miércoles, 28 de enero de 2009

De cómo hacer más livianas las horas de espera en un hospital

Artículo publicado en Vistazo a la Prensa en enero de 2009
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Un servidor, lo reconozco, lleva muy mal eso de ir a los hospitales, aunque sea de simple acompañante. Al margen de que la visita a un hospital casi nunca suele ser para actividades divertidas, las largas esperas provocan en un servidor la sensación de estar perdiendo el tiempo, cosa que le produce cierto agobio, por lo que siempre que me veo en la necesidad de acudir a una consulta me llevo un libro, el periódico, o incluso trabajo, a fin de hacer más soportable la habitual, larga e inevitable demora.

Sin embargo interesantes acontecimientos devenidos en el ámbito laboral esta misma mañana, le hacían a un servidor acometer, contento y cargado de energía positiva, la siempre estresante situación, en el caso de hoy acompañando a mi suegra que, como ustedes imaginarán, es ya una abuelita. La verdad es que ha sido incluso divertido. Si quieren ustedes tomar nota de alguna estrategia, quizás les funcione.

Total, que con la bolsa cargada con la novela que estoy leyendo, un periódico y varias notas que leer, me dirigía esta mañana al hospital en pos del primer obstáculo: encontrar estacionamiento cerca de la puerta de acceso, objetivo especialmente necesario cuando se lleva a una abuela con ciertos problemas de movilidad.

Recordando las tesis de Dyer, un servidor se llevó todo el camino repitiéndose con mucha fe, lo de “seguro que encuentro un sitio justo en la puerta”, con el fin de que la energía positiva irradiada con este pensamiento hiciera que, en el preciso instante de doblar la esquina, otro conductor abandonara una plaza en la que estacionar quien les escribe.

Efectivamente. Girar por la curva y ver que otro vehículo salía de un estacionamiento, que ni hecho a medida, fue todo uno. Intermitente a la derecha y paciencia hasta que el hombre –entre nosotros, muy torpe- acabara de salir. Cuando iba a iniciar la maniobra de aparcamiento, observé que otro vehículo, que venía en dirección contraria, se disponía a girar en redondo para ocupar el espacio por el que un servidor llevaba ya unos minutos aguardando. Con vehemencia le indicaba yo a golpes de claxon que ése era MI sitio, que allí estaba yo esperando, pero la conductora ignoraba las advertencias e iniciaba el abordaje en diagonal hacia esos preciados nueve metros cuadrados que configuraban el estacionamiento.

Desdeñé de inmediato la opción de bloquearle el acceso con mi propio coche, pues se le apreciaba determinación suicida en la mirada. Aparcó y bajó del vehículo sin tan siquiera mirarme una jovencita de unos veintipocos años, con aspecto de garrula redomada, acompañada de una señora, probablemente su madre, que bajaba la cabeza, quiero yo creer que avergonzada, por no haber sabido darle a su hija la más elemental educación. Textualmente le dije: “Perdona pero yo estaba esperando para estacionar aquí desde antes de que llegaras; además llevo al hospital a una abuela a la que le cuesta andar”. La madre, tras mirarme, ladeaba la cabeza como pidiendo disculpas y la volvía a bajar en dirección a los pies. La niña, con el mismo tono que emplearía una reclusa en una disputa con su colega de celda por la última jeringuilla, va y me suelta: “yo he dado ya muchas vueltas buscando aparcamiento”, a la vez que, desafiante, me mantiene la mirada. Respirando hondo para ataraxizarme e intentando utilizar un tono amable y cordial –no exento de ironía, lo reconozco- le comuniqué cuán poco prudente resultaba su actitud, que bien pudiera yo ser un temible psicópata que ideara la más sádica de las represalias. Antes de ver cómo reaccionaba a mi despiadado contraataque me metí en el coche, pero la oía vociferar un discurso genital, en el que decía sudarle cierta parte y que un servidor no tendría otras. Un amable caballero, que se encontraba en el lugar, se solidarizó conmigo y me cedió su estacionamiento. “Yo estoy esperando, métalo en mi sitio que yo puedo aguardar en doble fila, si viene un guardia puedo ir a dar la vuelta y volver, y así la abuela no tiene que andar más”. Le di mil gracias, intercambiamos posiciones, conversamos brevemente sobre la educación de los jóvenes y nos despedimos, iniciando quien les escribe el rumbo hacia el siguiente obstáculo: la espera.

Quince minutos de adelanto sobre la hora de la cita. Hoy tocará esperar bastante. No me quito de la cabeza la actitud de la garrula y siento pena por su madre. Pero no la suficiente como para no idear mi sádica venganza. Diseño una estrategia en pocos segundos y no puedo evitar sonreír. Quizás se equivoquen los que me tienen por una buena persona, porque lo cierto es que disfruto al imaginar la cara que va poner la Choni cuando contemple mi represalia. Si tienen curiosidad por conocerla, ruego a mis queridos reincidentes que sigan leyendo.

Como ustedes sabrán, cualquier ciudadano puede denunciar una infracción de tráfico que presencien, si bien es verdad que, al contrario de lo que sucede cuando la denuncia la cursa un agente de la autoridad, ésta carece del principio de veracidad, por lo que la denuncia, para que llegue a convertirse en sanción, necesitará de pruebas irrefutables. Un servidor las tiene, o más exactamente las podría conseguir, y, de paso, amenizaría lo que tiene toda la pinta de ser una larga espera hospitalaria. Echando mano de la libretita que siempre me acompaña, y de un boli, redacto la siguiente nota, que irá a parar al limpiaparabrisas del Peugeot tuneao de la Choni.

“Te informo de que en breve recibirás en tu domicilio dos notificaciones de multa por dos infracciones de tráfico. La primera, por estacionar tu vehículo en contra del sentido de la marcha; la segunda, por no señalizar debidamente un cambio de dirección. La de invadir de forma negligente la parte izquierda de la calzada te la voy a ahorrar porque hoy me siento generoso. Si te estás preguntando cómo narices voy a demostrar estas infracciones, la respuesta es la siguiente: he hecho fotos de tu vehículo estacionado al revés de los demás y cuento con el inestimable testimonio de ese señor de la cazadora de cuero gris que se encontraba junto a ti y que, amablemente, se ha ofrecido a testificar en mi favor, o, lo que es lo mismo, a favor de la verdad (no contaba yo con este testimonio, pero ella no lo sabía). Todo esto te lo has ganado por solidaria, por simpática y por buena persona. Que tengas un buen día, que seas muy feliz y que Dios les dé mucha paciencia a tus seres queridos. Firmado: el señor que acompañaba a una abuelita con problemas de movilidad y al que le has robado, de forma ruin y traicionera, la plaza de estacionamiento que llevaba aguardando varios minutos”.

Concluida la nota -una cuartilla tamaño A5 escrita de arriba abajo, a doble espacio y en esmerada caligrafía para que la pudiese leer perfectamente-, mi primer y más fervoroso deseo era que el Peugeot tuneao siguiera en su sitio. El segundo, contemplar el momento en que la Choni volvía a por su coche. Descubro con alborozo que desde un ventanal de la sala de espera tengo el coche a la vista. Furtivamente salgo, me acerco al coche, miro a un lado y a otro como quien se dispusiera a cometer un delito, y, cuidadosamente doblada, dejo la notita bajo el limpia, como hacen los guardias cuando ponen una multa. Regreso a mi punto de observatorio a esperar. Jamás una espera hospitalaria me había resultado tan entretenida. Mi suegra, al tanto del plan, sonríe y me susurra: “mira que eres bicho…”.

Pasan veinte minutos y tras el cristal veo a la Choni y a su madre dirigirse al coche desde la parte posterior de éste. Me froto las manos y la sonrisa me llega de oreja a oreja. Constato que mis amenazas veladas han surtido efecto en la garrula, pues, en vez de dirigirse a la puerta del conductor, rodea el coche mirando los neumáticos, temiendo que quizás un servidor haya sido tan ordinario como para pincharle una rueda, ignorante de que nadie comete la simpleza de pinchar un neumático si ha leído a Maquiavelo.

Al rodear el vehículo observa la nota. La despliega. La madre se acerca a leer sobre su hombro. Compruebo cómo, a medida que va leyendo, le va cambiando el semblante. La madre le hace algún comentario y ella le grita -eso sí que me supo mal, pero fue lo único-. Sigue leyendo, la termina, hace la nota un gurruño, la tira al suelo y la pisotea repetidamente perdiendo la compostura y redundando en un nuevo discurso genital que se escucha lejano tras el ventanal de doble vidrio. Se mete en el coche, da un portazo como para volcarlo, lo pone en marcha y se le cala. Me troncho. La veo gesticularle a la madre, arranca de nuevo y da un acelerón tremendo, sale del estacionamiento a trompicones y abandona el lugar en medio de chirridos de rueda y dejando tras de sí una nube de humo negro.

Para los que aún sigan creyendo que este columnista es buena gente, dejen que les confiese que en ese momento un servidor se sintió enormemente feliz, imaginando que la sensación que le poseía tuvo que ser semejante a la que experimentó Aníbal al comprobar cómo su estrategia le llevó a la apabullante victoria de la batalla de Cannas, en la segunda Guerra Púnica.

Huelga decir que ni por un instante se me pasó por la cabeza cumplir mis amenazas y poner una denuncia en la Poli ni nada por el estilo, pero eso, mis queridos reincidentes, la Choni no lo sabe. Aún ahora me regocijo imaginando al Johnatan de turno riñéndola, pues el Peugeot tuneao va a su nombre, temiendo que le lleguen a él las multas, y al pobre Pitbull de ambos ladrando excitado en medio de la discusión; estaría bien que, mientras tanto, los vecinos llamaran a la poli para denunciar el escándalo.

A lo tonto, había transcurrido una hora de espera. Ya quedaba poco, la sala se iba vaciando. Agarro la novela a la que sólo le quedan unas doce páginas. Con un poco de suerte podré acabarla antes de entrar al despacho. La termino. La sala sigue igual de vacía pero no nos llaman. Aprovecho para consultar el correo electrónico desde el móvil. Lo reviso. Hago unas cuantas llamadas de trabajo: que si han avisado de allí, que si sabéis algo de aquello o habéis recordado esto otro... Todo al día y seguimos sin entrar. Me conecto al Facebook -estos móviles de ahora son la releche- y veo que uno de mis amigos se va a Brasil una semana y nos lo restriega al resto por los morros, le hago partícipe de mi sana envidia y le pido que se tome una caipirinha a mi salud; una amiga argentina comenta mi adicción al dulce de leche, le respondo que cuando vuelva a Barcelona la invito a un argentino donde lo preparan de muerte; otra amiga comenta, en abstracto, su deseo de que tal y como está de trabajo la secuestren una temporada, a poder ser en un lugar de playa donde no haya cobertura de móvil, le escribo que si los secuestradores son enrollaos interceda también por mí. Se abre la puerta del despacho del médico y cierro la sesión del Facebook apresuradamente, disponiéndome a entrar. Llaman a un señor que acaba de llegar mientras que nosotros llevamos ya más de dos horas esperando. Necesito un pasatiempo que me distraiga. Juego un ratito con el móvil a una especie de tetris, que dicen que ejercita el cerebro, charlo un rato con mi suegra, que me informa de que se ha muerto Fulanito, ése que he de conocer porque su nuera había coincidido conmigo en la Facultad, ni idea, pero le digo que sí, que ya sé quién es. La sala de espera cada vez más vacía y reparo en la señorita de bata blanca que lleva dos horas al teléfono tras un mostrador al que no se ha dirigido nadie desde que he llegado. Sin esfuerzo escucho perfectamente su conversación. Parece interesante.

Resulta que la moza está asistiendo a unas clases de meditación e intenta convencer a una amiga de que la acompañe. Asegura que desde que asiste a esas clases ha encontrado su lugar en la vida –detrás de un mostrador de hospital, diría yo que jamás he asistido a ese tipo de clases- y que desde que va a ellas duerme mucho mejor y le va mejor en casa. Según parece la amiga no se deja convencer. Se despide, cuelga y marca de nuevo.

Ahora habla con lo que parece un organismo oficial. “Buenos días, me llamo Erre” (sólo les daré la inicial, por aquello de la protección de datos, por mucho que ella no tenga inconveniente en largar a los cuatro vientos su vida, sin importarle lo más mínimo que toda la sala de espera se quede con la copla). Total que Erre pregunta por la convalidación de un título, creo que de Formación Profesional, y digo creo porque en ese instante de la conversación mi suegra, inoportuna, estornudó. Por lo visto había un problema con los créditos por haber empezado en un plan antiguo y quería saber qué asignaturas le convalidarían para poder continuar –nuevo estornudo- el año que viene. Da las gracias y cuelga. Marca de nuevo.

Otra amiga, a ésta –o quizás a la misma de antes- quiere convencerla para que asistan juntas a un curso. La amiga le sugiere otro que ella también considera atractivo, pero la situación familiar se lo impide por el horario y el lugar donde se imparte. Tiene a sus padres enfermos y a esas horas le resulta difícil hacer un hueco. Se despide y cuelga.

Llama de nuevo. Yo empiezo a mosquearme, casi tres horas de espera mientras en el hospital hay gente tan desocupada que se puede permitir realizar llamadas personales durante horas sin que nadie le diga ni mu. Quiero creer que está realizando llamadas locales y que el hospital –público- se encuentra acogido a algún tipo de tarifa plana, pues de lo contrario esas llamadas irían a cargo del erario, o sea, de usted y de un servidor. Quiero pensar que los eficientes economistas que a buen seguro dirigirán los designios económicos del centro, bien habrán previsto la eventualidad de funcionarias parlanchinas contratando tarifas planas, y, en tal caso, el perjuicio sería para Telefónica, lo cual me parece fantástico.

Nueva llamada. Intenta convencer a alguien de que le acompañe a un balneario –claro, tanto estrés en el trabajo- a mediados de febrero. Parece ser que en esas fechas no está el marido de Erre. ¡Vaya! ¿Se pondrá la cosa interesante? Nos llama el médico. ¡Mecachis! Casi tres horas de espera y nos llama justo cuando viene lo mejor.

En diez minutos el médico nos dice que está todo bien, que no nos puede informar acerca de los resultados de los análisis porque, inexplicablemente, aún no se los han introducido en su terminal pese a haberse hecho hace más de tres semanas, no me atrevo a sugerirle que vaya dos despachos más a la izquierda, que allí fue donde le sacaron la sangre, y nos informa de que ya los recibirá mi suegra por correo y que entonces pida hora en el médico de cabecera para comentarlos, que se siga tomando las pastillas y que vuelva dentro de ocho meses.

Al salir, ya no está Erre. En su lugar hay otra. Se acerca lo que parece un médico, porque además de la bata blanca lleva colgando un estetoscopio, y pregunta por Erre. La que la sustituye contesta que ya se ha ido, que Erre finaliza la jornada a las tres. Miro el reloj y son las tres menos cinco.

Me acerco al mostrador de Erre para pedir hora para dentro de ocho meses y me dicen que no es ése. Que tengo que ir a otro. Me imagino que el de Erre debe ser el de hacer llamadas particulares. Nos vamos al que sí es para pedir hora dentro de ocho meses. Resulta que dentro de ocho meses el médico que ha de visitar a mi suegra está de vacaciones, con lo cual nos dan hora para el siete de octubre. Es decir, dentro de doscientos cincuenta y nueve días.

- ¿Se acordarán del día que tienen que venir o le damos un papelito?

jueves, 22 de enero de 2009

Otra gilipollez

Artículo publicado en Vistazo a la Prensa en enero de 2008
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Parece que la entrada en el nuevo año va devolviéndole a uno su anhelado estado ataráxico, bastante maltrecho y desgastado con el transcurso de éste. Pero, atrás ya el 2008 y tras unos reparadores y reconstituyentes días de asueto, inicia uno el 2009 con energías renovadas y con la sensación de sentirse dispuesto a cargar con lo que le echen sin que ello pueda influir excesivamente en su estado de ánimo, quizás precisamente por eso me sorprende cómo a algunas personas se les solivianta tanto el ánimo ante gilipolleces supinas como ésta a la que voy a dedicar mi columna de la semana.

Si les pidiera a mis queridos reincidentes que enumeraran las gilipolleces con las que se han enfrentado en lo que va de año, probablemente reuniríamos aquí un amplio muestrario. Algunas quizás fueran calificadas por la mayoría de capulladas, memeces o estupideces –todas ellas en la línea de la gilipollez- mientras que otras, más importantes o más graves, serían etiquetadas como putada, cabronada o hijoputez, ascendiendo varios peldaños en cuanto a la propia afectación metafísica de lo que nos pueda producir el agravio. Un servidor, que en su voluntad ataráxica es amigo de recitar y recitarse la frase “las cosas no son tanto como son, sino como cada cual se las toma”, ha de reconocer que no es lo mismo la colleja amistosa de un amiguete bromista –que bien podría ser considerada una gilipollez- que una patada en la entrepierna –a todas luces cabronada- por amistosa que la patadita pretenda llegar a ser. La voluntad ataráxica con la que un servidor quiere llevar este año le impide a estas alturas de enero tratar carbonadas, como la situación en Israel y Gaza, por lo que, como les decía, trataremos de gilipolleces.

Convendríamos así en que una gilipollez es algo que, debido a su escasa entidad, poco debiera afectar a nuestro estado de ánimo, concediéndole el crédito y la importancia que cada uno le quiera otorgar. Ejemplo: cabrearse con los cartelitos de los autobuses. Y ahora a ver cómo me lo hago, para convencer a aquellos de mis queridos reincidentes que se hayan sentido ofendidos por el cartelito, entre los que se encuentra algún amigo, de que no los estoy llamando, ni muchísimo menos, gilipollas, por mucho que mi amado y socorrido diccionario otorgue al vocablo gilipollez la definición que le da, pues en realidad, lo que considero una gilipollez –entendiendo gilipollez como actitud poco inteligente- es el hecho de cabrearse por la simple razón de ver, sobre ruedas, un cartelito afirmando que Dios probablemente no exista. No se me cabreen todavía. Dejen que me explique.

Las teorías de la Inteligencia Emocional defienden, grosso modo, que resulta mucho más saludable saber gestionar las emociones de manera que éstas no nos perjudiquen lo más mínimo, y que es mucho más fácil alcanzar la felicidad si conseguimos controlarlas para facilitar el pensamiento y el razonamiento, consiguiendo así reparar los sentimientos negativos para evitar caer en la ansiedad e incluso en la depresión.

Cualquiera de nosotros –un servidor el primero cuando por cualquier circunstancia no atina a echar mano de su actitud y planteamientos ataráxicos- puede gestionar de manera poco inteligente –desde el exclusivo punto de vista de la Inteligencia Emocional- ciertas situaciones, llevándole a dar un grito, poner un mal gesto, dar una mala respuesta o hacer un desaire, pongamos por caso a un ser querido, de manera que una vez trascurrido el episodio nos sintamos doblemente fastidiados, en primer lugar por el desaire cometido hacia una persona a la que apreciamos, y en segundo término por reconocer que la génesis de tal reacción ha sido una auténtica gilipollez. Pero no todos los que cometemos gilipolleces somos gilipollas integrales los trescientos sesenta y cinco días del año. Sencillamente hemos hecho una gestión poco inteligente de nuestras emociones y ello nos ha llevado a un estado que nos acongoja.

Es de suponer que todos, en nuestra infancia, cuando le íbamos a mamá con el cuento de que Manolito nos había llamado gafitas o tonto del culo, recibíamos idéntica respuesta: que no le hiciéramos caso, que sólo pretendía provocarnos y que no hay mayor desprecio que no hacer aprecio. “No le hagas caso, verás como se cansa”. Mamá nos estaba dando una lección de Inteligencia Emocional y de Ataraxia y, por mucho que no hubiese leído en su vida a Dyer ni a Epicúreo, nos estaba enseñando a gestionar de forma inteligente nuestras emociones y a no darle importancia a lo que no la tiene.

Así pues, dejemos sobre el tapete una idea, quizás baladí –lean por favor ironía-: Cualquiera debe tener derecho a creer en lo que le dé la gana y también debiera tenerlo a expresarlo libremente si se hace con un mínimo respeto. Sigamos.

No cabe duda que la campaña iniciada con los cartelitos de los autobuses es transgresora y original (porque no se había hecho antes), y no es menos cierto que el revuelo que se le ha dado al tema ha hecho multiplicar exponencialmente el número de entradas a la página web de los organizadores cuya dirección han colocado hábilmente en el famoso cartelito. Evidentemente quienes diseñaron la iniciativa han logrado su objetivo. Publicidad para su organización.

Sorprenderse porque un colectivo ateo afirme que probablemente no exista Dios es tanto como asombrarse porque los cristianos afirmen que es indiscutible su existencia. E indignarse por cualquiera de las dos cosas es en cualquier caso poco útil y de beneficio cero.

Fantástico –y evidentemente oportuno- le resulta a un servidor que, desde la otra orilla, se haya respondido a la campaña con otras similares, afirmando una de ellas que Dios sí existe y recomendando que se disfrute de la vida en Cristo. E-Cristians, en otros autobuses, publicita la frase “Cuando todos te abandonan, Dios sigue contigo. Cabrearse con esta última campaña sería de una gilipollez similar a la de cabrearse con la anterior, actitud sólo superable por el hecho de cabrearse con todas ellas, en cuyo caso sería razonable recapacitar, no vaya a resultar que con quien se esté cabreado sea con el mundo.

Más que reprobables –y menos cristianas- me resultan las campañas de SMS incitando a pinchar las ruedas de esos autobuses por el mero hecho de conceder espacio a este tipo de publicidad. Quienes promueven y se hacen eco de estas campañas, a buen seguro pagaran su euro y pico sin rechistar cuando compran algunos periódicos considerados conservadores y defensores de la familia tradicional, en cuyas sesudas editoriales ponen a parir la campaña de esta asociación de ateos, sin caer en la cuenta –o cayendo, pero trayéndoles al pairo- de que unas cuantas páginas más adelante se publicitan en sus páginas de contactos tailandeses, birmanos, griegos, franceses y otras disciplinas que tienen que ver más con lo lingual que con lo lingüístico y que poco encajan con la moral cristiana a la que tanto se apela en ocasiones como ésta.

Sea feliz, mi querido reincidente, y no se cabree por estas gilipolleces. Recuerde lo que le decía mamá cuando se metía con usted Manolito.

miércoles, 14 de enero de 2009

Acentos

Artículo publicado en Vistazo a la Prensa en enero de 2009
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He de rogar nuevamente disculpas a aquellos de mis queridos reincidentes que, una semana más, haya podido confundir con el título, pues no voy a rozar en mi columna de hoy, ni siquiera de soslayo, nada que tenga que ver con el apasionante mundo de la tilde, ya sea ésta abierta, cerrada o circunfleja. Ustedes me van a excusar, pero este tipo de inconvenientes nos causan las abundantes palabras polisémicas existentes en nuestro rico idioma.

Me voy a referir, ustedes lo habrán deducido ya, al revuelo montado por las declaraciones de la diputada del PP al Parlamento de Cataluña Montserrat Nebrera, quien, al referirse a Magdalena Álvarez, Ministra de Fomento, lo hizo de esta guisa “su problema (el de la Ministra) es que tiene un acento que parece un chiste”. Para desgracia de Nebrera, el contexto no ofrecía ninguna duda sobre a qué se estaba refiriendo con ese acento, por muy polisémico que ese vocablo pueda ese llegar a ser. O lo que es lo mismo, la Nebrera se pitorreó del acento andaluz de la Maleni y eso, mis queridos reincidentes, está feo, muy feo. Por mucho que ahora, que ha visto que ha metido la pata hasta el corvejón, quiera arreglarlo alegando que no se quiso referir a su acento, sino a su estilo chulesco.

La señora Nebrera podrá gustar más o menos, pero indiscutiblemente es una excelente comunicadora y si dijo acento, es que quiso decir acento, porque acento es a estilo lo que tocino a velocidad. Y si lo que realmente molesta al Nebrera de la Ministra Álvarez es su acento, es doblemente grave. Primero porque hay infinidad de peros que pueden ponerse a Maleni en relación a las responsabilidades de su Ministerio y que afectan a los ciudadanos infinitamente más que si la Ministra dice partía y doblá o partida y doblada y, segundo, porque considerar que el problema de Maleni es su acento, es identificar como problema un hecho diferencial, como lo son las variedades lingüísticas de cada comunidad.

Montserrat Nebreda, como catalana que es, debiera ser especialmente sensible a cualquier hecho diferencial geográfico. Por lo pronto, un servidor ya ha leído un artículo en un periódico de Sevilla en el que, aprovechando que el cauce del Pisuerga transita casualmente por territorios pucelanos y -especialmente- que la Nebrera ha dicho lo que ha dicho, nos dan cera a los catalanes hasta hartarse y nos ponen de vuelta y media. Gracias Montse. No sé qué haríamos sin ti los catalanes. Eres un cielo de niña. Del iluminado que ha escrito el artículo no pienso darles la más mínima referencia, no sea que lo busquen y le regale, después de cómo nos ha puesto a los catalanes, más entradas a la página donde tiene colgado el texto. De todas maneras, no se pierden gran cosa. Era un artículo bastante malo, se lo aseguro.

Ya saben mis queridos reincidentes más fieles que un servidor tiene algunas aficiones extravagantes, varias de ellas relacionadas con la lingüística, y así, este que les escribe siente enorme curiosidad por la dialectología, o lo que es lo mismo, el estudio las variaciones geográficas y sociolinguísticas de la lengua y, a este hilo, gusta de ponerse a prueba cuando escucha un acento peculiar, aventurando la procedencia de su propietario.

Por mucho que al poco observador pueda parecerle que la variedad del idioma castellano en Andalucía es una, si se presta la suficiente atención, comprobará cómo, por poner algún ejemplo, nada que ver el habla de un jienense, con esas elles más propias de un argentino que de un castellano; con la de un granadino, que abren mucho más la as; o un cordobés que cierra más las es. Resulta curioso comprobar cómo en cualquier comunidad, a poco que recorramos unos kilómetros, encontraremos diferencias curiosas, y en algunos casos sustanciales, respecto al habla de sus habitantes. En cualquier caso, este párrafo no era más que la muletilla –o mejor, pedazo de muletón- para darles paso a la sencilla reflexión de que en la diferencia, como en la variedad, está el gusto. Que las variedades lingüísticas no hacen más que enriquecer el idioma, y que muy poco afortunado resulta, especialmente para aquel que se enorgullece de sus diferencias, pitorrearse de las diferencias del prójimo.

Y dicho esto, quisiera hacerles a mis queridos reincidentes algunas preguntas:

¿Creen de veras que si la desafortunada frase la hubiese vertido, por poner un ejemplo Rajoy, desde el PP hubiesen abierto la veda como lo han hecho con la Nebrera? ¿Lo hubiesen expedientado y hubiesen salido mandamases pidiendo su cabeza y su expulsión?

¿No tendrá nada que ver la sensación más que evidente de que Nebrera va por libre en el PP, y que en determinados temas -en los que pasa de la línea oficialista como se pasa de una colilla pisada- no la callan ni debajo del agua?

¿Se habrán cobrado venganza sus propios compañeros de partido a los que Nebrera ha puesto como a un trapo –muchas veces con razón, si preguntan mi opinión- al encabezar ella un sector más que crítico dentro del PP?

Es cierto que Nebrera tuvo un desliz, pero no lo es menos que desde su propio partido -aprovechando nuevamente el caprichoso cauce del Pisuerga - le están haciendo la cama. Con amigos como ésos... ¿Quién necesita enemigos?

jueves, 8 de enero de 2009

Zapatero a tus zapatos, segunda parte.

Artículo publicado en Vistazo a la Prensa en enero de 2009
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Me van a disculpar mis queridos reincidentes porque, aunque ciertamente lo he intentado, no he podido resistirme a la tentación de repetir título de uno de mis viejos artículos, aun y a sabiendas que, excepto en el caso de mis reincidentes más recalcitrantes y con magnífica memoria, éste generará confusión, y que habrá quien acuda a él con la ilusión de que esta columna abunde sobre el incompasivo vapuleo del Presidente del Gobierno. En el resto de casos, es decir, en el de aquellos que no sean fieles lectores de mis columnas y con memoria quasi elefantina, comprobaran, no sin cierto desdén, que quien les escribe se ha valido de oscuras artimañas para atraer lectores que, creyendo que uno va a propinar derechazos a mansalva fruto de alguna reconversión espontánea por aquello de año nuevo vida nueva , y se darán cuenta que, en su habitual línea, va a soltar bofetones -por supuesto virtuales, Dios me libre- no a diestra sino a siniestra, lo cual debiera alegrar a la facción de mis reincidentes a quienes mis columnas les activan la histamina, les ocasionan sarpullidos y les ponen de mala baba, pues voy a proporcionarles nuevos motivos para que recorten la foto de un servidor en esta tribuna y se dediquen a practicar con ella toda suerte de actividades desestresantes, como lanzarle dardos, escupitajos y/o abundar con ella en tonificantes prácticas vuduistas. Lo de las amenazas y los insultos anónimos al correo electrónico, también les puede servir, por mucho que éstas y éstos puedan ser considerados como poco elegantes y menos cristianos.

Aprovechaba este pulsateclas en su artículo de homónimo nombre del año 2005, para dar cera a unas palabras del Sumo Pontífice en las que éste aconsejaba al gobierno en temas tan poco celestiales como el trasvase del Ebro. En éste de hoy, no quiere un servidor dejar pasar la ocasión de cachondearse, vil y descaradamente, del artículo aparecido en el periódico del Vaticano en el cual se acusa la píldora contraceptiva de causar daños en el medio ambiente, de propiciar la infertilidad masculina y de atentar contra los derechos humanos. Casi na. De la responsabilidad de la píldora en la muerte de Manolete todavía no dicen nada, pero a este paso todo se andará.

Vaya por delante que el Vaticano puede, e incluso debe, dirigirse a sus fieles -o a los que sin serlo lo quieran escuchar- para recordarles que eso de los anticonceptivos no naturales está muy mal visto en la actual Iglesia, y que aquellos que los utilicen pueden no ser recompensados con todos los parabienes disponibles en el cielo tras el juicio final, pero que cuando esto se hace en clave catastrofista y elidiendo el más puro sentido común merece que, como mínimo, un servidor tire de artículo 20 de la Constitución –el de la libertad de expresión, prensa, cátedra, etc…- para dedicar este artículo a pitorrearse salvajemente de las afirmaciones de ese artículo.

Así que ahora resulta que el cambio climático no es responsabilidad del monóxido de carbono, ni de su primo el dióxido, ni del gemelo clónico de este último el anhídrido carbónico, ni de las emisiones y vertidos contaminantes de industrias y motores, ni de la deforestación amazónica, ni de la generación masiva de residuos no reciclables. No. Ya, ni siquiera la culpa es del cha cha cha, sino del pipí de las señoras que toman la píldora, que parece ser que en su recorrido por cloacas y que le lleva a los ríos y al mar, o su filtrado al subsuelo en el caso de las señoras que se vean en un inesperado apretón urinario y liberen su esfínter septentrional en el bosque o en el campo, suelta en el medio ambiente toneladas de hormonas malísimas de la muerte que, además, son responsables de la infertilidad masculina. Les confieso que a partir de hoy, cada vez que en una reunión se levante una fémina para ir al baño, la miraré con pánico atroz pensando que su futura micción quizás contenga la gota que colme el vaso –o el váter-, y nos lleve al punto de no retorno en que el último de los varones se vea desprovisto del último de sus espermatozoides apto para contribuir en su cincuenta por ciento correspondiente al milagro de la vida. Ya estamos tardando en editar pegatinas para que las señoras de orina limpia se las coloquen en la solapa, a fin de que todos podamos identificarlas, y no nos acojonemos cuando las veamos entrar en el excusado. Habría que exigir que, de inmediato, el Ministerio de Medio Ambiente coloque en los váteres femeninos contenedores especiales –éstos podrían ser de color rosa- con la indicación “sólo pis contaminado por hormonas chungas de ésas que producen las pastillas antibaby”, para luego poder ser tratado en plantas especializadas de reciclaje en las que, tras un complejo proceso químico, extraer la hormona para luego, convenientemente aderezada, utilizarla como pesticida o como combustible para las naves interplanetarias.

Lo que sí que hay agradecerle al Vaticano, es su labor formativa y su colaboración en el dicho de que no hay día en el que uno no aprenda algo nuevo, porque resulta que este que les escribe, en su ignorancia, creía que lo de atentar contra los derechos humanos era otra cosa, y resulta que no, que basta con una pastillita de ésas para cometer crímenes de lesa humanidad. Garzón se va a poner las botas en cuanto se entere.

Tampoco podemos dejar de alabar la congruencia del Vaticano cuando participa en las concentraciones por la familia, como la reciente llevada a cabo en Madrid, donde el propio Herr Ratzinger aparecía como estrella invitada defiendo el verdadero modelo de familia, el tradicional, pues de lo contrario se ponía en peligro el futuro de la humanidad, y, en esta misma línea, Su Santidad ha propuesto como –textual- “Modelo de Familia Cristiana”, a una madre valenciana y a sus cuatro hijas religiosas.

Resulta del todo indiscutible que si todas las hijas de todas las familias ingresan en órdenes religiosas y se dedican a la vida contemplativa –y por tanto casta- estamos asegurando el futuro de la humanidad. Y además, eliminamos de una vez por todas ese gran atentado contra el medio ambiente llamado píldoras anticonceptivas.