supuso que se quemaran en balde –pues el avión tuvo que desandar lo andado tras tres horas de vuelo - miles y miles de litros de queroseno, cuyas emisiones nuestra atmósfera bien se podría haber ahorrado si el niño Melendi se hubiese comportado como un ser civilizado. ¿Así actúa un ecologista? Menuda pantomima.

Ikea.

Artículo publicado en "vistazoalaprensa" en febrero de 2005

No sabe uno dónde debe residir el éxito de esta gente de Ikea, pero algo han de tener estos suecos cuando han logrado extender su imperio por todo el planeta, abriendo sucursales en más de treinta países en los cinco continentes. Y no creo, sinceramente, que sea la supuesta comida sueca que sirven en sus restaurantes. En cualquier caso, algo tienen que hace que, a pesar de las torturas a las que someten a sus clientes -si siguen leyendo verán algunas muestras reales como la vida misma-, éstos reinciden irremediablemente.

Uno llega a Ikea por primera vez como aquél que va a un centro comercial cualquiera. Éste es el primer error. En el resto de centros comerciales uno tiene la opción de darse media vuelta en cuanto le plazca y salir tranquilamente por donde ha entrado. Aquí no. Aquí succionan al incauto cliente en un laberinto sin vuelta atrás -está prohibido salir por donde se entra y dos vigilantes de seguridad recuerdan amablemente esta prohibición a todo aquél que quiera recobrar su derecho a la libre circulación y volver a la calle-, y, aunque sólo quiera comprar un cojín y una taza de desayuno, lo obligan a patearse la sección de dormitorios, la de cocinas, la de salones, la de sillas y sillones, la de cortinas, la de jardinería, la de menaje, y mil etcéteras más, forzándolo a un trasiego inducido que le lleva por esa especie de cauce de río que fluye y serpentea por todas y cada una de las secciones que el Sr. Ikea pone a disposición de sus clientes.

Uno va a Ikea, además de a dejarse el dinero, a trabajar. Porque elige una bonita lámpara de diseño que mide un metro ochenta, se apunta en un papelito la referencia, el pasillo y la sección para luego buscarla en el almacén, cogerla de la estantería subiéndose en una escalera roja (siempre da la casualidad que el artículo preferido está en los estantes más altos) de dudosa estabilidad, y llevar el bártulo como puede hasta la caja haciendo los mil y un malabarismos, porque sorprendentemente ocupa mucho más espacio plegada y empaquetada del que ocupaba antes en la exposición. Cuando después de decenas de codazos, achuchones y demás muestras afectivas a las que los humanos somos tan propensos en las aglomeraciones, llega uno a la caja rápida, y después de hacer una cola de veinte minutos, la cajera malhumorada (imagino que fastidiada por ser la única que realmente trabaja en ese local donde el cliente lo hace todo) le informa de que en esa caja no se aceptan tarjetas de crédito. Toca de nuevo la pista americana pero a la inversa, con el agravante de que ahora va uno a contra corriente y, además de sortear otros clientes igual de cabreados, haciendo oídos sordos (o plantando cara en plan pendenciero, en función de las preferencias y el ánimo de cada cual) ha de soportar los comentarios de desaprobación de los que, colocados detrás, en la cola de la caja, han de desmontar los chiringuitos que han construido con sus compras y sus carritos a la espera de que la cajera de la mala baba les diga que en esa caja sólo se cobra en efectivo.

Una vez recuperada la posición y colocado nuevamente en el sentido de la marcha y en una nueva caja -que por no ser rápida atiende a la gente que más compra lleva- espera uno pacientemente (o impacientemente en el caso de los fumadores que llevan más de dos horas de impuesta abstención tabaquera) a que una nueva cajera, igual de antipática que la anterior pero que sí acepta tarjetas de crédito, cobre al cándido cliente, además de la lámpara, treinta céntimos por una bolsa de papel, pues a uno le faltan manos para llevar el enorme paquete, la bombilla (no incluida en la caja de la lámpara ni en el precio de la misma) y el alargo de cable necesario, que el del enchufe que lleva la lamparita no mide más palmo y medio.

Una vez abonado el importe total de compra y bolsas, la señorita desagradable pregunta -mejor dicho, exige- que se le diga el código postal donde reside el cliente, no sé si para ajustar su política de mercadotecnia o para elaborar una estadística de aquellas ciudades con mayor número de pardillos capaces de pagar por hacer un trabajo que debieran hacer los empleados de Ikea. Les confieso que éste que les escribe miente deliberadamente a la señorita borde y le da el primer número que se le viene a la cabeza.

-Oiga, que dice el ordenador que ese código postal no existe.
-Es un código postal de Tanzania, señorita. Sólo estamos aquí de vacaciones y hemos aprovechado para comprar esta lámpara tan bonita, que en Tanzania es difícil encontrar este tipo de artículos.

Habrá observado el lector avispado que la cajera no ha reparado en el hecho de que en Tanzania, como en la mayoría de países del este africano, la red pública eléctrica funciona todavía a 125 voltios, mientras que la lámpara va a 220. Esa imperdonable desatención, que redunda en perjuicio de los clientes que no son debidamente informados, viene motivada por la mala leche que destila ese espécimen de empleada que, además, le constriñe el intelecto.

Retomando el tema les prometo que el día que las cajeras de Ikea sean simpáticas y pidan amablemente el código postal, un servidor, no sólo no tendrá inconveniente en facilitarle el verdadero, sino que lo hará de mil amores.

A estas alturas ya lleva uno la mitad de la prueba superada. Ahora viene la ardua tarea de introducir el enorme paquete en el maletero del coche. Se suele solventar la papeleta plegando el asiento trasero, lo que implica llevar a los niños sentados en el maletero dándose cogotazos con la luna trasera a cada frenazo, circunstancia que, lejos de provocar alarma y preocupación, suele ser motivo de alborozo para toda la familia que festeja cada golpe con risas, aplausos y jocosos comentarios del tipo: “en lo de cabeza dura este niño ha salido a su padre ¿verdad?”

Una vez superado el atasco que inexorablemente distrae y entretiene cada sábado a los conductores que circulan en las inmediaciones de los Ikea, llega uno a su casa y se enfrenta a la recta final de la hazaña. Es la hora de la verdad: a montar la lámpara.

Un endemoniado jeroglífico, que tiene toda la pinta de haber sido dibujado por un parvulito torpe con sobredosis de cafeína, es la única ayuda que el Sr. Ikea proporciona a sus clientes en cuanto al montaje se refiere. Los niños se empeñan en ayudar a papá y, una vez que mamá les ha puesto hielo en los chichones y les ha curado con mercromina las heridas inciso-contusas que han sufrido en su destierro en el maletero, no se conforman con la importantísima misión de llevar los cartones al contenedor de recogida selectiva, por lo que no paran de berrear hasta que se accede a que uno de ellos aguante en posición vertical el pie de la lámpara mientras que el otro sujeta el plano-guía y le proporciona a papá las herramientas que éste le va pidiendo cual neurocirujano sumido en una delicada intervención. Ni con la ayuda de ese cuñado manitas que hay en todas las familias se consigue que la lámpara se sostenga erguida y sin vaivenes. Y se acaba recurriendo a ese vecino ingeniero, que, si logra el buen hombre que se sustente un puente colgante, a buen seguro conseguirá que la lámpara se aguante derecha. Y como uno no es desagradecido, y el vecino ha sudado tinta para conseguir montar la dichosa lamparita, lo invita a cenar a él y a su señora y a los niños de ambos, que, junto con los propios, organizan un partidillo de fútbol en el comedor y se cargan la flamante lámpara de un certero balonazo.
-No riñas más al niño, hombre –reprocha la esposa- El sábado que viene volvemos a Ikea y compramos otra.

Curas de los míos.

Artículo publicado en "vistazoalaprensa.com" en abril de 2007

Por ser quien les escribe algo proclive a contarles a ustedes batallitas de la infancia, ya sabrán aquellos de mis reincidentes con cierta veteranía en estas páginas que un servidor se educó en un colegio de curas. No tanto por las convicciones católicas de la familia de un servidor como por la estupenda fama de la que gozaba aquel colegio, los padres de este columnista llevaron a cabo no pocos sacrificios para que su primogénito, en vez de ir a la “escuela nacional” del barrio como la mayoría de los chavales de su entorno, pudiera asistir a un centro de los entonces llamados “de pago”, en el que a buen seguro dotarían a quien les escribe de una educación en consonancia con la mensualidad abonada.

Y por mucho que un servidor, de talante cerril y un puntillo holgazán, no aprovechara en demasía cuanto saber se le brindara en aquellas aulas, lo cierto es que notarse se notaba. Porque en aquel colegio la asignatura de Religión la impartía un “hermano”, vocablo éste que en el fuero interno de aquel niño que un día fue un servidor sonaba de mayor categoría que los simples curas, normales y corrientes, que, sin el rango de “hermano”, hacían lo propio en los colegios de sus amigos. Porque no vayan ustedes a creer que un “hermano” era un cura cualquiera, no. Un hermano de la Salle era un religioso que había consagrado su vida a servir a Dios y a la docencia, entonces llamada enseñanza. De la misma manera, si en las escuelas nacionales daban clases maestros, los seglares que impartían educación en el colegio de un servidor no eran sino profesores. Así, a mis escasos seis o siete añitos me sentía afortunadísimo de ser instruido por hermanos y profesores, en vez de por vulgares curas y maestros. Mientras a los amigos de un servidor les mandaban deberes y les ponían cuentas, a quien les escribe le encargaban tareas y ejercicios de cálculo, y ya con diez u once añitos podía un servidor presumir –ante la admiración de los que estudiaban en los nacionales- de saber pronunciar con corrección lo de “my taylor is rich” o entender a los Beatles cuando cantaban lo de “all my troubles seemed so far away”, frase que –dicho sea de paso- nos viene a todos ahora al pelo. Un servidor gozaba, además, del privilegio de estudiar materias de las que en los colegios nacionales ni se oía hablar, como Solfeo, Pretecnología o Mecanografía, o del indiscutible lujazo de recibir clases de Judo dos veces por semana.

Y no sólo destacábamos los alumnos de la Salle frente a nuestros congéneres de la escuela pública en las materias científicas, literarias o de humanidades; en el terreno espiritual nos salíamos de la tabla y cuando nos llegaba la hora de prepararnos para la Eucaristía en las entonces llamadas clases de Catecismo, que no se impartían en los colegios sino en las parroquias, los alumnos de “los hermanos” arrasábamos con nuestros conocimientos sin par sobre los Sacramentos, los Mandamientos de la Ley de Dios o La Biblia, que no en vano triplicábamos las horas dedicadas a Religión, amén de estar obligados -por añadidura- a ir a misa todos los domingos y fiestas de guardar so pena de quedarnos el lunes sin patio todos aquellos que no recordáramos la liturgia del domingo en misa, mientras que el resto de estudiantes podía pasar las mañanas dominicales durmiendo a pierna suelta o de lo más entretenidos atando latas al rabo de los perros.

Cuando quien les escribe escuchaba blasfemar a alguno de sus amigos, no entendía cómo alguien podía expresarse en tales términos sin sentir sobre su cabeza el terrible y firme mazo de la condenación eterna.

- Mamá, Pedrito ha dicho “me cago en la (autocensura del autor)” y dice el Hermano Victorino que si te cagas en la (autocensura del autor) te castiga Dios.

- Pues ya sabes lo que hay, tú no digas esas cosas.

- Es que dice Pedrito que eso es mentira, que él lo dice todos los días y nunca le ha castigado, y que, como mucho, si lo oye su madre, le arrea con la zapatilla.

- Más sabrá el hermano Victorino que Pedrito, ¿no?

- Pues sí.

- Tú verás entonces a quién de los dos te conviene creer.

Aunque uno advertía a Pedrito que si no le castigaba el Señor era porque Dios tenía mucha paciencia, pero que el día que se le acabase se iba a enterar de lo que costaba un peine, Pedrito no cejaba en sus defecaciones blasfemas. Y si les soy sincero, mucho no le ha castigado Dios todavía porque Pedrito es hoy propietario de una empresa que produce obscenos dividendos, conduce un vehículo que cuesta casi diez veces lo que el de un servidor, conserva la misma mata de pelo de los veinte años y sin una sola cana y, por si fuera poco, Hacienda le devuelve un dineral ejercicio tras ejercicio. Quizás se condene en la otra vida, pero que le quiten lo bailao en ésta...

Y no sólo blasfemar era causa de condenación, el incumplimiento de los Mandamientos –especialmente si la transgresión era sistemática- se consideraba suficiente para arder en la caldera más gorda de Pepe Botero, con lo que un servidor se hizo especialmente cuidadoso a fin de no blasfemar, ni mentir, ni insultar al prójimo, ni se le pasó por la cabeza jamás infringir otros mandamientos serios como el de no robarás o no desearás el Madelman del prójimo.

Años más tarde, el hermano Casas -no consigo recordar su nombre de pila-, que era joven, rubio, de pelo larguísimo y con barba a lo Jesucristo, respondiendo a la consulta de un angustiado alumno que le preguntaba qué podría pasarle a un niño –a esas edades uno no se plantea lo que le pueda suceder a un adulto, que sabe más y puede valerse mejor por sí mismo- que, tras haber cometido un pecado, le atropellase un tranvía antes de tener tiempo de ir a confesarse, nos tranquilizaba a todos al revelarnos un recurso que nos serviría, cual salvoconducto, hasta el momento de llegar al confesionario a expiar nuestra culpa: el acto de contrición.

- Si pecas u ofendes a Dios has de decir inmediatamente: “hago acto de contrición” y te vas derechito a confesarte. Dios entenderá que te has arrepentido, de forma que si durante el trayecto te ocurriera alguna desgracia, el Señor te dará por perdonado porque tu voluntad era la de acudir a pedirle perdón.

Menudo chollo eso del acto de contrición. Rápidamente aprendimos a pervertir la norma y cuando algún chaval te tocaba las narices más allá del borde de la paciencia de cada cual, le soltabas:

- Tú, caraculo, vete a la mierda.

Y acto seguido, para tus adentros, repetías varias veces “hago acto de contrición, hago acto de contrición, hago acto de contrición...”, y a otra cosa mariposa.

- ¿Quién ha sido el que ha tirado la bomba fétida? ¿Ha sido usted, Martínez?

Y si antes Martínez (o séase un servidor) hubiera agachado la cabeza y hubiera asentido, avergonzado, que mentirle a un profesor era pecado y gordo, ahora, merced al magnífico acto de contrición, respondía con seguridad al hermano de turno:

- No, hermano. No he sido yo.

Y acto seguido, nuevamente para sus adentros, “hago acto de contrición, hago acto de contrición, hago acto de contrición”, y allí paz y después gloria. Y si el día que tocaba confesión olvidábamos algún pecado, tampoco ocurría nada, que ya se había cuidado un servidor de preguntarle sobre el asunto al hermano Casas, quien había respondido que lo importante era la intención; y ante tal panorama, ya se sabe, la memoria -como la conciencia- es selectiva y desecha lo que menos le interesa.

Durante aquellos años uno creía que cualquier religioso, ya fuese cura, hermano u obispo, debía ser por fuerza persona ejemplar, sin defectos ni vicios, fiel a sus principios y seguidor a pies juntillas de la Ley de Dios, pero algún que otro detalle, insignificante si ustedes quieren –como la insistencia de algún hombre con sotana (que no hermano) a que venciésemos nuestro pudor y nos duchásemos totalmente desnudos en los vestuarios y su agobiante obstinación en colaborar en nuestro aseo personal más íntimo, y otras menudencias de índole similar- hizo que algunos llegásemos a la conclusión de que no todos los curas –como no todos los médicos o los sexadores de pollos- eran buena gente. Y aunque muchos curas seguían siendo “de los míos”, es decir, de los que se esmeraban en enseñarnos a ser honestos, amar los libros y escribir sin faltas de ortografía, aliviando nuestros agobios y temores mediante el truquillo del acto de contrición, aprendimos a reconocer a otros de los que no se podía uno fiar un pelo.

Así, treinta y tantos años más tarde, siento especial admiración por el mosén Ballarín, por el padre Casaldáliga, y por el hermano Isidro y especialmente por el hermano Victorino (¿vivirá aún?), quien a base de tirones de patillas me reconvirtió al amor por la lengua y la literatura, por el mosén Tuneu que consiguió que me interesara por el Latín, y por muchos otros curas, párrocos, mosenes y obispos que viven su fe ayudando al prójimo, sin mirar ni el color de su piel ni el estado de su cuenta bancaria ni el sexo de con quién se acuestan ni el destino de los votos de cada cual.

Incluso en estos días en los que uno ve cómo parte de La Iglesia contribuye a fletar buques mediáticos de guerra, alimentando de pólvora -o quién sabe si de ácido bórico, que aún hay quien cree que es un explosivo- a cañoneros a sueldo, que a grito pelado lanzan sus salvas de odio y de mala leche sobre todo aquel que no sea afín a sus postulados, ya sea político, periodista o ciudadano de a pie, sin olvidar a otros curas que son, por lo mismo, considerados “rojos”, incluso así, todavía hoy -gracias a Dios- veo a muchos curas de los míos, curas de aquellos que nos enseñaban que injuriar, mentir, insultar y manipular no estaba bien y que, por lo mismo, no debiera ser ése, en ningún caso, el proceder de los cristianos. Y al hilo de periodistas vilipendiando periodistas, y dicho sea de paso, se ha desvelado en el juicio del 11-M que la policía barajó en un principio la posibilidad de que hubiese terroristas suicidas, siendo así que a los periodistas que conocieron y transmitieron entonces la noticia les dieron, desde determinados medios, por todos lados, acusándolos de mentirosos y manipuladores.

Por eso, y retomo el tema, uno aplaude que Monseñor Enrique Planas, experto en comunicación del Vaticano, se muestre profundamente molesto por el proceder y el comportamiento del radiopredicador de cierta emisora, de determinada Conferencia, considerándolo contraproducente para la Iglesia, y recomiende “tomar medidas”; o que el Abad de Montserrat lamente "la crispación y el clima de intolerancia y animadversión que se ha creado por parte de ciertos políticos y algunos medios de comunicación, incluso alguno eclesiástico"; o que el arzobispo Martínez Sistachs se moje del todo cuando afirma que “La COPE no ayuda a nuestro ministerio ni ayuda al papel de los cristianos en la sociedad".

Y uno se queda más que perplejo cuando el Presidente de la Conferencia Episcopal, Ricardo Blázquez, que algo debiera mandar en la COPE, afirma en su discurso de apertura de la Asamblea Plenaria que “la Iglesia no debe tener un ordenamiento político preferible” y que “es el pueblo el que debe determinar libremente las formas más adecuadas de organizar la vida política. Toda intervención directa de la Iglesia constituiría una ingerencia indebida". ¡Casi na!

Y aunque un servidor aplauda también ese discurso, le da en la nariz que a monseñor Blázquez lo puentean en la Conferencia lo que a la batería de un Seat 600 de quinta mano.

Quién sabe si no tendrán razón los que opinan que por mucho que la COPE no sea, ni para la propia Conferencia siquiera, el paradigma de lo que debiera de ser una radio patrocinada por obispos, económicamente sí que interese. Porque la pela -incluso fuera de Cataluña- es la pela. Por mucho que su reino no sea de este mundo

Las 25 leyes más absurdas del mundo.

Artículo publicado en "vistazoalaprensa.com" en agosto de 2007


Andaba quien les escribe ejerciendo de turista, con su cámara colgada al cuello, sus pantalones cortos y su camisa hawaiana, paseando por la medina de Kairouan, en Túnez, cuando le llamó la atención la comisaría de policía allí ubicada. Era un cubículo, de no más de 16 metros cuadrados, culminado, eso sí, con una vistosa cúpula -mejor dicho, cupulita, que para pocos excesos arquitectónicos daban las dimensiones de aquellas cuatro paredes- que otorgaba a la minúscula construcción un indiscutible aire exótico. De la misma manera que algunos palacios orientales recuerdan a quien los contempla los relatos de las mil y una noches, aquella diminuta comisaría recordaba aquel entremés de los hermanos Álvarez Quintero titulado “El cuartito de hora”, que poco más que un cuartito era aquella construcción, y poco más de un cuarto de hora se debió invertir en construirla. La dependencia policial estaba constituida por una única habitación que hacía las veces de despacho en el que atender a las personas –por supuesto de una en una- y nada más, que ni siquiera para un perchero daba el exiguo espacio.



Y tanto me llamó la atención que, sin dudarlo un instante, apunté la cámara de fotos a la comisariílla y le saqué esa instantánea que ustedes están viendo. Y andaba un servidor estudiando un nuevo enfoque, con la intención de que no apareciese el señor ése que pueden ver caminando tras la Renault Express, cuando un lugareño que vendía especias junto a la comisaría empezó a vociferarme, primero en lo que intuí árabe, y luego -imagino que al ver el hombre que un servidor no se entraba de nada- en francés:

- ¡C’est Interdite! ¡C’est Interdite! (A grito pelado y con cara de pocos amigos)

Y fue entonces cuando un servidor cayó en la cuenta de que quizás, con su irresponsable actitud y osada conducta, estaba poniendo en riesgo la seguridad nacional de Túnez al fotografiar aquel baluarte de la defensa magrebí, por lo que, en pretendido francés, quien les escribe intentaba tranquilizar a aquel alarmado mercader.

- Je ne suis pas terrorist, je suis tourist, de l’Espagne – a la vez que con el índice señalaba la gorra del Barça que identificaba a un servidor, al menos por aquellos lares, como un guiri con todas las de la ley.

Aquel comprometido ciudadano interrogaba a un servidor sobre el motivo por el que estaba fotografiando un “Hotel de Police” y aquí quien les escribe dudaba entre decirle la verdad – que le había llamado la atención lo cutre y cochambroso- y ofenderle en su orgullo patrio, o bien inventar una excusa que saciara su curiosidad y que despejase sus dudas sobre las intenciones –por supuesto nobles- de quien les escribe, barajando la posibilidad de identificarme como periodista de Vistazo a la Prensa y justificar la fotografía de la comisaría en base a un expreso encargo de nuestro director, por precisar él esa foto para sus memorias de próxima publicación, al haber pasado en aquella comisaría largas horas declarando por un turbio asunto de faldas, adulteración de licor de dátiles y contrabando de camellos, siendo entonces don José Luis un apuesto militar español que capitaneaba una bandera de La Legión Extranjera, hallándose en la entonces provincia francesa llevando una misión de contención de las hordas independentistas sublevadas, si bien, en aquel momento, apareció un policía al que el especialista –recuerden que vendía especias- puso en antecedentes sobre la conducta subversiva -y quién sabe si saboteadora- de un servidor y, como bien es sabido que la necesidad agudiza el ingenio, a un servidor le brotó la excusa perfecta casi sin darse cuenta, y en menos de lo que canta un triunfito, se hallaba quien les escribe explicándole al agente de la ley tener un amigo policía en España que coleccionaba fotografías de comisarías de todo el mundo, y que había recibido de éste el encargo de fotografiar las más pintorescas de cuantas viera, saldando sin más el escollo, aunque con la severa advertencia del policía de que, en lo sucesivo, antes de fotografiar un Hotel de Police, -se quedó un servidor con las ganas de soltarle que aquello no llegaba ni a motelito, pero no estaba el horno para bollos- pidiese siempre permiso.

Y les cuento todo esto, mis queridos reincidentes, porque la ignorancia de un servidor, que no sabía que “c’est Interdite” fotografiar mini “Hotels de Police” en Túnez, y, aunque tal y como está el patio y con lo del terrorismo internacional quizás fuera el sentido común el que abandonara a quien les escribe en el momento de ocurrírsele tomar la dichosa foto –a saber qué se imaginaría cualquiera de nosotros si observase a un tunecino fotografiando un cuartel de la Guardia Civil- bien es verdad que cuando uno visita el extranjero puede incurrir en ilegalidades específicas de cada país sin mediar dolo, sino por mero desconocimiento; máxime después de haber leído el contenido de un listado, publicado por el prestigioso diario londinense The Times, que recopila las 25 leyes más absurdas del mundo y entre las que, como era de esperar, no se encuentra fotografiar comisarías liliputienses en el Magreb oriental.

Son leyes que en su día o bien tuvieron su lógica y respondían a necesidades de la ciudadanía de entonces, o bien fueron promulgadas para solucionar un problema puntual y concreto y que, olvidadas en los rancios desvanes de la judicatura, nadie se acordó de abolir. Es por lo que, si mis queridos reincidentes me lo permiten, voy a transcribirles aquí esas 25 leyes, haciendo referencia al lugar en el que siguen vigentes, no sea que alguno de ustedes, de vacaciones en el extranjero, se vea en un apuro a causa de la aplicación de alguna de esas inverosímiles normas por parte de algún agente de la ley en exceso puntilloso.

1) Si pasea usted por alguna de las costas de la Gran Bretaña y encuentra una ballena muerta a la deriva, ni se le ocurra echarla al maletero de su utilitario, pues el esfuerzo será en balde. Sepa usted, mi querido reincidente, que los cetáceos difuntos hallados en las costas del Reino Unido tienen dueño. La cabeza pertenece al Rey (consorte) mientras que la cola se la puede quedar la Reina si necesitase de sus huesos para hacerse un corsé. Así que ya lo sabe. En el caso de que encuentre usted un fiambre de ballena y quiera agenciársela, como mínimo, deberá dejar en Buckingham Palace cabeza y cola. No lo olvide.

2) Si es usted médico y viaja a Bahrein debe llevar un espejo en su equipaje, porque si durante el viaje alguna señora –o señorita- se pone de parto y alguien pregunta lo de “¿Hay algún médico?” -circunstancia en la que suele verse todo galeno cuando está de vacaciones- lo va a necesitar, porque sepa usted que las leyes en ese país establecen para los médicos la prohibición de mirar directamente los genitales de una dama, siendo obligatorio examinar la zona alegre femenina a través de un espejo. Procúrese uno en condiciones, no vaya a ser que las distorsiones provocadas en los reflejos de esos espejos de baratillo comprados en las tiendas de todo a 60 céntimos, le hagan anudar el cordón umbilical en el tobillo de la criatura, con el consecuente y vergonzoso desprestigio, a los ojos de los habitantes de Bahrein, de nuestros licenciados en Medicina y Cirugía.

3) Si viaja usted a Londres aquejado de peste, que sepa que no puede usted subir a un taxi. Puede subir, tranquilamente, si tiene usted malaria, si está aquejado del virus del ébola o tuberculoso perdido. Pero con peste, ni se le ocurra. Lo prohíben las leyes de su Graciosa Majestad. Qué incómodo un corsé con huesos de Ballena, ¿no?

4) Aquéllas de mis queridas reincidentes casadas, usuarias de dentadura postiza y de viaje por los EEUU sin su pareja, recuerden llevar una autorización de su marido en la que conste expresamente que le consiente llevar dentadura postiza. Es de imaginar que el origen de esta norma – la obligatoriedad para las damas casadas de recibir permiso expreso de sus maridos para llevar dentadura postiza- responda al mordisco recibido –vayan ustedes a saber dónde- por un tipo que no sabía que su parienta se había provisto, ilegítima y traicioneramente, de dientes. Si no lleva usted la autorización podrá ser desprovista de la dentadura. Así que ya lo sabe. O autorización, o varias dentaduras de recambio.

5) Seguimos en EEUU, en la ciudad de Boulder, Colorado. Allí está prohibido ser propietario de una mascota. En todo caso puede ser su protector. Así que si se lleva a su loro de viaje por Boulder ni se le ocurra decir que es suyo si no quiere verse en un lío. Puede presentarlo como adoptado, pareja de hecho o como amigo de la infancia, pero jamás como mascota de su propiedad. Asimismo, en esa ciudad existe la prohibición de matar pájaros dentro de los límites del casco urbano, por lo que si siente el irrefrenable impulso de apedrear un grajo o de atropellar una paloma, tenga la paciencia suficiente como para esperar a hacerlo una vez se halle en las afueras.

6) En York, Inglaterra, no debe usted asesinar a un escocés, a menos que éste vaya armado con arco y flechas y circule dentro de las murallas. En tal caso, barra libre.

7) En Chester los galeses no pueden entrar en la ciudad antes de la salida del Sol, y han de abandonarla antes de que el Astro Rey se ponga. No sé de qué se quejan los galeses. Mucho peor es pertenecer al equipo escocés de tiro con arco y competir en los campeonatos de York que se celebren dentro del recinto amurallado.

8) En Kentucky es ilegal llevar armas de ocultas entre las ropas si éstas –las armas, no las ropas- exceden de 182 centímetros. He de recordar avisar a mi amiguete Menéndez, sargento de la Compañía de Guardias Reales Alabarderos, no se le vaya ocurrir viajar a Kentucky y llevarse oculta su herramienta de trabajo. ¿Absurda esta ley, verdad? ¿O es que acaso a uno que lleve una pica de 2 metros debajo de la camiseta se le nota en la cara? ¿O es que realizan registros aleatorios a los transeúntes por si alguno lleva una lanza mohicana debajo del traje?

9) En florida es ilegal, so pena de prisión, que las mujeres solteras se lancen en paracaídas los domingos. Así que advertida queda, mi querida reincidente soltera. O se casa usted, o sólo puede saltar en paracaídas en Florida de lunes a sábado. Casadas, separadas, divorciadas y viudas pueden saltar el día que les venga en gana.

10) En Inglaterra, si se ve usted en la imperiosa necesidad de orinar en la calle por resultarle cierto que no va a llegar a tiempo a un retrete, puede usted aliviarse impunemente siempre y cuando pertenezca usted al género masculino, y, además, cumpla los siguientes preceptos: 1) Ha de apuntar hacia una de las ruedas de su vehículo –no haga pis en el de otro, eso no está permitido- y 2) Mantenga su mano derecha apoyada sobre el coche. No se confíe pensando que es fácil, pues los hombres solemos utilizar las dos manos para llevar a cabo tan aliviante función biológica. Prescindir de una de ellas –de la derecha, nada más y nada menos- para apoyarse en el capó de su utilitario puede causar desviaciones del chorrito no deseadas, porque recuerde, es imprescindible dirigir el cauce hacia la rueda. Es harto recomendable practicar en su garaje si piensa viajar a Inglaterra y ponerse tibio de cerveza en sus pubs.

11) Cuidado con ésta, que le va la vida en ello. En El Salvador conducir ebrio puede suponerle la ejecución ante el pelotón de fusilamiento. Y nosotros nos quejamos de los rádares y de los controles de alcoholemia. En El Salvador, más que en ningún sitio, hagan caso a Steve Wonder: si bebes –o si eres ciego- no conduzcas.

12) Si usted, amigo pastor de rebaño de ovejas viaja a Londres con sus ovejitas, sepa que están exentas de pagar peaje. No vayan a tangarle y le hagan sacar un tique por oveja. Por motivos obvios debe usted encaminar su rebaño a una de las taquillas manuales, pues las automáticas y las reservadas al Teletac no están preparadas para acoger al ganado lanar.

13) En el Reino Unido los menores de 14 años tienen la obligación de practicar a diario el tiro con arco. Pese a eso, un servidor recomendaría a sus reincidentes escoceses que, al menos en el recinto amurallado de York, se saltasen a la torera tal obligación, que siempre es mejor una multa a que le quiten a uno del tabaco de una puñalada o de un balazo.

14) En Indonesia la masturbación está penada con la decapitación. Es aconsejable proveerse de bromuro en el Duty Free del aeropuerto de Yakarta, que débil es la carne cuando asaz es la tentación.

15) En Miami es ilegal pasearse en monopatín por las comisarías. Es innecesario, entonces, desplazarse a Miami para practicar skating-policestation. Puede usted hacerlo, tranquilamente, en cualquier Casa Cuartel de la Guardia Civil. Verá qué divertido.

16) En Lancaster, Inglaterra, está prohibido incitar a ladrar a los perros cuando la policía le pare junto a la orilla del mar. Del Paseo Marítimo hacia arriba, puede usted hacer ladrar a cuantos perros desee. Si son las tres de la mañana, mejor que mejor. Es mucho más divertido.

17) En Inglaterra las embarazadas están autorizadas, en caso de apuro, a orinar en los cascos de los policías. Si usted, mi querido reincidente, ejerce de Bobby en Scotland Yard ya sabrá, por la cuenta que le trae, lo conveniente –e incluso lo imprescindible- que resulta llevar siempre un casco de repuesto.

18) Los barcos de la Armada Real Británica están obligados a proporcionar a los policías de servicio en el Puente de Londres un barril de ron cada vez que transiten por dicho puente. A ese lugar son destinados aquéllos a los que, sin tener la precaución de llevar un casco de repuesto, se han visto obligados a cederlo a una embarazada apurada. Dicen que prestando servicio en el Puente, ese tipo de traumas se olvidan a la que pasan un par de barcos de la Armada.

19) En Ohio es ilegal ir a pescar borracho. En los cauces de los ríos se apostan detrás de los arbustos los ayudantes del Sheriff que, alcoholímetro en mano, se dedican a quitarle puntos de la licencia de pesca a los pescadores bolingas.

20) En Alabama es ilegal vendar los ojos a la persona que conduce un vehículo a motor. Estos americanos están en todo. Aquí, en la vieja Europa, nos vendan los ojos mientras conducimos y nos tenemos que aguantar sin ley alguna que nos proteja.

21) En Inglaterra es ilegal ocultar al cobrador de impuestos lo que no queremos que se sepa. En cambio, no tenemos por qué contarle lo que no nos importa que se difunda. O sea, que a la Hacienda pública de Su Majestad hay que contarle que uno se barrena la nariz y se saca mocos en los semáforos, que la pasada nochevieja, con dos copas de más, le tiró descaradamente los tejos a la vecina del ático quinta durante el cotillón, que fue usted quien pinchó las cuatro ruedas del coche de su jefe aquella tarde que vio el flamante BMW estacionado en el aparcamiento de Mercadona. Menudo chollo que tenemos aquí con nuestra Agencia Tributaria…

22) En Francia es ilegal ponerle por nombre Napoleón a los cerdos. Sin embargo no tienen ningún reparo en ponérselo a un brandy, malísimo, que se compra por menos de 6 euros en cualquier supermercado de Andorra, haciendo creer al neófito en la materia que, por llevar la etiqueta de “Made in France” tiene algo que ver con el coñac del mismo nombre. ¿No será mucho peor dejar al pobre cerdo sin nombre y tenerlo que llamar diciéndole “¡oye, tú!?

23) En Inglaterra se considera acto de traición colocar un sello de correos -en el que se vea el busto de la Reina- cabeza abajo. Si alguna vez se despista usted y pone un sello al revés, siempre podrá defender que el sello está bien puesto, que lo que está al revés es el sobre, que dudo mucho que sea ilícito invertir el sobre de una carta.

24) Ésta es la mejor. Es ilegal morirse en el Parlamento británico. Y al que se le ocurra morirse… ¿Qué le hacen? Es de suponer que lo someterán a un juicio rápido. O no, porque si hay algo que le sobra a un muerto es… tiempo.

25) También en el Reino Unido va contra la ley transportar en un taxi cadáveres. O sea que si se le muere a usted alguien en el Parlamento y lo mete en un taxi para llevárselo a casa para el velatorio… Es que se le cae el pelo fijo, ¿eh?

Y éstas son, según The Times, las 25 leyes más absurdas del mundo. Advertidos quedan para cuando ejerzan de turistas en el extranjero, no vayan a emborracharse antes de ir a pescar, a lanzarse en paracaídas un domingo sin haber pasado antes por la vicaría o - muchísimo peor- a morirse en el Parlamento británico.

Y recuerden, además, los “Hotel de Police” en Túnez, por canijos y escuchimizados que sean, ni mirarlos.