miércoles, 24 de marzo de 2010

Hideputas II

Artículo publicado en Vistazo a la Prensa en marzo de 2010
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Me van a disculpar mis queridos reincidentes que insista nuevamente en el mismo tema de la semana anterior, pero la verdad es que llevamos una semanita de hideputadas (dícese de las acciones llevadas a cabo por hideputas cuando éstas hacen honor el calificativo de su autor) que tira de espaldas, y si ellos no se cansan de justificar lo injustificable, un servidor no va a cansarse de denunciarlo y de poner el grito en el cielo. A ver si sus contactos allí arriba lo escuchan y les envían un rayo de luz a los que mueven los designios espirituales en la Tierra y, de una puñetera vez, dejan de ofender a la inteligencia y, lo que es peor, a sus víctimas de abusos sexuales.

Por lo pronto, parece ser que los clérigos doblan el porcentaje general de hideputas que todo colectivo posee y que el antropólogo que les citaba en mi artículo de la semana anterior cifraba en un dos por ciento. El cardenal prefecto de la Congregación para el Clero del Vaticano, Claudio Hummes, sitúa en un cuatro por ciento el número de curas pedófilos. Cabría analizar el porqué de este dato, y preguntarse qué pasa entre los curas para que exista entre ellos un porcentaje superior de hideputas al existente en el resto de la sociedad. De todas formas, las estadísticas, según se miren, pueden incluso dibujar realidades distintas. Si revelamos que 20.000 curas –datos del propio Vaticano- son pedófilos (efebófilos, afirman ellos, que parece que no les suena tan mal) concluiremos con que hay un buen puñado de curas hideputas. Sin embargo, si afirmamos que de cada cien curas, a noventa y seis jamás se les pasaría por la cabeza tamaña salvajada, la cosa no suena tan mal. Pero no es de eso de lo que quiere tratar este artículo, ni es ahí donde un servidor quería llegar.

Y es que de lo que se queja este columnista, no es de que haya muchos o pocos curas que se dedican a hacerles guarradas a menores. Que porcentualmente son pocos, ya lo afirmaba quien les escribe en su artículo de la semana anterior, que la enorme mayoría de clérigos son gente honesta nadie lo pone en duda. Lo que a un servidor de ustedes no le cabe en la cabeza es la tibieza –insisto por enésima vez- con la que se trata este tema, la tolerancia que se destila desde quienes tienen responsabilidades sobre esos criminales y la insistencia en echar pelotas fuera justificando esas conductas.

¿Pues no sale el propio Ratziger con lo de “intransigencia con el pecado pero indulgencia con las personas”? (nueva pausa para respirar hondo) Indulgencia es, según el DRAE, “facilidad en perdonar o disimular las culpas o en conceder gracias”. O sea, lo de siempre. Mirar para otro lado, disimular como quien dice “pío, pío, que yo no he sído” y, de paso, echarle la culpa a la revolución sexual –la Conferencia Episcopal se sube al carro del prelado alemán que les citaba en el artículo de la semana anterior- o a la provocación lasciva y perversa de lúbricos y sátiros de doce años.

Mire usted, herr Ratziger, perdone todo lo que quiera, pero no disimule. Uno disimula cuando a un empleado se le escapa un pedo delante de un cliente. Si a su ayudante se le resbala una sonora ventosidad mientras usted se entrevista con una religiosa, hable de lo cambiante que está el tiempo esta semana y, mientras, agarre con disimulo a sor Gertrudis por el brazo para llevársela a espacios más ventilados, pero no disimule cuando sus empleados cometan delitos vergonzosos.

Porque llegados a este punto, uno se pregunta por qué a Ratziger le cuesta tanto condenar sin paliativos a esos degenerados delincuentes con sotana. Si un servidor fuera mal pensado, elucubraría con hipótesis que no se atreve ni a escribir.

Por no hablar de ese obispo de Córdoba, que a colación del tema lo obvia y sale por peteneras señalando que mucho peor son los miles de abortos que se practican diariamente en el mundo, no considerando el obispo, primero: que abortar dentro de los límites establecidos no es un delito, mientras que abusar de menores sí y, segundo, –y más importante- que a nadie se obliga a que aborte si no lo desea, mientras que un abuso sexual a un menor es siempre contra su voluntad, tanto ética como jurídicamente. Mucho peor fue, sin duda, la bomba de Hiroshima, pero ni siquiera eso exime ni un ápice de responsabilidad a quienes cometen delitos sexuales sobre menores. Entre otras cosas porque nada tiene que ver el tocino con el espacio partido por tiempo (velocidad, para los alumnos de la LOGSE).

¿Qué impide entonces a los responsables religiosos afirmar que esas prácticas son intolerables, injustificables, repulsivas y que sobre aquéllos a los que se pruebe su participación en actos de ese tipo debiera caerles encima todo el peso de la ley?

¿O es acaso mucho pedir?

miércoles, 17 de marzo de 2010

Hideputas

Artículo publicado por Vistazo a la Prensa en marzo de 2010
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Leía hace años a un antropólogo moderno que afirmaba que el dos por ciento de la población mundial estaba formada por hideputas. En honor de la verdad, no era éste el calificativo empleado por el autor, pero en definitiva era eso: individuos siempre a la contra, cabreados con el mundo, revienta ambientes, manipuladores, carentes de ética… Vamos, igualitos a ese hideputa en el que usted está pensando y que, por pura estadística, probablemente tenga cerca.

Los curas, visto lo visto, no están exentos de ese porcentaje de hideputas. Ni siquiera la estrecha relación que se supone mantienen con las alturas les libra de ese dos por ciento, y así, llevamos una temporadita en la que raro es el día en el que no aparece otro nuevo caso de abuso sexual a menores protagonizado por alguno de los integrantes de su dos por ciento particular.

Probablemente todos estaríamos de acuerdo en que debemos de asumir que ningún colectivo se halla libre culpa y que todos, sin excepción, sufren su pequeño porcentaje de hideputas y que, de la misma manera que pueden existir entre jueces, policías, médicos, abogados (en este caso hay quien afirma –no un servidor, desde luego- que el porcentaje es ligeramente superior), o entre cerrajeros, periodistas, o sexadores de pollos y pollas (que diría cierta ministra), unos pocos especímenes indeseables, también debiéramos concluir con que, pese a que un noventa y ocho por ciento de la gente del clero, a buen seguro será buena gente, unos pocos de ellos son ovejas descarriadas que, de puertas de la sacristía hacia adentro, se entregan a actividades poco confesables. Hideputas en definitiva.

Convendrán ustedes conmigo en que ciertas profesiones –o vocaciones- debieran prestar especial atención a que su porcentaje de hideputas fuese inferior, incluso a ese dos por ciento. Y que cuando se detecte a uno de ellos habría que eliminarlo ipso facto de la profesión; más que nada, porque el daño que pueden inferir a la sociedad es muchísimo más grave, pues ésta ha depositado en ellos su confianza. Un comerciante hideputa apoyará distraídamente la mano en la balanza cuando nos vende cien gramos de mortadela; un mecánico hideputa aprovechará una pieza usada y nos la cobrará como nueva cuando le llevemos el coche a su taller, pero un juez, un médico, un policía e incluso un cura puede joderle -con perdón- la vida al más pintado, entre otras cosas, por que se les supone la honradez y porque uno, por norma general, asiste confiado a ellos.

Si usted se encuentra en apuros en la carretera y ve aparecer una patrulla policial, verá el cielo abierto y acudirá a ellos sin reservas. Si tiene un piso para alquilar y se le presenta un juez con intención de alquilárselo, lo hará con tranquilidad, creyéndose incluso afortunado; si mientras usted hace footing con su amigo, a éste le da un telele y se cae al suelo mareado, respirará aliviado si resulta que la señora en chándal que corría detrás de ustedes va y le dice lo de “soy médico”, y, de la misma manera, si usted trabaja en un banco y se presenta en su oficina un señor con sotana, lo último que se le pasará por la cabeza es que debajo de la sotana se saque el hombre una escopeta de cañones recortados y le diga lo de “todo el mundo quieto, esto es un atraco”.

Retomando el porcentaje maldito, asistimos algunas veces –muy pocas, por suerte- a episodios con jueces o policías corruptos, médicos con amnesia respecto al juramento hipocrático o curas que además de pecar –como todo hijo de vecino- también delinquen.

La diferencia está en el tratamiento del resto del gremio hacia la oveja negra y, demasiadas veces, desde La Iglesia, se ha llegado a justificar lo injustificable con afirmaciones que ofenden la inteligencia. ¿Muestras? Las que quieran.

El obispo de Tenerife, Bernardo Álvarez, justificaba la pederastia alegando que no siempre ese tipo de relaciones pederastas podían ser consideradas abuso, "Puede haber menores que sí lo consientan y, de hecho, los hay. Hay adolescentes de 13 años que son menores y están perfectamente de acuerdo y, además, deseándolo. Incluso, si te descuidas, te provocan”.

Por mucho que huelguen comentarios, un servidor no se guarda las ganas de decirle a Monseñor Bernardo lo siguiente: pues mire usted, eso no es así. Si un cura (o un camionero) mantiene relaciones sexuales con un crío de trece años es un hideputa y un depravado. Y eso no tiene justificación posible. Máxime cuando quien lo lleva a cabo es quien se supone ha consagrado su vida al servicio de Dios.

Mis queridos reincidentes más acérrimos podrán decir que un servidor se repite como el ajo, pues ya comentó en su día la micción fuera de maceta del obispo en cuestión, pero no me negarán que tienen tela las declaraciones del mitrado, tanta tela como para recuperarlas para vergüenza pública de ese señor. De todas formas, hay bastantes más. La siguiente, calentita del día: que aparece hoy en la prensa:

Otro mitrado, el de Augsburgo para más señas, herr Walter Mixa, aparece el hombre diciendo que la pederastia en los colegios alemanes (en relación a los abusos sufridos por más de cien niños en una cadena alemana de colegios religiosos) no es –según él- sólo culpa de los hideputas abusadores, sino que también es fruto de la revolución sexual. Aquí me van a permitir mis queridos reincidentes que introduzca una pausa para respirar hondo y contar hasta diez -siete veces seguidas- más que nada para no llamar a este obispo lo que me pide el cuerpo llamarlo.

Evidentemente la revolución sexual, entendiendo como tal un cambio profundo de la sociedad a partir de la segunda mitad del siglo pasado, por el cual en el mundo occidental dejaron de ser considerados tabús ciertos temas, ha permitido, entre otras muchas cosas, que un servidor pueda escribir en estas páginas palabras como masturbación, lesbiana o felación sin que mis queridos reincidentes se escandalicen, o que una alcaldesa pueda pertenecer al PP pese a ser lesbiana, aunque no presuma de ello como sí pueda hacerlo un diputado de otro partido; pero en ningún caso, ni la revolución sexual, ni la industrial, ni la rusa, ni la china, ni siquiera la francesa tan liberal ella, pueden servir para justificar la pederastia en ninguna escuela, sea religiosa o no. O, mejor dicho, especialmente cuando ésta sea religiosa.

Meses atrás, fue detenido un policía que abusó de una inmigrante en el centro donde ella estaba internada y él prestaba servicio. ¿Qué hubiese pasado si Rubalcaba hubiese achacado tal conducta a una provocación por parte de la víctima o justificado el abuso por mor de la revolución sexual?

A los delincuentes se les detiene, se les procesa y, si resulta probado su delito, se les condena. Punto pelota. Y además, cuando éstos pertenecen a la administración pública se les inhabilita para que jamás puedan volver a aprovecharse de su condición pública para delinquir. Que tomen nota los mitrados y dejen de justificar lo injustificable.

A ver cuándo, de una puñetera vez, la Iglesia acaba con esta especie de corporativismo tiñoso y miserable y llama a las cosas por su nombre. Porque entre los clérigos, como entre los cerrajeros, las cajeras de supermercado o los peluqueros, un hideputa es un hideputa. Y quien abusa de un menor es muy, pero que muy, hideputa. Como quienes los justifican.