miércoles, 26 de agosto de 2009

Marcha atrás

Artículo publicado en Vistazo a la Prensa en agosto de 2009
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Siento decepcionar a aquéllos de mis queridos reincidentes que, viendo el título de esta columna, hayan creído que mi artículo de esta semana tiene que ver con cierto método contraceptivo considerado natural -y por tanto permitido por la Iglesia- que me van a permitir que no les describa, pues su nombre lo define sobradamente. No va a ir el tema bien bien por ahí. Si son tan amables de seguir leyendo, les cuento.

Y lo hago transcribiendo literalmente un párrafo del nuevo libro de mi amiga Nieves Concostrina, Menudas historias de la Historia (Ed. La Esfera de los libros - 2009), que me viene de perlas para dar comienzo a este artículo y para ofrecerles una muestra de este divertido libro, que a buen seguro les desvelará pasajes curiosísimos -y a menudo desconocidos- de la Historia, siempre escritos con el habitual ingenio y ese fino sentido del humor al que nos tiene acostumbrados Nieves en sus libros y en sus programas de radio.

El 31 de octubre del año 1517 un monje muy cabreado agarró un martillo, cuatro clavos y se fue a la iglesia de Witenberg, en Alemania. Sacó un papel con noventa y cinco cláusulas escritas, lo dejó clavado en la puerta y se volvió a su convento agustino con el martillo, pero más desahogado. El monje se llamaba Martín Lutero y ese día, con aquel monumental enfado, nació la Reforma protestante.

Si conocen la historia, o si siguen leyendo ese capítulo del libro de la Concostrina, recordaran que una de las muchas diferencias –que no la principal- entre Lutero y el Vaticano era que el monje entendía que la Biblia debía predicarse en la “lengua vulgar” de cada comunidad y no en latín, lengua que en el siglo XVI ya no era conocida por casi nadie.

Lutero fue declarado hereje, fue excomulgado -no en vano hizo perder a la Iglesia de Roma la mitad de sus clientes- y quisieron contrarrestar la reforma iniciada por Lutero con -muy originales ellos- una contrarreforma, culminada –grosso modo- con el Concilio de Trento.

En aquel concilio, que duró entre pitos y flautas 18 años, se acordaron, entre otras muchas disposiciones, la necesidad de establecer una lista de lecturas prohibidas a todos los cristianos; se oficializó la existencia -aunque funcionaba de facto desde el siglo XIII- de El Santo Oficio o Inquisición, estableciendo que se podía freír a la barbacoa a cualquiera que fuera considerado hereje; se reafirmó la excelencia del celibato (al menos de cara a la galería, que el papa que convocó el concilio tenía cuatro hijos) y, además, se insistió en que la misa sólo podía ser celebrada en latín, instaurándose la llamada “Misa Tridentina”, o, lo que es lo mismo, celebrar las misas en latín y con el oficiante dando la espalda al público. Si alguno no la entendía siempre podría inscribirse en un curso de latín del CEAC de entonces, o matricularse en Lenguas Clásicas en la UNED de la época.

Pero si hay algo que tiene la Iglesia, es capacidad para adaptarse a los nuevos tiempos, incluso rectificando cuando se da cuenta que ha metido la pata. Así, trescientos y pico años después de procesarlo y obligarlo a abjurar de sus tesis, la Iglesia rehabilitó a Galileo, quien había sido condenado y humillado en 1633 por atreverse a afirmar que el centro del universo no era la Tierra sino el Sol. De tal guisa, y de nuevo en el consabido afán eclesiástico de acercarse siempre a la realidad social del momento, hace escasamente medio siglo, el concilio Vaticano II, en tiempos de Juan XXIII, estableció que cada comunidad podía celebrar las misas en el idioma que le fuera propio, entendiendo que sería mucho más útil a los feligreses comprender lo que les dijese su párroco sin que tuvieran éstos –los feligreses, no los clérigos- la necesidad de aprender latín. Tardaron casi cuatro siglos en deducir esto, pero nunca es tarde si la dicha es buena.

Y, mira por dónde, llega ahora la Congregación del Culto Divino –ministerio vaticano al mando del cardenal español Antonio Cañizares- que propone retomar las condiciones eucarísticas establecidas en el Concilio de Trento y obligar a los sacerdotes católicos a recuperar la Misas Tridentinas. Dicho en plata, las misas de nuevo en latín y de nuevo el oficiante de espaldas a sus feligreses.

La noticia ha visto la luz de la mano del periódico italiano Il Giornale, al haber obtenido uno de sus redactores una copia del documento presentado ante las más altas instancias vaticanas planteando tal propuesta.

Según cuentan en el Il Giornale, esta iniciativa cuenta con el aval mayoritario de los miembros de la congregación, y la voluntad de la propuesta reside –según ellos- en la necesidad de controlar “los abusos, experimentos salvajes e inoportuna creatividad de eventuales celebrantes”.

Un servidor, que confiesa que últimamente sólo pisa las iglesias en los entierros y en alguna que otra celebración de compromiso, intenta imaginar qué experimentos salvajes y qué abusos se vienen llevando a cabo en las parroquias y, la verdad, no es capaz de imaginar en qué consiste el desmadre y el despiporre percibido por Cañizares y su gente, y que ha de ser tan grave como para que les lleve a suplicar nuevamente la Misa Tridentina.

El interrogante ahora es saber si Benedicto XVI impulsará esa medida o la guardará en el cajón donde acumula las cartas de los feligreses que le piden bobadas, cosa que debiera suceder si en la Santa Sede reinara el sentido común, aunque, si un servidor tuviese mano en CEAC, tardaba nada y menos en ofrecer el curso “Latín para feligreses”.

Quien les escribe, por si acaso, se pone ahora mismo a rebuscar en su librería a ver si todavía conserva aquel diccionario de latín al que tanto recurrió en sus tiempos de estudiante, y seguidamente también recuperará del desván los apuntes y libros de aquellos tiempos. Que para una vez que va a la iglesia, quiere saber qué le están contando.

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