miércoles, 12 de agosto de 2009

Hogar, dulce hogar: desventuras de un turista resignado.

Artículo publicado en Vistazo a la Prensa en agosto de 2009


Se equivocan aquellos de mis queridos reincidentes que, al leer el título de esta columna, se hayan imaginado que la ausencia de un servidor en estas páginas –que se ha prolongado por más de dos meses- venga motivada por unas larguísimas vacaciones. De esas ocho semanas de ausencia, siete han correspondido a una curiosa – a la vez que intensa- experiencia laboral que quizás algún día les cuente. Sólo la octava ha venido motivada por unos días de asueto con los que, precisamente para reponerse de esa agotadora experiencia, quien les escribe programó en un paraíso caribeño, sustituyendo su habitual espíritu viajero por un más reposado rol de turista, disponiéndose a invertir una semana de sus vacaciones en actividades tan poco estresantes como hincharse a cócteles bajo un cocotero, meterse en remojo en la playita fotografiando peces de los colores del parchís y leerse de una tacada la última –irremediablemente última- entrega de Stieg Larsson y su heroica y excéntrica Lisbeth Salander.


Día 1.

Si hay algo peor que un vuelo de diez horas en clase turista, es un vuelo de diez horas en clase turista con un niño al lado, un niño de treinta años, que se pasó las diez horas jugando con su PSP a matar chinos, chinos que emitían un peculiar gemido gutural –entre lo orgásmico y lo satánico- cada vez que el niño los insertaba con su katana, katana que, de haber estado en posesión de quién les escribe, hubiese resultado irremediablemente manchada de la sangre de aquel espécimen.

- Oye… ¿no tienes auriculares para ese chisme?
- No. (sin levantar la vista de la pantalla)
- Y… ¿no le puedes bajar un poco de volumen? Es que así no hay quien lea.
- Vale.

Y le baja el niño una milésima de decibelio y prosigue su matanza mientras que un servidor ruega al cielo para que en la próxima turbulencia se le derrame el café sobre el aparato, le ahogue a los chinos gritones y le fastidie el entretenimiento.

Con los dedos cruzados para que el niño vaya a otro hotel –pues no quiere imaginarse al niño y a su PSP en la tumbona de al lado en la piscina- llega uno al Caribe y comprueba que la humedad es tal que, pese a no sobrepasar los treinta grados la temperatura ambiente, suda uno como un minero en agosto. Largo paseo desde el avión a una choza con el ocurrente cartel de “Terminal Internacional”.

En la aduana, una aduanera negrita y guapísima:

- Son diez dólares o diez euros, como prefiera.
- ¿Diez dólares o diez euros para qué?
- Impuesto de entrada.
- ¡Joder!
- No se me estrese mi amol, y no se me queje, que a la salida son veinte dólares o veinte euros.
- ¡Joder, joder!


Un maletero me arrebata literalmente las maletas y sale corriendo hacia el bus. Llega el bus al complejo hotelero y otro maletero me vuelve a arrebatar literalmente las maletas y sale corriendo hacia la habitación.

Diez dólares en propinas después, compruebo que la suite es espectacular y me tiro de cabeza al jacuzzi sin apreciar un ligero detalle. Ausencia de toallas. Teléfono a recepción. Contestador automático:

- El destinatario de su llamada no puede atenderle. Inténtelo de nuevo más tarde.

Cinco minutos después.

- El destinatario de su llamada no puede atenderle. Inténtelo de nuevo más tarde.

Cinco minutos después.

- El destinatario de su llamada no puede atenderle. Inténtelo de nuevo más tarde.

Cinco minutos después.

- El destinatario de su llamada no puede atenderle. Inténtelo de nuevo más tarde.


Andando hasta la recepción, justo al otro lado del complejo –y esto es quince minutos caminando bajo una humedad que debe rondar el 200 %- me cruzo con el de la PSP que sigue matando chinos. No sucumbo a mi impulso de empujarlo a la piscina con consola y todo. De este detalle me arrepentiré en el futuro.


- Verá, que llevo como 12 horas de viaje y no tengo toallas en la habitación. No le digo que me gustaría ducharme porque ya lo he hecho, pero sí me gustaría poderme secar con una toalla y no con una camiseta sudada.
- En sinco minutos le llegan las toallas, mi amol.

Y aquí uno comprueba que cinco minutos caribeños corresponden a cincuenta europeos. Dos dólares de propina al mozo que trae las toallas y que para la mano descaradamente.

Duchado de nuevo –la humedad es insufrible- me propongo a ver qué canales de televisión pilla ese pedazo de televisor de plasma. El mando a distancia no funciona. Nueva llamada a la recepción.

- El destinatario de su llamada no puede atenderle. Inténtelo de nuevo más tarde.

Cinco minutos después.

- El destinatario de su llamada no puede atenderle. Inténtelo de nuevo más tarde.




Día 2.

Justo antes de cumplir el encargo de una amiga que me pedía unas fotos de cierto sepulcro de cierto navegante legendario que viajó de muerto más que de vivo, compruebo que las baterías de mi cámara fotográfica sucumben al calor y a la humedad. Las pilas de recambio se quedaron con Murphy y su implacable ley en el hotel. Siguiendo las indicaciones de un lugareño, me desplazo hasta el lugar donde se encuentran varios vendedores ambulantes.

- ¿Cinco dólares por dos pilas normales y corrientes?
- Usted quiere pilas y yo tengo pilas. Si no, puede ir a comprarlas a una tienda en la siudá –señalando lontananza con el dedo.

La cámara no funciona con las pilas “nuevas”, significándoles que me hubiese ahorrado esas comillas –y cinco dólares- si hubiese detectado el olor a pegamento que desprendía el paquete que las contenía. Gracias a otro turista solidario, que me regala dos pilas, puedo cumplir el encargo y fotografiar mausoleo y sepulcro. Vuelvo sobre mis pasos y el vendedor de pilas ha desaparecido con mis cinco dólares y el bote de pegamento. Otro lugareño –o quizás el mismo de antes- me señala una papelera cuando le pregunto dónde puedo tirar las pilas “nuevas”. Pilas a la mochila, ya las reciclaré en casa.



Día 3.

Maldito jet lag. Las tres de la mañana y ya despierto. A ver qué cuentan los periódicos de España. Conecto el portátil y la conexión wifi no funciona.

- El destinatario de su llamada no puede atenderle. Inténtelo de nuevo más tarde.

Agarro el portátil y me voy a recepción. Allí hay algo de cobertura wifi, pero no la suficiente como para conseguir abrir las páginas. Juego al solitario hasta la hora del desayuno.

Todas las tumbonas de la playa que se hayan a la sombra de parasoles o de palmeras se encuentran ocupadas por toallas, que no por personas. Lo mismo las de la piscina. Por lo visto, el cartel que en castellano, inglés y francés recuerda la prohibición de reservar tumbonas tiene poco éxito. Imposible permanecer más de dos minutos fuera del agua. Salgo disparado hacia la habitación cuando veo aproximarse al zombie de la PSP que mata chinos mientras camina.

Paso de nuevo por recepción.

- Verá, que el mando a distancia de la tele no funciona.
- En sinco minutos, mi amol, le llevan uno.


Día 4.

Bendito Jet Lag. A las cuatro y media de la madrugada reservo las tumbonas con mejor sombra de todo el Caribe.

La conexión wifi sigue sin funcionar como Dios manda. Váyanse ustedes a saber por qué capricho cibernético el ordenador sólo conecta, vía web, con el correo electrónico del trabajo, no así con el resto de páginas del mundo mundial. ¿Qué habrá hecho el Barça? Aprovecho que estoy cerca de la recepción para recordarles lo de mi mando a distancia.

- En sinco minutos, mi amol, le llevan uno.

Un americano me promete que esas toallas son suyas, que cuando ellos legaron allí no había toalla alguna en las tumbonas. Se ve buen hombre y parece decir la verdad. Vuelta al expendedor de toallas.

- Si ha perdido las toallas tendrá que pagar 15 dólares por cada una.
- No las he perdido, me las han robado.
- Y para qué va a querer nadie dos toallas.
- Tiene usted razón. Seguro que están en la habitación.

Robo dos toallas de dos tumbonas desiertas y me las llevo a la habitación, ya no queda ni una tumbona a la sombra en todo el Caribe. Siesta monumental –así no voy arreglar jamás el jet lag- cena en un japonés y cóctel en una terracita hasta que aparece el friki de la PSP que sigue a lo suyo y se sienta en la mesa de al lado. Con lo grande que es el complejo…


Día 5.

Todavía sin mando a distancia.

- El destinatario de su llamada no puede atenderle. Inténtelo de nuevo más tarde.

- En sinco minutos, mi amol, le llevan uno.

Sin conexión wifi y sin sombra en la playa pero da igual. Tengo programada una excursión para nadar con delfines.

- No pueden ustedes llevar cámaras fotográficas, podrían lesionar la piel de los delfines que es muy sensible, pero nuestros fotógrafos tomarán para ustedes las fotografías y se las entregarán en un DVD.

Me entregan el DVD (a cambio de 30 dólares). Inolvidable la experiencia de nadar con delfines. Ligo con una delfina simpatiquísima que se llama Mari que me besa repetidamente en la mejilla y me ofrece su aleta como quién choca la mano. Acabamos bailando una bachata en el mar del Caribe. A las once de la noche –estaba un servidor en el primer sueño- llaman a la puerta de la habitación.

- Su mando a distancia, señor.

(Obviamente sin propina)

En cinco minutos otra vez dormido.


Día 6

Bendito Jet Lag, a las cuatro y media de la mañana acabo la novela de Larsson. Mejor que la segunda. Lástima que la Salander y el Blomqvist mueran a manos de la Säpo. Que no, es una broma, lean tranquilos. Lo de desvelar el final de una novela sólo se lo haría al cabrito de la PSP, pero jamás a ninguno de mis queridos reincidentes.

Hoy he pagado 240 (120 por barba) dólares por conducir una lancha hasta los arrecifes de coral y bucear entre tiburones de los que sólo comen plancton. Nos recogen en un antiguo autobús escolar estadounidense reciclado en güagüa y sin cristales en las ventanas. Me toca sentarme justo donde van a parar todos los gases del escape. El polvo de los caminos sin asfaltar entra por las ventanas y acaban proporcionando a mi camiseta un aspecto realmente fashion. Por suerte no viene en el bus el tío de la PSP.

Soy el segundo de una fila de 20 lanchas. Delante el guía. Las instrucciones son claras: no se puede adelantar bajo ningún concepto. El guía va a paso de tortuga y me temo que nos van a adelantar una pareja que va remando en un kayak que no debe estar sujeto a las leyes de navegación marítima de la empresa de las lanchas. No llevo la cámara y ésta vez si permiten el uso. Me castigo no comprándoles el DVD de 30 dólares.


Día 7

¡Aleluya! Tumbonas con sombra. Quien la sigue la persigue. Mi suerte está cambiando porque además funciona el wifi: me entero que los bolsos regalados a Rita Barberá cuestan entre 400 y 600 euros cada uno, que ha muerto Jarque y que el PP se queja de que hayan esposado a unos ladrones. Ni rastro del niño de la PSP. Fantaseo con que se haya ahogado (la PSP, por supuesto) en el mar Caribe o que una caribeña le haya enseñado (al niño) que existen otros placeres en la vida mejores que matar ciber-chinos y tire la PSP a la basura. El avión sale a las siete de la tarde pero nos recogen en el hotel –que está a quince minutos del aeropuerto- a las tres de la tarde. Tomo mi último Coco-Loco (ron, crema de coco, leche y canela) –riquísimo- y, por primera vez en toda la semana, el autobús llega con puntualidad europea. A las tres y veinte en el aeropuerto.

- Son veinte dólares o veinte euros.

Pago religiosamente el impuesto de salida y me dedico a facturar las maletas.


- Tienen ustedes exceso de equipaje, señor. Debe pagar 90 dólares o 90 euros.
- Pero si llevo lo mismo que traje excepto dos litros de ron.
- Son 90 dólares o 90 euros, señor.

Le pido un recibo y me extiende uno en el que sólo consigna los kilos de exceso, pero no la cantidad de dinero que me cobra. Le exijo que lo haga constar y lo hace, no sin antes desplazar suavemente el papel de autocalco del recibo, de manera que en su copia no consta que me acaban de soplar quince mil pelas (ya no me quedaban dólares) por un presunto exceso de equipaje. Una de dos, o el ron caribeño pesa cinco kilos y medio por litro, o me han timado como a un chino de los que asesina el de la PSP que, dicho sea de paso, se encuentra facturando justo detrás de mí.

Los astros me sonríen y me toca asiento junto a la ventana, en una fila de sólo dos butacas. El de la PSP no podrá estar a mi lado. Tras el despegue oigo chillar a un chino asesinado y, mi gozo en un pozo, el de la PSP está sentado justo detrás de mí. Sopeso la posibilidad de regalarle los auriculares de mi Ipod cuando el azar vuelve a sonreírme. El de la PSP se va al baño junto con su colega y deja la consola sobre el asiento. Saco de la mochila mis pilas “nuevas” y le doy el cambiazo.

Oigo juramentar en arameo al de la PSP que se queja a su colega que las pilas que ha comprado en el aeropuerto son una birria que no le han durado ni veinte minutos. Por suerte el colega tampoco tiene baterías de recambio. Sólo quedan diez horitas para llegar a casa y repetir lo de cada año tras las vacaciones. Hogar, dulce hogar.

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