jueves, 27 de diciembre de 2007

Ikea.

Artículo publicado en "vistazoalaprensa" en febrero de 2005

No sabe uno dónde debe residir el éxito de esta gente de Ikea, pero algo han de tener estos suecos cuando han logrado extender su imperio por todo el planeta, abriendo sucursales en más de treinta países en los cinco continentes. Y no creo, sinceramente, que sea la supuesta comida sueca que sirven en sus restaurantes. En cualquier caso, algo tienen que hace que, a pesar de las torturas a las que someten a sus clientes -si siguen leyendo verán algunas muestras reales como la vida misma-, éstos reinciden irremediablemente.

Uno llega a Ikea por primera vez como aquél que va a un centro comercial cualquiera. Éste es el primer error. En el resto de centros comerciales uno tiene la opción de darse media vuelta en cuanto le plazca y salir tranquilamente por donde ha entrado. Aquí no. Aquí succionan al incauto cliente en un laberinto sin vuelta atrás -está prohibido salir por donde se entra y dos vigilantes de seguridad recuerdan amablemente esta prohibición a todo aquél que quiera recobrar su derecho a la libre circulación y volver a la calle-, y, aunque sólo quiera comprar un cojín y una taza de desayuno, lo obligan a patearse la sección de dormitorios, la de cocinas, la de salones, la de sillas y sillones, la de cortinas, la de jardinería, la de menaje, y mil etcéteras más, forzándolo a un trasiego inducido que le lleva por esa especie de cauce de río que fluye y serpentea por todas y cada una de las secciones que el Sr. Ikea pone a disposición de sus clientes.

Uno va a Ikea, además de a dejarse el dinero, a trabajar. Porque elige una bonita lámpara de diseño que mide un metro ochenta, se apunta en un papelito la referencia, el pasillo y la sección para luego buscarla en el almacén, cogerla de la estantería subiéndose en una escalera roja (siempre da la casualidad que el artículo preferido está en los estantes más altos) de dudosa estabilidad, y llevar el bártulo como puede hasta la caja haciendo los mil y un malabarismos, porque sorprendentemente ocupa mucho más espacio plegada y empaquetada del que ocupaba antes en la exposición. Cuando después de decenas de codazos, achuchones y demás muestras afectivas a las que los humanos somos tan propensos en las aglomeraciones, llega uno a la caja rápida, y después de hacer una cola de veinte minutos, la cajera malhumorada (imagino que fastidiada por ser la única que realmente trabaja en ese local donde el cliente lo hace todo) le informa de que en esa caja no se aceptan tarjetas de crédito. Toca de nuevo la pista americana pero a la inversa, con el agravante de que ahora va uno a contra corriente y, además de sortear otros clientes igual de cabreados, haciendo oídos sordos (o plantando cara en plan pendenciero, en función de las preferencias y el ánimo de cada cual) ha de soportar los comentarios de desaprobación de los que, colocados detrás, en la cola de la caja, han de desmontar los chiringuitos que han construido con sus compras y sus carritos a la espera de que la cajera de la mala baba les diga que en esa caja sólo se cobra en efectivo.

Una vez recuperada la posición y colocado nuevamente en el sentido de la marcha y en una nueva caja -que por no ser rápida atiende a la gente que más compra lleva- espera uno pacientemente (o impacientemente en el caso de los fumadores que llevan más de dos horas de impuesta abstención tabaquera) a que una nueva cajera, igual de antipática que la anterior pero que sí acepta tarjetas de crédito, cobre al cándido cliente, además de la lámpara, treinta céntimos por una bolsa de papel, pues a uno le faltan manos para llevar el enorme paquete, la bombilla (no incluida en la caja de la lámpara ni en el precio de la misma) y el alargo de cable necesario, que el del enchufe que lleva la lamparita no mide más palmo y medio.

Una vez abonado el importe total de compra y bolsas, la señorita desagradable pregunta -mejor dicho, exige- que se le diga el código postal donde reside el cliente, no sé si para ajustar su política de mercadotecnia o para elaborar una estadística de aquellas ciudades con mayor número de pardillos capaces de pagar por hacer un trabajo que debieran hacer los empleados de Ikea. Les confieso que éste que les escribe miente deliberadamente a la señorita borde y le da el primer número que se le viene a la cabeza.

-Oiga, que dice el ordenador que ese código postal no existe.
-Es un código postal de Tanzania, señorita. Sólo estamos aquí de vacaciones y hemos aprovechado para comprar esta lámpara tan bonita, que en Tanzania es difícil encontrar este tipo de artículos.

Habrá observado el lector avispado que la cajera no ha reparado en el hecho de que en Tanzania, como en la mayoría de países del este africano, la red pública eléctrica funciona todavía a 125 voltios, mientras que la lámpara va a 220. Esa imperdonable desatención, que redunda en perjuicio de los clientes que no son debidamente informados, viene motivada por la mala leche que destila ese espécimen de empleada que, además, le constriñe el intelecto.

Retomando el tema les prometo que el día que las cajeras de Ikea sean simpáticas y pidan amablemente el código postal, un servidor, no sólo no tendrá inconveniente en facilitarle el verdadero, sino que lo hará de mil amores.

A estas alturas ya lleva uno la mitad de la prueba superada. Ahora viene la ardua tarea de introducir el enorme paquete en el maletero del coche. Se suele solventar la papeleta plegando el asiento trasero, lo que implica llevar a los niños sentados en el maletero dándose cogotazos con la luna trasera a cada frenazo, circunstancia que, lejos de provocar alarma y preocupación, suele ser motivo de alborozo para toda la familia que festeja cada golpe con risas, aplausos y jocosos comentarios del tipo: “en lo de cabeza dura este niño ha salido a su padre ¿verdad?”

Una vez superado el atasco que inexorablemente distrae y entretiene cada sábado a los conductores que circulan en las inmediaciones de los Ikea, llega uno a su casa y se enfrenta a la recta final de la hazaña. Es la hora de la verdad: a montar la lámpara.

Un endemoniado jeroglífico, que tiene toda la pinta de haber sido dibujado por un parvulito torpe con sobredosis de cafeína, es la única ayuda que el Sr. Ikea proporciona a sus clientes en cuanto al montaje se refiere. Los niños se empeñan en ayudar a papá y, una vez que mamá les ha puesto hielo en los chichones y les ha curado con mercromina las heridas inciso-contusas que han sufrido en su destierro en el maletero, no se conforman con la importantísima misión de llevar los cartones al contenedor de recogida selectiva, por lo que no paran de berrear hasta que se accede a que uno de ellos aguante en posición vertical el pie de la lámpara mientras que el otro sujeta el plano-guía y le proporciona a papá las herramientas que éste le va pidiendo cual neurocirujano sumido en una delicada intervención. Ni con la ayuda de ese cuñado manitas que hay en todas las familias se consigue que la lámpara se sostenga erguida y sin vaivenes. Y se acaba recurriendo a ese vecino ingeniero, que, si logra el buen hombre que se sustente un puente colgante, a buen seguro conseguirá que la lámpara se aguante derecha. Y como uno no es desagradecido, y el vecino ha sudado tinta para conseguir montar la dichosa lamparita, lo invita a cenar a él y a su señora y a los niños de ambos, que, junto con los propios, organizan un partidillo de fútbol en el comedor y se cargan la flamante lámpara de un certero balonazo.
-No riñas más al niño, hombre –reprocha la esposa- El sábado que viene volvemos a Ikea y compramos otra.

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