miércoles, 24 de diciembre de 2008

Cuento de Navidad

Artículo publicado en Vistazo a la Prensa en diciembre de 2008
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Sitúense mis queridos reincidentes en un nórdico y nevado pueblo, la mañana de un 24 de diciembre de hace muchos, muchos años.

Notó como la luz del sol, que se colaba por las rendijas de la persiana, le enviaba molestos reflejos pese al antifaz que, desde hacía años, se había acostumbrado a utilizar para dormir. Lo retiró lo justo, abrió un ojo y miró el despertador. Las once y media. “Jo, casi medio día” se dijo, y se prometió, como cada año, que jamás volvería a beber la víspera de nochebuena. No en vano, la noche de Navidad era la que más trabajo tenía.

Se levantó de un salto y, al poner el pie en el suelo, se clavó una pieza del Exín Castillos que sabe Dios el tiempo que debía de andar ahí, bajo las revistas pornográficas. Cojeando, llegó a la cocina donde recalentó café. No quedaba ni una taza limpia pero tampoco estaban lo suficientemente sucias como para no poder ser reutilizadas. Con el café en la mano, llegó renqueando y maldiciendo hasta el armario. Se enfundó su traje rojo y, nada más abrochar el botón del cuello, tarea en la que invirtió más de cinco minutos porque el ojal era mucho menor de lo que sería recomendable, cayó en la cuenta de que no se había colocado el relleno que le hacía parecer más gordo y sin el cual presentaba un aspecto aún más deplorable. Vuelta a desabrochar lo abrochado, a colocarse el relleno “a este paso, en un par de años ya no será necesario ningún relleno” se decía mientras se ajustaba las últimas fijaciones de velcro sobre su generoso buche y se afanaba en abrocharse de nuevo el puñetero botón, mientras notaba que el café que acababa de tomar le producía ese acuciante efecto laxante que se le presentaba sólo después de haberse vestido. Otra vez el maldito botón.

Con la resaca no conseguía recordar dónde diablos había dejado las llaves del almacén de los regalos. En la agencia de trabajo temporal le habían asegurado que a las ocho de la mañana, sin falta, tendría los dos elfos que le ayudarían en lo que fuera menester y, una de dos, o habían llamado al timbre y ni se había enterado mientras roncaba, o los había vuelto a parar la poli, como el año pasado, conduciendo ebrios, sin carné un trineo robado. Encima le tocó pagarles la fianza.

“Sentimos no poder atender su petición. Su línea telefónica está cortada por falta de pago. Para más información llame al servicio de atención telefónica de nuestra compañía aunque, con la línea cortada, lo tiene usted francamente mal”. Lanzó el teléfono por la ventana con tan mala fortuna que, rebotando contra el marco, fue a estrellarse, destrozándola, contra esa magnífica tele de plasma que se había agenciado la semana pasada del almacén de regalos y que, cuando su destinatario echara en falta, culparía a Correos, a SEUR, a Zapatero o a quien fuera, pero nunca a él, que para eso era Papá Noel.

La una del medio día, los elfos sin llegar, la llave del almacén sin aparecer y, para acabar de arreglar el día, recibe un email de su madre informándolo que esta noche se presenta a cenar con sus amigas, “Despabila rápido con los regalos, nene, que a mis amigas no les gusta esperar”. Menudo estrés.

Agarra una ganzúa y se afana con la cerradura. En la cárcel aprendió que ninguna cerradura se resiste a una buena ganzúa y a un poco de paciencia, pero andaba justo de lo segundo tal y como se estaba desenvolviendo la mañana. A tomar por saco la ganzúa. Cartucho de dinamita agenciado el año anterior de los regalos de Ben Laden y… ¡¡¡Bum!!! La cerradura vuela por los aires aunque las llamas han prendido las cortinas del almacén de regalos.

“¿Cuál era el número de los bomberos? ¿Dónde coño ha ido a parar el teléfono? Allí está, detrás de la planta de marihuana”. “Sentimos no poder atender su petición, como le dijimos antes su línea telefónica se encuentra cortada, porque debes siete meses, so moroso…”

Abre el grifo y no sale agua. Natural, las cañerías heladas, que para eso estamos justo al ladito del polo. “¿Servirá la cerveza?” Sí, sirve. Le ha costado tres barriles de la mejor Lager que arrambló del lote de Massiel, pero ha salvado casi todos los regalos. “¡Puaj! Qué asco, menudo pestazo a humo que echo”. Se mira al espejo y su melena y su barba, otrora blancas, aparecen tiznadas a causa del humo y de la ceniza. Menudas pintas.

Sale fuera para ir preparando el trineo. A ver si llegan los puñeteros elfos de una maldita vez y empiezan a cargar los paquetes. Donde estuviera el trineo encuentra una pegatina de la grúa municipal. Al lado, una nota de Rudolf. “Como no tienes trineo he pensado que no nos necesitas. Nos hemos ido a una orgía lapona con unos ciervos. Si nos necesitas nos llamas por teléfono. Feliz Navidad”.

Desesperado, recuerda uno de los consejos de su bisabuelo, el primer Papá Noel, “No hay nada que no se vea mejor después de siete u ocho güisquis”. Agarra una botella en el primer lote que encuentra y se la embucha a gollete del tirón, va por la segunda y tras el primer trago le encuentra un gusto dulzón y desconocido. Mira con detenimiento la etiqueta y lee “Laxante Turbo-Max. Solución inmediata contra el estreñimiento”. No ha acabado de leer la etiqueta cuando nota el primer apretón, y el segundo, y el tercero mucho más intenso. Maldito botón… “Ay que no llego, que no llego, que no… Ay… que no he llegado”.

Llaman al timbre. “Serán los elfos, ya iba siendo hora” De camino a la puerta, se tropieza con la botella de laxante y se da de narices contra el pico de la chimenea. Mientras se intenta quitar los cristales de las gafas clavados en la cara, el timbre sigue sonando con incesante insistencia. “Malditos elfos, llegan tarde y encima con prisas. Ya va, ya vaaaaa”, gira sobre sus talones pero pisa sobre una substancia viscosa, indescriptible y a todas luces maloliente, se le van los pies hacia arriba y se vuelve a dar, ésta vez de bruces, contra el revistero zulú hecho con lanzas tribales que robó del almacén de regalos el año pasado. Nuevamente el timbre, como si el elfo se hubiese quedado pegado al pulsador. Sale a la calle dispuesto a degollarlo pero se encuentra con un ángel de alas plateadas, radiante y ofreciéndole un precioso árbol de Navidad.

- Feliz Navidad, querido Papá Noel. ¿Dónde quieres que ponga el árbol?

Y aquí tienen mis queridos reincidentes, el origen de por qué en el vértice superior de los árboles de Navidad suele aparecer sentado un ángel con expresión amarga.

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