viernes, 20 de junio de 2008

Esos endemoniados aparatitos.

Artículo publicado en Vistazo a la Prensa en Junio de 2008

Podríamos definir a la sociedad de consumo como aquella que nos convierte en imprescindibles, objetos que poco tiempo atrás nos resultaban del todo innecesarios; sobre todo si hemos caído ya en la tentación –que no en la necesidad- de utilizar utensilios que, si bien apenas existían hace una década, hemos transformado en oscuro objeto de deseo. Pero no de un deseo sano, como el que embarga a mi tía Gertrudis -viuda la pobre desde 1977- cada vez que ve aparecer en el cine -en paños menores y marcando abdominales- a Brad Pitt caracterizado de Aquiles, sino un deseo despiadado y esclavizante, como el que poseía al monstruo de las galletas cuando le pasaban una ídem por delante de los morros.

Cualquiera de nosotros se quedaría vuelto del revés si de hoy para mañana nos viésemos obligados a prescindir del móvil, olvidando que hace poco más de una década salíamos de casa, tan panchos, sin móvil, y que llegábamos a nuestro destino, de la misma manera que lo hacemos hoy, y sin la necesidad añadida de estar permanentemente conectados, o mejor dicho, atrapados por la implacable red de telefonía móvil.

Y aunque resulta del todo incuestionable que el móvil nos puede sacar de un aprieto en un momento de apuro, no es menos cierto que esos endemoniados aparatitos ocasionan al más pintado no pocos quebraderos de cabeza.

El primero y que genera peores consecuencias es perderlo. ¿Alguno de ustedes había perdido antes un teléfono fijo? Pues estos nuevos chismes se pierden –se lo dice uno que ha perdido no uno, sino dos- y lo peor no es eso. Porque uno extravía cualquier otro objeto, como el reloj, por poner un ejemplo, y después de flagelarse de palabra –o incluso de obra en el caso de masoquistas- juramentar en arameo y agotar su particular listado de imprecaciones, tacos y palabras mal sonantes, va al relojero, se compra otro y santas pascuas. Si pierde usted el móvil, además, puede encontrarse con la ingrata sorpresa de que, a menos que la persona que lo encuentre sea un alma caritativa –especie en extinción, como podrá comprobar abriendo cualquier periódico por cualquiera de sus páginas- le cargarán a su próxima factura telefónica diecisiete conferencias a Tánger (o, con mucha suerte, a Motilla del Palancar) porque resulta que cuando usted se da cuenta que ha perdido el móvil y lo denuncia ante su compañía, el que lo ha encontrado ya ha practicado reiteradamente lo de “Hola, soy Edu, feliz Navidad” con los todos árboles genealógicos de todos y cada uno de los miembros de su numerosa cuadrilla. Y releyendo este párrafo, cae un servidor en la cuenta de que la referencia a Tánger puede ser considerada de tinte racista, al poder llegar a causar la sensación de que quien les escribe asocia un hecho reprobable a un colectivo étnico concreto, es por lo que les pido que, si son tan amables, olviden dicho topónimo y la preciosa ciudad mediterránea a la que nombra, y lo sustituyan por cualquier otro lugar patrio, todo ello en aras de lo políticamente correcto y ante la clara evidencia de que, cuando nos hace una faena uno del país, uno puede ponerlo como un trapo con mayor desahogo y sin temor alguno a que lo tilden de xenófobo, que no en vano he de reconocer que en el caso de las dos pérdidas de móviles sufridas por quien les escribe, las consecuentes e inevitables llamadas fraudulentas de quien lo halló fueron hechas a teléfonos de la península, lo cual permitió a un servidor poner a parir al chorizo (e hijo de mala madre) sin freno alguno, desahogo que les recomiendo en casos similares por ser altamente beneficioso para la prevención de futuras úlceras de estómago.

Otro inconveniente de los móviles es que los que usamos el fijo quedamos siempre en segundo plano en el preciso momento en el que un celular entra en escena. A todos nos ha pasado –y si a usted aún no, no se confíe, es sólo cuestión de tiempo- que al estar hablando por teléfono con un amigo, éste le interrumpe y le dice.

- Perdona. Un momento, que me llaman al móvil.

Y a usted le dan ganas de decirle:

- ¡Eh! Que yo también te estoy llamando, y, además, yo te llamé primero.

Pues da igual, irremediablemente le dejarán tirado como a una colilla para atender al otro que llama por el móvil que –visto lo visto- tiene mayor categoría; aunque siempre nos quedará el rencoroso recurso de apuntarnos el agravio y, cuando nuestro amigo nos pida un favor, soltarle:

-Que te preste los 100 euros tu amigo el del móvil, so desleal.

¿Y qué me dicen ustedes de lo inoportunos que resultan esos chismes? Al que más y al que menos le ha sonado cuando intenta pasar sigilosamente tras ese vecino pesado que cada vez que lo ve le pone la cabeza como un bombo explicándole que algo hay que hacer con la nueva vecina de la 7 A, que tiene la acera invadida con la hiedra, o –muchísimo peor- en una boda, empezando a sonar justo cuando el cura acaba de decir lo de “que lo diga ahora o que calle para siempre”, cosa que provoca que todo el mundo se gire con cara de pasmo -el gracioso de turno ya ha soltado por lo bajini lo de “será la otra, ya verás”- y a los novios les empiezan a caer enormes goterones de sudor de la frente y del alma.

O estar en la playa relajado en la tumbona, con la novela, el Marca o el Lecturas, y le llaman del trabajo comunicándole que a Peláez le ha dado un ataque de piedra al riñón y que usted ha de sustituirlo irremediablemente esa misma tarde. Diez años atrás a Peláez se le podría incluso haber perforado el apéndice vermiforme, o haberle pasado por encima un mercancías y usted seguiría tan ricamente en su tumbona, sólo interrumpiendo su relax supratumbonal para ir al chiringuito a por cervecitas y pescaíto frito. ¿Es esto el progreso?

Y podría seguir enumerando una larga sarta de inconvenientes y de despropósitos que suelen ocasionarnos los móviles, pero me van a disculpar ustedes porque el puñetero móvil –que para más INRI olvidé en el piso de abajo- no para de sonar y sonar. Sólo faltaría que a Peláez le hubiese dado algo y se me fastidie, otra vez, el fin de semana. Ya les contaré…

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