miércoles, 26 de diciembre de 2007

Las leyes de Murphy.

Artículo publicado en Vistazo a la Prensa en agosto de 2004

Desde luego que conocen ustedes las leyes de Murphy. Lejos de ser una pantomima como muchas personas cultas se empeñan en afirmar, la práctica nos demuestra que una y otra vez se cumplen irremediablemente.

Una de sus leyes es ésa que asegura que da igual en la cola del supermercado en la que nos coloquemos: siempre tardaremos más en llegar a la caja que si nos hubiésemos colocado en cualquiera de las otras. Cuántas veces vemos una caja con una única persona, una abuelita, que sólo lleva en el carro dos latas de atún, una bolsa de tomates y una botella de Mistol, mientras que las cajas colindantes muestran un rosario de carros cargados hasta los topes. Obviamente, nos colocamos tras la abuelita. Entonces entra en juego la Ley de Murphy: el código de barras de las latas de atún no excita lo suficiente al lector de infrarrojos que marca de forma automática los precios, y, desde la caja, solicitan a una reponedora que cambie las latas. La abuelita no ha pesado los tomates y una nueva reponedora, ésta con patines, que la cola se hace ya inmensa, se lleva y trae los tomates y, para más INRI, cuando la señora va a pagar, la visa tiene deteriorada la banda magnética y ha de venir la supervisora para llevarse la tarjeta a la caja central mientras que en éstas, la abuelita recuerda que tiene un bono de descuento de 30 céntimos para el Mistol y han de rehacer la cuenta.

Tras esa ingrata experiencia que todo humano ha sufrido, huimos de las abuelitas y de las colas poco concurridas de los hipermercados. Viendo a la anciana en la cola vacía nos colocamos en la caja de al lado, pese a tener delante tres familias numerosas con sus respectivos carros repletos. Observamos con gozo como nuestra vecina la Merche, ésa tan envidiosa, se coloca tras la abuelita. “ya verás, ya… “ piensa uno para sus adentros. Entonces, cuando debiera encallarse la cinta, atascarse el cajón donde guardan el dinero y cortocircuitarse el lector de la visa, aparece el puñetero Murphy y hace que la abuelita, la Merche, y todo el que se ponga detrás de ambas salgan con su compra pagada antes que tú, que sigues esperando en tu caja a que el encargado de mantenimiento consiga liberar la enagua de la madre de la primera familia numerosa del mecanismo de la cinta transportadora donde se ha enganchado. La Merche te sonríe y te dice “Adiós, vecino.” Y tú odias a Merche y a Murphy con toda tu alma.

Otra variante de esta misma ley es aquélla que afirma que cuando hay retenciones en la autopista, el carril en el que nos coloquemos será el más lento de todos, por lo que observaremos con desdén que el resto de carriles avanzan más rápido que el nuestro.

Al hilo de las anteriores podemos comprobar, sobre todo en verano, que cuando circulamos detrás de un camión lento, cuando la discontinua nos permite adelantar, circulan coches en dirección contraria que no nos permiten el adelantamiento, mientras que cuando es la continua la que nos lo impide, no se acerca ni un coche en sentido contrario. Podríamos continuar con aquella ley que asevera que, teniendo un manojo de llaves, todas ellas iguales, y desconociendo cuál es la que abre la puerta, irremediablemente abriremos con la última de ellas, no sin antes haber probado con todas las otras.

Y algunos de ustedes se preguntarán que quién narices es el tal Murphy, culpable él de todas esas pequeñas calamidades que a diario nos complican la existencia. Yo me lo imaginaba bajito, regordete, con una calva prominente y muy mala baba, y, sentado tras una ventanilla diciéndole a todo el personal: “Le falta a usted una póliza y el sello de la ventanilla nueve, vuelva usted mañana, caballero, que ya vamos a cerrar”. Intuía yo que era un funcionario que, no satisfecho con los desplantes a los que sometía a los sufridos contribuyentes, ideaba la manera de fastidiarnos los días y las noches allende de sus ámbitos funcionariales. Un tipo odioso y amargado cuyo único cometido en la vida era importunar al prójimo y que, además, hacía que cuando se nos caía la tostada al suelo, siempre cayese del lado por el cual hemos untado la mantequilla en una cantidad directamente proporcional al precio de la alfombra.

Una tarde de verano, de aquellas que leyes y leyes de Murphy se le suceden a uno llevándolo a límites próximos al suicidio, me propuse investigar sobre el tal Murphy. Deseaba que aún siguiera vivo para buscarlo, encontrarlo y decirle cuatro cosas bien dichas, pero no hubo suerte. Resulta que, por lo visto, el susodicho y archiconocido Murphy falleció en 1970, a la edad de 78 años. Descanse en paz, Mr. Murphy.

Aunque existen diversos Señores Murphy a los cuales se les atribuyen las leyecitas de marras, parecen más fiables aquellas teorías que las imputan a William Parry Murphy.

Nació Mr. Murphy el año 1892 en Stoughton (Winsconsin- EEU). Estudió medicina en Oregon y Harvard, universidad ésta última en la que se doctoró e investigó. Muy mal no lo debió hacer el hombre, pues en 1934 compartió con George R. Minot y George H. Whipple el premio Nobel de Medicina por el descubrimiento de la terapéutica de la anemia perniciosa con extractos de hígado.

Se sumió en una terrible depresión que hizo que dejara su carrera como investigador y que, una vez dado de alta del centro psiquiátrico donde fue internado, se alistara en el ejército, donde ejerció como capitán médico en las Fuerza Aérea de los EEUU. En aquéllos años, se le atribuye una expresión considerada como la génesis de su legado de fastidiosas leyes. Parece ser que uno de los mecánicos de aeronaves que prestaba servicio en la misma base que Murphy, y siendo el mecánico poco hábil y tendente a la chapuza, saturaba los nervios del autor de las leyes. Allí enunció “si se puede cometer un error que haga que el motor falle, este mecánico lo cometerá”. Cuentan que pocos días antes de morir, su médico le recomendó que cuidase su corazón, que no parecía andar bien del todo. Quién sabe si falleció fruto de su propia ley, aquélla que enuncia que las máquinas, los aparatos o los mecanismos que irremediablemente han de fallar un día u otro, lo harán siempre en el momento más inoportuno.

Ése fue, según parece, Murphy, el responsable de que cuando nos acabamos de meter en la ducha llamen a la puerta.

Tengan en cuenta aquéllos que consideren las leyes de Murphy una mentecatez, que fueron enunciadas por un premio Nobel.

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