miércoles, 26 de diciembre de 2007

Murphy.

Artículo publicado en "O Desván" en agosto de 2007


Circulaba quien les escribe con su moto el pasado martes, camino desde el trabajo a su casa. No sé si el verano por sí sólo, o algo tendrá que ver también el calentamiento global, pero el caso era que un sol de justicia derretía literalmente el asfalto donde se podían freír, no ya huevos fritos, sino una parrillada enterita de marisco, con sus gambas, sus langostinos e incluso algún que otro percebe.

Escasos minutos antes, al salir del trabajo y subirme en la moto, me apuntaba un compañero:

- En veranito sí que se debe ir fresquito en la moto, ¿verdad?

- Pues no. En verano se va fresquito en el coche, con el aire acondicionado. Con la moto el casco te cuece las neuronas –las dos- y el calor del motor te escalda los pies y te achicharra las pantorrillas, pero como el coche se lo lleva la parienta, que es la que manda en casa...

El caso es que al encontrar en rojo el semáforo de cada día, un servidor pretende aprovechar la parada para ponerse las gafas de sol y saca del bolsillo de su camisa la funda – de ésas planitas y con una abertura en un extremo- que contienen las lentes y éstas, malditas sean, se enganchan de tal manera en una costura de la funda que no hay manera de sacarlas de su alojamiento.

¿Cómo definirían ustedes una centésima de segundo? Una centésima de segundo es lo que tarda en tocar el cláxon el conductor que tenemos detrás de nuestro vehículo a contar desde el momento en el que se pone verde el semáforo.

Y una centésima de segundo después, ante un escandaloso diluvio de bocinazos de un conductor apresurado, aderezados éstos por los comentarios poco amables con que los acompaña el interfecto al que precedo, un servidor aún se pone más nervioso y sigue sin atinar a sacar las gafas de la puñetera funda, y como fuere que el de la centésima de segundo sigue pitando como un loco y sus comentarios pasan de ser calificativos dirigidos exclusivamente a un servidor, a otros apelativos -de mucho más grueso calibre- y dedicados ahora a la ascendencia materna de éste, éste que les escribe ya ni siquiera sospesa la posibilidad de intentar guardar la funda con las gafas en el bolsillo -con tapa y botón- sino que abre la boca y la sostiene mordiéndola con la esperanza de que, como cada día, deberá detenerse en el próximo semáforo donde, o bien conseguirá liberar las gafas de la funda, o bien podrá guardar funda y gafas, nuevamente, en el bolsillo, del que jamás debieron salir.

Asombrosamente, el semáforo siguiente muestra, en vez del rojo habitual que me frena todos los días, un esplendoroso verde esmeralda. La funda, de cuero, tiene un sabor agrio y desagradable. Las glándulas salivares, sin duda confundidas y quizás creyendo que lo que se adentra en la cavidad bucal es un exótico manjar de pastosa textura, se afanan en la producción masiva de saliva. La que no se desliza por la comisura de los labios de quien les escribe -y que cae chorreando acres goterones de un color parduzco , al alimón, sobre el depósito de la moto y sobre la camisa blanca de un servidor- se le acumula en la garganta dejando al propietario de la misma –o sea, a quien les escribe- tan sólo dos opciones: o bien tragar el acerbo brebaje como un bendito, o bien escupir saliva, funda y gafas al suelo, pues circulando en moto y debiendo manejar con las manos embrague, acelerador y freno delantero, con tráfico urbano intenso, no está uno como para florituras malabares soltando el manillar.

Un servidor, con la misma cara que tendría un catador de vinagres en plena faena, que no se imaginan cómo amarga la funda, engulle como puede el odioso mejunje so pena de atragantarse y sigue su rumbo en pos del siguiente semáforo, con el de la centésima de segundo pegado a su moto dando acelerones y con la convicción de que el cálculo de probabilidades hace inverosímil encontrarse tres semáforos seguidos en verde, cuando lo habitual es pillarlos todos en rojo, sobre todo –como es el caso de ese día- cuando se va con el tiempo más que justo.

Y así, semáforo tras semáforo, llega uno a su domicilio. Once semáforos en verde, 37 grados a la sombra o, lo que es lo mismo, sudando como un pollo, el estuche de las gafas más chupado que el botijo de un tuerto –prueben a cerrar un ojo y beber a caño, verán cómo se ponen de agua- y la camisa, que otrora fuera blanca, más parece ahora la casaca mimetizada del ejército americano en la operación Tormenta del Desierto.

Y si bien es verdad que un servidor también podría haberse orillado junto a la acera y haber concluido así la sencilla (por norma general) operación de ponerse las gafas con tranquilidad, la convicción de que uno u otro semáforo en rojo hallaría donde llevar a cabo la operación sin pérdida de tiempo, le hacía ir posponiendo, semáforo tras semáforo, la decisión. Y, finalmente, la infalible Ley de Murphy, ésa que establece que el día que llevamos prisa pillamos todos los semáforos en rojo, quedó derogada “de facto” por otra de sus leyes complementarias, la que reza que cuando nos interesa que un semáforo se nos ponga en su fase roja, ese día permanecerá en verde, justamente hasta que acabemos de pasar.

Y se preguntarán mis queridos reincidentes -entendiendo por reincidentes aquellos que leyesen la columna de un servidor en el anterior número de O Desván, o los que, sin haberla leído, hayan seguido las andanzas de este columnista en otros medios- que quién narices es el tal Murphy, y por qué se empeña en arruinarnos tantos y tantos actos domésticos y cotidianos de nuestras vidas.

Pues, más que nada por llevarle la contraria a los que pregonan que lo mejor es siempre empezar por el principio, un servidor va a tratar de responderles primero a la segunda de las dos preguntas que en el párrafo anterior les formulaba.

No podemos culpar a Murphy de las contrariedades que a causa de su ley nos encontramos todos los días, de la misma manera que no culpamos a Newton si nos cae una manzana –o un ladrillo- en la cabeza. Newton enunció sus leyes de la gravedad porque ésta existía y él no hizo más que explicárnosla, de la misma manera Murphy no es el responsable de que cuando acabamos de dejar nuestro coche como los chorros del oro, después de dos horas de impetuoso fregoteo, caiga una tormenta de barro de mil pares de narices y nos lo deje mucho más sucio de lo que estaba antes de que lo lavásemos. Esas cosas -como la ley de la gravedad- existen y Mr. William Parry Murphy, que así se llamaba el susodicho, no hizo más que describírnoslas.

El señor William P. Murphy nació en Wisconsin (EEUU) en 1892 y desde chiquito tiró a las ciencias. Estudió Medicina en Oregón y en Harvard. En ésta última (que según muchos americanos es la primera) se doctoró en Medicina. Como por aquellos entonces no había series al estilo de “House” o “Médico de familia”, debió pensar Murphy que le era más rentable y menos penoso el mundo de la investigación que no tener que vérselas con ancianitas con reuma o con prepúberes con fimosis, y se dedicó a diseccionar hígados de rata y de mono hasta que, a base de mucho enredar entre vísceras de bichos varios, descubrió, junto a otros dos investigadores de nombre George –los dos- y de apellidos Minot y Whipple, la manera de tratar la anemia perniciosa, lo que le supuso el premio Nobel de medicina en 1934.

Por aquellos años el premio Nobel, si bien tenía indiscutible prestigio entre la clase científica, para el americano de a pie era como tener en Oklahoma un tío con astigmatismo, es decir, algo a lo que, ni siquiera el propio sobrino da la más mínima importancia. Así, el pobre Murphy cayó en una profunda depresión y mandó al garete a las ratas, a las monas, a sus apuntes y a las investigaciones, y se hizo internar en un centro para premios Nobel deprimidos y hartos de diseccionar higadillos, y allí se pasó el pobre una temporada hasta que le quisieron dar el alta, momento en el que se alistó en la fuerza aérea estadounidense, donde prestó servicio como capitán médico.

Como Murphy era un tío inquieto, curioso y siempre abierto a la innovación, una vez finalizada su consulta diaria, y recetados sus soldados con sus correspondientes comprimidos de bromuro y de ácido acetil salicílico, gustaba el hombre de pasearse por los talleres donde se probaban nuevos ingenios con los que dotar a los aeroplanos aliados. Cuentan que allí trabajaba un mecánico algo chapucero y bastante gafe, de ésos que descuajaringan todo lo que tocan, y que cada vez que el mecánico manazas intervenía en algún arreglo, los cables se rompían, los hidráulicos dejaban de funcionar, los tornillos se pasaban de rosca, etc... Le ocurría a ese mecánico –para que ustedes me entiendan- algo parecido a lo que le sucede a la Pantoja con sus parejas. El caso es que ante la perspectiva de dotar a los aviones de unos nuevos dispositivos mecánicos, y al ver Murphy que en ese proyecto también participaba el mecánico gafe, hizo la siguiente observación a sus colegas responsables del taller “si se puede cometer un error que haga que ese motor falle, este mecánico lo cometerá”. Ésa fue la génesis de lo que posteriormente se ha venido en llamar La Ley de Murphy”. Ésa ley que hace que suene el teléfono justo cuando acabamos de meternos en la ducha.

Murió don Murphy en 1978 a causa de un ataque al corazón y fruto de una de sus leyes. Ésa cuyo enunciado reza que “las máquinas, los aparatos o los mecanismos que irremediablemente han de fallar un día u otro, lo harán siempre en el momento más inoportuno”. Y fíjense si fue inoportuno su corazón. Justo entonces, a sus ochenta y seis años, William P. Murphy se había vuelto a enamorar hasta el punto de llegar planear su boda. Y la puñetera ley de Murphy -no podía ser otra- se la fastidió. ¡Menuda faena! Enuncie usted leyes para eso…

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