miércoles, 27 de agosto de 2008

Hacer -o no hacer- lo que toca

Artículo publicado en Vistazo a la Prensa y agosto de 2008
Andaba quien les escribe paseando a su perrita, cuando reparó en la presencia de un chaval, de unos diecisiete o dieciocho años, con los auriculares de su mp3 a volumen solidario –para que lo escuchara todo el barrio-, también paseando a un chucho. Me llamó la atención una especie de bolsito con forma de hueso que llevaba colgado del asa de la correa con el que el perro iba sujeto, y de la que sobresalía una bolsita de plástico para recoger las deposiciones del animal. Un servidor consideró muy práctico el ingenio portabolsas, habida cuenta de las ocasiones en las que, en ausencia de kleenex o de la socorrida bolsa de Mercadona doblada en el bolsillo por si se diera el caso de deyección imprevista, este columnista ha tenido que improvisar algo con lo que recoger las cacas de su perrita, ora con hojas de árboles, ora con el papel resultante de destrozar el paquete de tabaco –con el consiguiente desbarajuste de cigarrillos sueltos por los bolsillos de la camisa-, ora con el concurso de varias tarjetas de visita, hábilmente dobladas y dispuestas para formar un recogedor de emergencia, y todo tipo de cachivaches artesanales que los humanos fabricamos de forma espontánea cuando nos vemos en semejante apuro.

Pasó por la cabeza de un servidor preguntarle al chaval –por mor de esa complicidad que se genera entre los paseantes de perros- dónde había adquirido tal artilugio, pero frené en seco la idea al ver que el animal aproximaba al suelo sus cuartos traseros y procedía a evacuar lo que en otro tiempo fuera pienso perruno, por lo que cejé en mi intención de preguntar por aquello de no cortarle el rollo fisiológico al chucho. Tras siete u ocho segundos de apretón canino, ambos prosiguieron su camino sin detenerse a recoger la caca.

- Perdona, chaval –le indiqué-. Te olvidas de recoger la caca.

Me miró de arriba abajo y, sin mediar palabra, escupió al suelo, giró sobre sus talones y, acto seguido, los dos animales -el perro y el cerdo- deshicieron lo andado y traspusieron rumbo a la esquina, camino de su cochinera.

Les mentiría si les dijera que encajé el desaire y el desafío con resignación, pues lo que le pedía el cuerpo a un servidor era agarrar por la oreja al niñato y tironeársela hasta restregarle los hocicos sobre la deposición de su perro, sin otra intención –Dios me libre- que la pedagógica de recordarle su obligación cívica y legal de retirar de la vía pública lo que su perro evacuaba, pero tras contar hasta diez y repetirme compulsivamente lo de “ataraxia, Miguel, ataraxia”, conseguí aparentar cierta imperturbabilidad, le solté un “felicidades, chaval: tus padres estarán orgullosísimos de ti”, y logré circunscribir para mis adentros los gruesos calificativos dedicados al más alto de los dos animales, a su padre, a su madre, e incluso a toda su ascendencia difunta. En cualquier caso, gorrino y chucho siguieron su ruta sin girarse y sin mostrarse aludidos por mi irónica felicitación.

De vuelta a casa, pasé todo el camino recriminándome no haber hecho lo suficiente, diseñando la actuación perfecta encaminada a que al niñato le hubiera quedado claro que no cumplir con sus obligaciones le ocasiona consecuencias. Podría haberle amenazado con llamar a la policía si no recogía lo que debía, pero él podría haberse ido antes de que llegaran los guardias, en cuyo caso me hubiese obligado a retenerlo –no tenía media bofetada- y en esa situación haber llegado a un enfrentamiento físico a todas luces desproporcionado en relación a la falta cometida; o podría haber facilitado la descripción de chucho y amo a la policía por teléfono; o podría haberlo seguido hasta su casa, lo que pudiera haber ocasionado un enfrentamiento con él, o quién sabe si con sus padres; o podría haber hecho un discreto seguimiento a cierta distancia para, una vez verificado el domicilio, volver al lugar de la deyección, recogerla con la bolsa de Mercadona –ésta vez sí la llevaba- y dejársela en el buzón con una notita: “Esto es de su perro. Hoy lo he recogido yo. Otro día, por favor, hágalo usted”, a ver si de esta manera el chaval se llevaba, al menos, una regañina; pues se supone que si lleva colgado de la cadena el chisme dispensador de bolsas, es porque alguien en su unidad familiar sí las recoge.

Y es entonces cuando a uno le viene a la cabeza el pobre Jesús Neira, que se debate entre la vida y la muerte por ayudar a una mujer que estaba siendo maltratada por su pareja, o José Luis Pérez Barroso, el señor de Esparraguera que murió tras ser golpeado por tres menores a los que, según parece, recriminó alguna gamberrada.

Y no es que fuera el miedo lo que impidió que un servidor no fuese más allá con el cochino del perro, que ya les digo que aquel criajo era un alfeñique que no tenía ni media guantada, fue la comodidad de no implicarse en las responsabilidades de otros, la pereza de sacar el móvil y llamar a la policía, la fatiga de pensar en tener que relatar por teléfono lo que había ocurrido, el imaginar que suficiente trabajo tendría la poli con cosas realmente importantes como para darles más faena con minucias y la desgana de entrar en un previsible enfrentamiento… Excusas, en definitiva.

Total, que el que no recogió la caca se fue a su casa tan pancho mientras que un servidor se llevó toda la mañana dándole a la cabeza por lo que hizo el chaval y por lo que no hizo quien les escribe.

Desde luego que si servidor de ustedes vuelve a ver por el barrio a ese niñato paseando al perro, pienso seguirlo, esperar a que el animal haga sus cosas y ocuparme de que su amo las recoja, aunque me cueste perder media mañana y alguna que otra complicación, porque, si no, como me está ocurriendo ahora, me lo voy a estar reprochando durante todo el día. Además, se lo debo –se lo debemos todos- a Jesús Neira y a José Luís Barroso. Suerte al primero y mis condolencias a los seres queridos del segundo. Ellos sí hicieron lo que tocaba.

jueves, 21 de agosto de 2008

Lanzando las medallas al vuelo

Artículo publicado en Vistazo a la Prensa en agosto de 2008.

Si les digo la verdad a mis queridos reincidentes, confiaba en que mi primer artículo postvacacional versaría sobre los inconvenientes a los que el sufrido turista suele verse sometido durante su asueto veraniego, resignado ya -además de a las imponderables vicisitudes inherentes a todo periplo turístico- a que cuando uno contrata un viaje, en un momento u otro, le van dar gato por liebre de forma irremediable. Pero no, aunque resulte increíble esta vez no.

Dejando al margen el insignificante hecho de que el guía te suelte nada más que diez minutos escasos para contemplar una de las siete maravillas del mundo, alegando ir mal de tiempo, para luego tenerte hora y media en la tienda de souvenirs de su amiguete -del que a buen seguro recibirá jugosas comisiones ,y a saber qué otras inconfesables dádivas, por proporcionarle turistas frescos y con euros-, y dejando también al margen el intranscendente detalle de tener que “regalarle” a un policía montado en un camello una gorra Ferrari, un paquete de Marlboro y un mechero del Barça para recuperar mi cámara de fotos, se puede decir que esta vez, las más que merecidísimas vacaciones de este columnista han transcurrido de forma no ya apacible, sino incluso placentera; por lo que una circunstancia a todas luces deseable y de agradecer, obliga a quien les escribe a -en pleno estrés postvacacional, que tiene su mérito- estrujarse los sesos recién finalizado su veraneo, para ofrecerles un artículo que a priori preveía sencillo, versando sobre maletas desaparecidas, overbooking en vuelos y hoteles, timos a la hora de cambiar moneda, desajustes intestinales, facturas telefónicas desorbitadas –de esto último aún no estoy a salvo- y todos esos maravillosos alicientes adicionales sin los cuales unas vacaciones no son ya unas vacaciones como Dios manda y que, por otra parte, son los que vienen acompañando últimamente de forma habitual a este columnista cada vez que toma un avión. Así que, tras asumir que estas vacaciones han transcurrido -inexplicablemente, insisto- sin novedad en el frente, no puedo más que sucumbir ante la fiebre olímpica y comentar con ustedes el proceder de algunos, o mejor casi todos, los medios informativos cada vez que se acercan acontecimientos deportivos relevantes.

Decimos en mi tierra que “no es pot dir blat, fins que no és al sac i ben lligat” que traducido al castellano sería algo como que el trigo no está a salvo, hasta que no está en el saco y éste –el saco, no el trigo- está por fin bien atado, algo así como el cuento de la lechera. Pues bien, convendrán ustedes conmigo en que en estas olimpíadas muchos medios y muchos de los comentaristas deportivos han huido de la más elemental prudencia para lanzar las medallas al vuelo antes de que éstas cuelguen sobre el cuello de los deportistas de la delegación española.

Le faltan a un servidor dedos en las manos -e incluso en los pies- para contar los periodistas y comentaristas que auguraban para estos juegos un éxito sin precedentes, y que, habida cuenta de los triunfos obtenidos por nuestros deportistas en las competiciones internacionales, las 22 medallas obtenidas en Barcelona iban a ser pecata minuta comparadas con las que se iban a obtener este año en China. Que si este va a ser el año de España, que si a por ellos, que si que se aparten que llegamos y… ¡¡Plaf!! Batacazo. Lo que iba a ser la madre de todas las olimpíadas se ha quedado, una vez más, en que si quieres arroz -aloz, en este caso- Catalina.

Así luego llegan las desilusiones, las justificaciones, las disculpas, las excusas. Que si los árbitros, que si la diferencia horaria, que si los rollitos de primavera que pican más en Pekín –diré Beijing cuando ellos digan Reus y no Leus- que en el restaurante chino de su pueblo. Y así, día tras día, los noticiarios deportivos se inician con lo de “nueva decepción en China” o lo de “se nos volvió a escapar una medalla”, como si las medallas ya estuviesen ganadas y se le hubiesen caído al deportista al agacharse a atarse los cordones de sus Nike.

Y digo yo: ¿es imprescindible añadir a los atletas más presión aún de la que ya supone participar en unos juegos? ¿Es necesario referirse hasta la saciedad a un atleta como “mayor aspirante al oro olímpico” como sucedió reiteradamente con Gómez Noya en los días previos al triatlón? Así se queda uno despierto hasta las cuatro de la madrugada para ver en directo al amigo Noya llevarse el oro y lo que ve es cómo el máximo aspirante al oro olímpico se queda con dos palmos de narices y otros dos de lengua. Y ya tenemos al pobre triatleta, después de haber nadado, pedaleado y corrido como un loco bajo un calor asfixiante y una humedad de sauna, casi pidiendo disculpas por haber obtenido una magnífica cuarta posición. Por suerte el locutor se mostró comprensivo y no le escupió en la cara. Lo positivo de ver por televisión un triatlón a las cuatro de la madrugada es que, por mal que vaya la competición, por disgusto que se lleve uno con el resultado, no se va a la cama sin cenar.

Más de lo mismo ante el partido de baloncesto que enfrentó a Gasol y Cía con el Dream Team: que si se puede dar la campanada, que si esta selección es capaz de todo… ¿No hubiese resultado mucho más humilde –e infinitamente más realista- decir que si los americanos tenían un mal día y los españoles lo bordaban había alguna posibilidad de ganar? A ver si toman nota y, si en el caso de que haya suerte, se llegue a la final y se repita partido, no vayamos a ir nuevamente de sobrados, que ya se ha visto cómo nos fue el pelo, porque ya he escuchado a algún ilustre comentarista iluminado, afirmar que aquel día Aíto se guardó en la manga varios ases y no mostró a los americanos todas las cartas. Vamos, que perdieron a cosa hecha… ¿Mandan o no mandan webs?

Y así, día tras día, echan las medallas al vuelo y éstas acaban evaporándose. Luego, si no se consiguen más de las 22 medallas previstas, la culpa será del calor, de la humedad, de los jueces o, si no, de la subida del crudo o de los catalanes, y así ya hay nueva excusa para el próximo boicoteo de cava.

¿Más de 22 medallas? Decía el ciego que veía, y eran las ganas que tenía. Vale, de acuerdo, mejor ser optimistas que pesimistas, pero… ¿Y el término medio? En periodismo debiera primar el sentido común sobre la demagogia de escribir lo que todo el mundo prefiere leer, máxime cuando eso no es más que vender periódicos a base de vender humo. Si no se cumplen ESAS expectativas –que no LAS expectativas- quizás convenga reconocer que la culpa es más de quien peca de optimista que de los que se han quedado sin medallas pese a buscarlas con ahínco. Aunque no me imagino yo la portada de ningún periódico abriendo a cinco columnas con un titular del tipo “Lo sentimos, vendimos la piel del oso antes de cazarlo.”