miércoles, 7 de julio de 2010

Homosexuales: gente normal y corriente

Artículo publicado en Vistazo a la Prensa en julio de 2010.
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Parece ser que parte del bastión moral de occidente que habita en la cadena que se representa por un toro cojo (fíjense que sólo tiene una pata) y cuyo nombre me van a permitir que obvie, que a buen seguro mis queridos reincidentes ya la habrán identificado merced a mi gráfica y certera descripción, y como cada año cuando se acercan estas fechas, la emprenden con los homosexuales. Otras veces los han llamado enfermos, otras pervertidos; ahora, quizás queriendo contenerse, se han limitado a definirlos como gente que no es normal y corriente. Probablemente allí sí consideren normal y corriente a quien elude la cárcel pagando una fianza de tres millones de euros, o el político -ése al que toca la lotería todos los años varias veces- implicado en tantos sumarios y por tantos delitos que ya debe haber perdido la cuenta, así como todo un elenco de señores con presuntas conductas penalmente reprobables a los que, no es que no les den cera como se la dan a los gays, sino que los apoyan abiertamente, achacando desde la cadena brava los problemillas legales de éstos a contubernios policíaco-judiciales.

Total, que abogan desde la casa del toro cojo para que los que no somos homosexuales, reivindiquemos, en contraposición al Día del Orgullo Gay, “364 días de la gente normal y corriente”, como si los homosexuales tuviesen la piel verde, un ojo en la frente a lo Polifemo y ocho estómagos como Alf.

En primer lugar, los heterosexuales jamás hemos sido detenidos, encarcelados y condenados a causa de nuestra orientación sexual, ni nos han expulsado de nuestros trabajos, ni nos han repudiado en nuestras propias familias a causa del sexo de la persona de la que nos enamoramos o con la que nos acostamos, o ambas cosas de forma simultánea en el mejor de los casos.
Probablemente, muchos de los que despotrican del Día del Orgullo Gay, no tengan ni la más repajolera idea de lo que significa.

Resulta que un sábado, el día 28 de junio de 1969 para ser exactos, en el garito conocido como el Stone Wall Inn, en el Greenwich Village neoyorquino, se lió parda. Era un local frecuentado por gays y, habitualmente, todos los días en los que algún concejal puritano tenía ganas de marcha, se agarraba unos cuantos policías y se iba al local de marras con un furgón celular. Entraban dando gritos y porrazos, agarraban a unas cuantas locas con plumas, las echaban en la furgoneta, y las tenían unos días a la sombra, acusadas de cochinas y de inmorales.

Algo debió pasar aquella noche en la configuración de los astros, o quizás fuera que los gays estaban hasta los mismísimos de que les fastidiaran la fiesta cada dos por tres, pero el caso es que aquella noche se hicieron fuertes dentro del local y se liaron a ladrillazos, botellazos, sillazos, codazos y demás azos con los polis, formando barricadas en las inmediaciones, pegándole fuego a todo lo que agarraban a mano y provocando unos disturbios sin precedentes. En definitiva, que montaron la de Dios es Cristo. Fue la madrugada del 28 al 29 de junio la noche en la que, según el escritor homosexual Allen Ginsberg, “los maricas perdieron su cara de miedo”. Los días venideros fueron una auténtica revolución en Manhattan: se creó el “Frente de liberación Gay” y, muchos de los que hasta entonces se mantenían ocultos en los armarios, se enorgullecieron de la actitud de los del Stone Wall Inn y salieron a la luz pública diciendo lo de “Sí. Soy gay. ¿Y qué?". Total, que firmaron un manifiesto que, entre otras cosas rezaba lo siguiente:

Hemos huido de polis chantajistas, de familias que nos repudiaban o nos “toleraban”; nos han expulsado de las Fuerzas Armadas, de las escuelas, nos han despedido del trabajo […] Hemos fingido que todo estaba bien porque no teníamos manera de cambiarlo: teníamos miedo”.

Si partiendo de aquella situación se ha conseguido que la sociedad reconozca los derechos de los homosexuales no es motivo suficiente como para celebrarlo un día al año, ya me dirán ustedes...

Ahondemos en la afirmación de que no son gente normal y corriente, habida cuenta que sus gustos en materia de sexo representa un porcentaje inferior al de la mayoría. Siguiendo tal premisa, un servidor no es gente normal y corriente porque no le gusta el queso. Para ser sincero, no es que no me guste, es que me repugna su olor, siento angustia ante su sola visión, ya sea éste parmesano, manchego, de cabra, de vaca, de oveja, ya sea mozarella -les recomiendo las pizzas sin queso, están riquísimas- ya sean caseríos, tranchetes o queso fresco. Como a la mayoría de gente le gusta el queso, un servidor no es normal. ¿Es eso? Pues no. Un servidor se considera una persona normal y corriente a la no le gusta el queso y punto. Más raro es -a ojos de quien les escribe- ser del Madrid cuando perfectamente se puede ser del Barça; ergo contra gustos no hay nada escrito y para gustos colores.

Otro sector aboga por lo “antinatural” de las relaciones sexuales entre especimenes del mismo sexo. No les insistiré nuevamente -ya lo he hecho en otras ocasiones y otros artículos- en el abultado listado de animales que, bien esporádicamente, bien de forma exclusiva, mantienen relaciones con ejemplares de su mismo género. Y no les insistiré, para evitarles nuevamente el razonamiento con el que suelen contestar los homófobos: que nosotros somos animales, sí, pero racionales y que precisamente eso nos diferencia y nos distingue de todos los bichitos de la creación. Pues si ésa es su opinión, sigan leyendo.

¿Alguien pondría en duda la racionalidad de Platón, Sócrates o Jenofonte? Pues si no lo hacen, que sería lo normal -hacerlo sería, según su propio planteamiento, ser gente no normal y corriente- y a poco que agarren unos pocos de libros, comprobarán que no resulta desconocido, aunque tampoco excesivamente publicitado, la habitualidad en las relaciones sexuales en la Grecia antigua. Y que tanto Sócrates como Platón o Jenofonte mantenían habitualmente relaciones homosexuales con jovenzuelos contemporáneos, entendiendo la sexualidad como parte integral de un proceso educativo destinado a facilitar la transferencia de conocimientos de un maestro amoroso y activo hacia el discípulo, más joven y pasivo. Todo ello, sin menoscabo de que, pese a esto, los griegos eran también acérrimos partidarios de la familia, y de todo varón de pro se esperaba que contrajese matrimonio con una señora y que tuviese hijos. No le importaba en absoluto a la mujer griega que su marido tuviese devaneos extramaritales con otros hombres, siempre y cuando también durmiera con ella, la tratase con cariño y cuidase de sus hijos. Contrariamente a lo que se cree en la actualidad, se consideraba un plus de virilidad al hecho de mantener relaciones homosexuales, llamémoslas complementarias.

Seguimos en la Grecia clásica. Muchos solados griegos se hacían acompañar en sus campañas de jóvenes efebos con los que compartían lecho y favores sexuales mientras que les enseñaban las artes marciales de la época. Cualquier jovenzuelo griego se hubiese dado con un canto en los dientes por meterse en la cama de un general, pues su formación sería verdaderamente completa. Ítem más, cabe destacar en la misma época, el cuerpo militar tebano, conocido como “El Batallón Sagrado”, que debía su fuerza y sus éxitos al estar íntegramente formado por parejas de varones homosexuales. Tanto Platón como Jenofonte afirmaban que no existía mejor tándem guerrero que aquél compuesto por dos varones homosexuales que, además, fueran pareja.

Incluso en la era contemporánea, encontramos diversos ejemplos de sociedades que practican este tipo de homosexualidad complementaria:

El pueblo azande, en el sur del Sudán, se organiza en distintos grupos o clanes de solteros guerreros, que representan la fuerza militar del pueblo. Estos guerreros se casan con muchachos más jóvenes, con los que conviven en una relación marital, y, como suele ocurrir en los matrimonios, mantienen relaciones sexuales, hasta que el mayor de los maridos -así se llaman entre ellos- tiene la suficiente edad y reúne el suficiente capital como para pagar la dote de la esposa que elija para un nuevo matrimonio, que dejará libre al marido más joven para que éste se eche un nuevo marido, más joven que él y vuelta a empezar. Una vez casados con señoras, echarán alguna canita al aire de vez en cuando con otros caballeros, imagino que para recordar viejos tiempos.

El pueblo etoro, en Nueva Guinea, cree que el semen es un fluido donador de vida y de conocimiento. Así, los hombres de mayor edad, regalan su “conocimiento” a los jóvenes -imagínense cómo- a los que, además, instruyen en los secretos del combate y de la religión y, a tales efectos, existe una gran choza en los poblados etoro, prohibida a las mujeres, que es considerada como el templo donde los mayores instruyen y proporcionan sabiduría a los más jóvenes. Al igual que los griegos y los azande, muchos de los etoro optan también por desposarse con una señora, aunque las mujeres etoro tienen prohibido relacionarse sexualmente con sus maridos doscientos setenta días al año -los tienen marcados en el calendario- para que no agoten las reservas de “conocimiento” de los poblados.

Si trastean en libros de antropología, acabarán deduciendo de manera concluyente que no han sido pocas las culturas, civilizaciones y sociedades en las que se dan relaciones homosexuales de forma natural y donde ser gay era de gente normal y corriente.

Me van a permitir que copie tal cual un párrafo de un antropólogo americano, Marvin Harris, al que no me he atrevido a plagiarle la pregunta, no sea que un reincidente avispado me pille y quede en evidencia como Ana Rosa Steel Quintana.

“La pregunta adecuada que hay que formular ante las sociedades que inculcan una aversión a toda forma de homosexualidad y arrojan a los homosexuales a las catacumbas, no es por qué se produce a veces una conducta homosexual, si no por qué no ocurre más a menudo”. Al tiempo. Que quizás cualquier día, alguno de los que más gritan en las jaranas del toro cojo lo pillan en un renuncio y a ver qué nos explican entonces. Porque a un servidor le da en la nariz que entre los que tanto denostan a los gays, más de cuatro imitan a Sócrates -y no me refiero a que sólo saben que no saben nada, sino a lo del efebo solícito- pero no tienen los suficientes arrestos como para vivirlo con naturalidad y se mueren de envidia del que sí lo hace, y que ése es muchas veces el motivo de tanto odio y de tanta mala baba.

¿Que no? Tiren de hemeroteca y encontrarán unos pocos. Así, a bote pronto, citando de memoria y por haberles dedicado ya algún artículo, podría citarles a aquel político norteamericano, ultraconservador y puritano como él solo, azote de los gays para más señas, que se dedicaba a ligar de incógnito con señores en los urinarios públicos, o aquel otro político, casualmente también ultra, austriaco, que pese a su discurso homófobo resultó estar liado con su secretario. ¿Cuántos de ésos habrá por ahí ejerciendo de intolerante y afirmando con vehemencia que los gays no son gente normal y corriente?

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